Juan Escobar
Gestión de rsd y cambio cultural
La contaminación ambiental se fue consolidando como problema en el transcurso del proceso que se inició con lo que se conoce como primera Revolución Industrial, particularmente a partir de la disposición continuada de los residuos industriales en el medio ambiental. Esa Revolución Industrial marcó el comienzo de una nueva etapa, signada por una creciente brecha entre la producción y el consumo, que estableció una división de aguas entre los actores económicos, separándolos en productores y consumidores.
Allí tiene su origen la idea de consumo, tal como se entiende y cuantifica en nuestros días, como un proceso vinculado al mercado que, por ser parte de su dinámica, evolucionó para ser cada vez más definido y determinado en función del propio sistema. Desde entonces, el consumo pasó a comprender la atención de las necesidades individuales y sociales a través de transacciones comerciales, las que en su conjunto dentro de una sociedad reciben el nombre de mercado.
La tendencia de ese cambio en las formas de producción se dirigió justamente hacia el incremento de la cantidad, en volumen y diversidad, de productos destinados al intercambio en el ámbito del mercado. La productividad se desplegó sobre las bases de la estandarización del trabajo humano establecida por el taylorismo, a la que se acopló la línea de montaje fordista y se disparó en la medida en que la máquina fue ganando terreno por la automatización, en detrimento de la participación humana en la fabricación de bienes.
Al ingresar en la etapa de la producción masiva, desde mediados del siglo XX en los países más desarrollados, fue creciendo la incidencia de los residuos resultantes de un consumo (por reflejo) también masivo, hasta cobrar entidad propia en cuanto problema.
En coincidencia con el inicio de la etapa de los grandes volúmenes de producción, tras finalizar la segunda guerra mundial, Galbraith en La sociedad opulenta señala "algo así como un renacimiento del interés por el concepto de la empresa o del mercado libre". Esto, a su vez coincide con el comienzo de la acción de instituciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional –creadas por los acuerdos de Bretton Woods– que se orientarían en ese mismo sentido de promover la libertad de mercado, de manera concomitante con una reducción del Estado, condicionando a través del crédito a las economías nacionales de los países subdesarrollados.
Durante ese medio siglo ha pasado mucho agua bajo el puente. La incidencia real del Estado no cesó de menguar, mientras que la lógica y la dinámica del mercado no hizo sino expandirse, hasta imponer sus pautas como único parámetro de racionalidad posible.
Se fue configurando así todo un credo de lo económicamente correcto, al cual se deben sujetar todas las sociedades que pretendan no quedarse fuera del mundo, convirtiendo a la economía oficial y sus categorías en el eje de un pensamiento único con vocación hegemónica, configurando el lenguaje y el discurso de un poder (económico) que excede pertenencias y límites nacionales. En su afán de conquista, ese poder económico no dudó en recurrir a las dictaduras más sangrientas donde encontró alguna resistencia para instalar el dogma de la libertad de mercado y el consumismo en el que se funda su rentabilidad.
Porque en nuestros días, si hay un poder real y de alcance mundial, es el poder económico, con mayor incidencia sobre la realidad que cualquier poder político basado en la representatividad y el derecho. Dice Samir Amin, en Los desafíos de la mundialización, que la gran transformación operada por el capitalismo es que mientras en el orden anterior era el poder el que determinaba la riqueza, en el capitalismo es la riqueza la que determina el poder.
Hay un discurso de ese poder económico, centrado en el libre juego de los mercados. Como se ha dicho, ese discurso tiene su marco teórico en la economía. Particularmente, en una versión de la economía que reconoce sus orígenes en Adam Smith, vocero del industrialismo emergente, elevado a la categoría de profeta. Una línea que prosigue con David Ricardo, con los empresarios industriales ya en abierta carrera hacia el protagonismo económico, y oficiando como mecenas de tantos otros defensores de los mercados libres. Pero la versión que alcanza a nuestros días, es esa que se desarrolló con especial vigor en la segunda mitad del siglo XX.
Si decimos que se trata de un discurso del poder, es básicamente porque opera en la realidad misma en una proporción más que significativa, creando realidad y estableciendo sus propias reglas de juego. En los espacios conquistados por el poder económico, el orden social pasa a identificarse con el Mercado. En esta visión reduccionista, las poblaciones humanas son vistas como mercados y la única relación digna de consideración es la que surge a partir de las transacciones comerciales.
