El siglo XX fue el escenario de la confrontación entre un poder económico que expandía sus zonas de influencia con la vocación imperial de cubrir el planeta, y el poder político de los estados nacionales en los que ese mismo siglo dividiría a cinco de los seis continentes.
Hacia el “Mercado-mundo”
La Segunda Guerra Mundial sería el punto de inflexión tras el cual el continuo avance de la economía sobre la política sería la pìsta que desembocaría en la etapa de globalización que caracterizaron a las últimas dos décadas del siglo.
La transnacionalización financiera aceitó la maquinaria del nuevo orden de los mercados libres, con la decisiva intervención de los organismos internacionales de crédito surgidos de la Conferencia de Bretton Woods, que instrumentaron el endeudamiento de los estados nacionales con el objeto de forzar una apertura económica indiscriminada, donde las poblaciones de los países menos desarrollados verían deteriorarse severamente tanto sus capacidades productivas como la calidad de vida de las mayorías.
Para esto era necesario desvincular a los estados nacionales de los intereses de sus ciudadanos. En nuestros países de Sudamérica, los golpes de estado que instalaron dictaduras sangrientas fueron el instrumento usado más frecuentemente para lograr ese doble objetivo de secuestro de las estructuras estatales y endeudamiento tan intensivo como fraudulento.
Al avanzar la década de los ochenta comenzaría a agotarse esta variante para dar lugar a democracias condicionadas económicamente, que se las tendrían que ver con lo que se conoció como la crisis de la deuda, que impidió su recuperación plena, derivando en lo que Guillermo O´Donnel denominó democracias de baja intensidad. Paralelamente, en esa década se desencadenaría en los países centrales una avalancha neoliberal que avanzaría en la reducción de las funciones sociales del Estado y la privatización de los servicios públicos, en una onda expansiva que nos alcanzaría de lleno a los argentinos en la década de los noventa, completando entre nosotros la tarea iniciada por la última dictadura.
Es decir, consolidando un modelo que subordinaba el poder político nacional al poder económico transnacional, subsumiendo el Estado-Nación en el Orden Global. Sustituyendo el orden legal por la fría ley de la oferta y la demanda, convirtiendo a las poblaciones en consumidores. Que veían desvanecerse de esta forma su ciudadanía junto a sus derechos individuales. Lo que implicaba la disolución del estado de derecho y derivaba en el retroceso de la democracia como regulación de las relaciones sociales para dejar paso al avance del mercado, en el contexto de un capitalismo salvaje. Articulando la economía nacional como una planta de transferencia de los recursos del país al exterior, en un volumen que se estima ronda los seicientos mil millones de dólares a lo largo del último cuarto del siglo pasado.
Este modelo de quiebra del Estado democrático finalmente colapsó hacia fines del 2001, derrumbándose sobre nosotros. Sobre las ruinas del país, se abrió un compás de espera para el modelo de recambio que comenzaría a desplegarse a partir de la asunción del presidente Kirchner. Comenzábamos a salir del infierno, pero ante la magnitud de la tarea por delante, el mismo presidente se ocupó de aclarar que nos quedaba mucho tiempo aún en el purgatorio. En ese sentido, la sociedad es conciente de que la destrucción sistemática sostenida durante veinticinco años no puede desandarse de un día para otro.
Mercado y democracia.
Hay algunas enseñanzas, sin embargo, que nos dejaron aquellos años oscuros. Lester Turrow dice en su libro El futuro del capitalismo, que la diferencia básica entre el capitalismo y la democracia, consiste en que la democracia no es compatible con la esclavitud. Hoy sabemos por experiencia que los derechos, tanto individuales como sociales, sólo pueden resguardarse en democracia. Que la democracia sólo es posible sobre la base del estado de derecho y por lo tanto de la existencia de un Estado nacional que pueda garantizarlo.
El mercado, por otra parte, es tranquilamente compatible con la esclavitud –especialmente