Así, el Mercado, imponiéndose como el "único asignador eficiente de los recursos disponibles", pasa no sólo a asignar los recursos y los precios, sino que además instala su propia lógica de cuantificación y su propia dinámica como ejes de la vida de las poblaciones, al tiempo que también asigna roles e incluso identidades a quienes se encuentran en su órbita de influencia. De esta manera, los ciudadanos pasan a ser consumidores y el Estado ve reducida paulatinamente su función de regulador de la vida social.
En este contexto, la figura del consumidor tiende a ser paulatinamente la vía de acceso excluyente para la participación del hombre común en la economía, que lo cuantifica proporcionalmente a su concurrencia en el Mercado. Donde, como lo expresó entusiasta el economista Schumpeter en su Teoría del desenvolvimiento económico: "Los individuos tienen solamente influencia en tanto que son consumidores, en tanto que expresan una demanda". O, en pocas palabras, donde se lo tiene en cuenta en la medida de lo que paga para consumir, de los precios que paga o se compromete a pagar, en definitiva donde su existencia depende de lo que gasta. Desde el punto de vista que nos ocupa, ese consumo, con sus variaciones, determinará una consiguiente generación de desperdicios; porque la basura que generamos es un reflejo de nuestra participación (lo que la doctrina económica denomina concurrencia) en el mercado, tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo en su diversidad y otras características de target, hecho que lo convierte en un indicador de nuestro status social en el orden establecido por el mercado.
Una mirada global de esta situación, pone en evidencia que el expansionismo del Mercado sobre las poblaciones humanas tuvo su reflejo en una acumulación exponencial de los residuos provenientes del consumo. Hoy, el problema de la basura, se eleva -literalmente- en las afueras de los centros urbanos, ocupando territorio y amenazando con cambiar el paisaje, conformando verdaderas cordilleras de desperdicios en escala.
Hay una particularidad de esos residuos, mayoritariamente domiciliarios, que por obvia y cotidiana, pasa generalmente inadvertida. Esos residuos, en una gran proporción, fueron parte de productos que fueron comercializados, es decir que alguien compró (pagando un precio) para satisfacer alguna necesidad. Esa satisfacción de las necesidades a través de transacciones comerciales, es lo que la economía define con el nombre de consumo.
De esta manera, esos residuos –sólo relevantes en cuanto los perjuicios que causan– aparecen como un derivado inherente al funcionamiento de una clase específica de mercado, el que agrupa los llamados mercados de consumo, que constituyen la base de la estructura económica, por tratarse del canal a través del cual fluyen los recursos de los individuos hacia las empresas, que son a su vez quienes impulsan y direccionan la dinámica de estos mercados.
Podríamos decir entonces que esa basura que desechamos diariamente, se trata, en realidad de desperdicios del mercado, ya que han sido en algún momento parte de un intercambio comercial, han recorrido el aparato circulatorio de la economía integrados en productos hasta que alguno de nosotros pagó un precio para adquirirlo, para sacarlo del mercado. Pero, si hay que darle al César lo que es del César, ¿por qué no le devolvemos estos desperdicios al Mercado? ¿Por qué no vemos en ellos valor alguno? Posiblemente una respuesta sea que los vemos desde el lugar que el Mercado nos asignó. Los vemos en nuestro carácter de consumidores. Lo vemos como un efecto del gasto –como una pérdida aceptada desde el comienzo–, de un consumo del que formaron parte.
Para comprenderlo mejor, podríamos detenernos brevemente en las situaciones más evidentes que tienen lugar en la dinámica del Mercado de consumo y que hacen a su naturaleza y fisonomía. Porque las poblaciones humanas se encuentran vinculadas mayoritariamente a la economía a través de esos mercados de consumo. Veamos un poco en qué consisten.
Los mercados de consumo atienden las necesidades de los consumidores, a través de las relaciones comerciales, que están obviamente signadas por el lucro. Esto se da en paralelo con un proceso por el cual el Estado, sometido a sucesivos ajustes, ve cada vez más reducida su capacidad para atender las necesidades de los ciudadanos. El poder local de los estados se ve avasallado o cooptado por el poder económico de carácter transnacional que se expresa en una intrincada red de mercados globales, cuyo sujeto protagónico son las grandes corporaciones en cuanto aparato integrado de producción, comercialización y propaganda.
El mercado trasciende en alguna medida nuestra voluntad, porque una parte de su dinámica está orientada justamente a condicionar esa voluntad, persuadirla, domesticarla, disciplinarla a través de los sentidos, introducirla y limitarla al aparato circulatorio integrado por una malla de relaciones sociales resignificadas por la transacción comercial, en un mundo de fantasía donde toda satisfacción imaginable tiene precio.
Esa voluntad se domestica por las necesidades. Necesidades que la economía misma se encarga de definir como perfectibles. En un marco donde la función de ocuparse de esta perfectibilidad, es justamente asumida por el Mercado, en beneficio de su propia autopoiesis.
Así, el Mercado no se limita a "satisfacer" las necesidades, sino que destina gran parte de su actividad a crear, resaltar o establecer a través de los sentidos del potencial cliente, esas necesidades a las que dice dar respuesta, modelando en la conciencia del consumidor el vacío que sólo el producto puede cubrir. Esas necesidades proceden de una falta. Una falta que se hace ostensible en la medida de la intensidad de un deseo. Un deseo que, a través de los sentidos, la publicidad y el márketing se ocupan de formatear de acuerdo a los intereses de aquellos que tienen cantidades industriales de productos para vender.
Porque esa atención de las necesidades se brinda a través de "bienes y servicios" procesados como productos. La característica básica de un producto es que sintetiza la satisfacción momentánea de una necesidad establecida y reforzada por la acción de lo que (copiando el concepto de Althusser referido al Estado) podríamos denominar como aparatos ideológicos del mercado.
Así, en un ciclo integrado por la producción y el consumo, la dinámica del mercado de consumo se bifurca en tangibles e intangibles. Los tangibles (en un sentido amplio los materiales) refieren a la fabricación física del producto en sí, que atenderá una necesidad dada. Los intangibles, complementariamente, refieren a la creación del producto en tanto bien simbólico y están a cargo de los mencionados aparatos ideológicos del mercado (diseño, producción, comunicación y posicionamiento en cuanto funciones; Márketing, Publicidad y Medios de difusión masiva, en cuanto esferas centrales de actividad) que se orientarán a resaltar e instalar esa necesidad, al tiempo que presentan al producto como el medio más apropiado para "satisfacerla". Aunque más no sea transitoriamente.
Esto nos remite a lo que podríamos llamar el proceso de agregación de valor (deseabilidad, utilidad y adquisibilidad expresada en el precio de mercado) que constituye al producto para canalizarlo al consumo y su proceso simétrico de desagregación de valor desde el momento que es adquirido por el consumidor (cuando pierde en forma abrupta su valor de cambio expresado por el precio, cuyo equivalente en dinero queda en el mercado) hasta que es descartado como residuo.
Mientras está en el aparato circulatorio del mercado (fabricación, distribución y comercialización) el producto conserva un valor simbólico (que lo hace deseable) un valor de cambio (que lo hace pasible de intercambio) y un valor de uso (que lo hace satisfactor temporario de una necesidad).
A partir de que un individuo lo adquiere para atender una necesidad, el producto pierde (totalmente si es consumible o parcialmente si es utilizable) su valor de cambio expresado en el precio, desde el momento que es retirado de la circulación comercial, es decir desde que se lo compra sin la intención manifiesta de volver a venderlo.
En el ámbito social de la economía doméstica a la que pertenece el consumidor cobra relevancia el valor de uso del producto. Un valor de uso que, por su parte, se agotará en la medida que sea consumible, o decrecerá si es utilizable por efecto de lo que se conoce como obsolescencia planificada.
De una manera o de otra, la tendencia natural del producto en estas aguas cuyas mareas son movilizadas por el mercado, –en un trayecto que va del instante al mediano plazo–, es a convertirse (parcial o totalmente) en residuo, o al menos generarlos en alguna medida apreciable. En el ámbito de la economía doméstica, estos residuos pueden dividirse básicamente en materia orgánica e inorgánica. En términos generales ambos tipos de residuo sólido, pueden responder a una clasificación básica que los divide en residuos de consumo (orgánicos) y residuos de presentación o uso (inorgánicos).
Pero lo que caracteriza a ambos en el contexto de la economía doméstica –actuando integrada y complementariamente a la dinámica del mercado– es esa pérdida tanto del valor de uso como del valor de cambio. Por lo cual se procede a desecharlo mediante los mecanismos habituales, lo que es decir generalmente para su disposición en una parte determinada del medio ambiente. Se lo transfiere así de la esfera de lo particular a la esfera de lo colectivo.
La economía doméstica se encuentra en la periferia del mercado de consumo, por lo cual sirve de puente entre el mercado y la sociedad, adquiriendo productos del mercado para luego incorporarlos al ámbito de la sociedad (de la que la economía doméstica forma parte) y finalmente al medio ambiente donde se desarrolla su vida común, en forma de desperdicios.
Puede decirse que son considerados como desperdicios por encontrarse fuera del mercado y no es que se los considere fuera del mercado porque sean desperdicios: porque la pérdida del valor de cambio es la consecuencia de su salida del mercado para ingresar a la economía doméstica de la que es parte el consumidor.
Esto se debe a la lógica inherente al mercado (y sobre la cual se construye el poder económico) que tiende a concentrar las ganancias y socializar los costos, sean estos tanto laborales como ambientales.
Pero esto es así porque vemos al residuo desde un punto de vista que, no es el punto de vista de las fuerzas que conducen la vida del mercado, sino una perspectiva complementaria y funcional a ellas. Y por eso no pensamos en ellos como insumos útiles, como recursos de los que se puede sacar provecho. Si en cuanto consumidores no adquirimos el producto con ánimo de lucro, es completamente improbable que miremos con esa perspectiva a sus despojos. Porque el consumidor como tal no puede ser consciente de que también produce algo como consecuencia del hecho de consumir: es un productor de basura.
Los desperdicios no tienen valor de cambio, ni valor de uso, ni valor simbólico, porque el mercado no se los asigna explícitamente (en un marco donde el Mercado tiende a hegemonizar la asignación de los valores y los precios) porque ya cumplieron con su finalidad en ese contexto. Por esa causa el Mercado se desentiende de ellos para externalizarlos hacia la sociedad (en cuanto a su costo, en el precio que se pagó también por ellos) y su ambiente (en cuanto a la disposición final).
Si nuestra voluntad de ciudadanos, miembros de una comunidad humana que comparten un territorio en común, antes que individuos partícipes de una mera sociedad de mercado, se orienta a revertir estos costos sociales, el cambio cultural ha de ser de carácter social en cuanto colectivo (y no meramente de tipo individual) para lograr alguna eficacia.
Y podrá ser efectivo en la medida que logre consolidarse en organización social, es decir que logre incorporarse a ese tercer sector que se conoce como sociedad civil, donde el interés particular se articula con el bien común, mediante un ejercicio activo de la ciudadanía a través de la acción sobre la realidad y la opinión pública.
El problema de los residuos sólidos precisa, como el problema ambiental en su conjunto, una revolución de las conciencias puesta en la sustentabilidad de la dinámica a la que se integran nuestras acciones, en un compromiso que oriente nuestras actitudes hacia el futuro, sin perder de vista la necesaria resolución de cuestiones a las que se debe dar respuesta en el presente.
La sociedad civil, donde se corporiza y expresa la iniciativa social trascendiendo el afán de lucro, tiene la responsabilidad de constituirse en el canal para ese cambio en la esfera comunitaria de la que es parte. A la sociedad civil le cabe la misión de constituirse en la columna vertebral del cuerpo comunitario para condicionar y regular la acción, tanto del Estado en lo que se refiere al establecimiento de reglas de juego orientadas claramente al bien común, como del Mercado con demandas y condiciones que contribuyan a mantenerlo más equilibradamente dentro de ese mismo cauce.
Porque el Yo sólo puede trascender -realizarse- en el Nosotros. Y ese Nosotros, que se articula en la comunidad y cuyo vocero organizador es la sociedad civil, debe recuperarse de la insectificación, la heteronomía que implican para los individuos de una sociedad tanto la supremacía del Estado como la del Mercado, que terminan constituyendo totalitarismos que tiranizan a los ciudadanos, sea por la violencia directa o por la exclusión social.
Posiblemente debamos volver a poner al Estado y al Mercado en el lugar de las herramientas, definiendo socialmente los objetivos que deben cumplir y la manera de hacerlo. Para esto deberemos ser cada vez más ciudadanos y comportarnos cada vez menos como consumidores. Lo que puede resumirse, finalmente, como volver a ser artífices de nuestro propio destino común y dejar de ser el instrumento de la ambición de otros.
En relación al tema que nos ocupa, mi opinión es que sólo la comunidad en su conjunto puede (con la conducción decidida de la sociedad civil y sus organizaciones sociales cumpliendo su rol educativo), emprender acciones colectivas para la reincorporación de los residuos orgánicos al ciclo del ecosistema, separándolos de aquellos que no son biodegradables y generando alternativas de disposición racionales y productivas, especialmente para los residuos peligrosos de todo tipo.
En el mismo sentido, sólo un sujeto colectivo organizado puede conducir la clasificación y reincorporación creativa al circuito económico del mercado, de todos los desechos que puedan cumplir la función de materias primas o insumos, dando un destino social a los recursos resultantes, al tiempo que se puede contribuir a la capacitación, la organización y la asignación de un rol social para todos aquellos que, desde los márgenes extremos del sistema, viven de la basura, sencillamente porque en eso va su supervivencia.
(Junio de 2002)
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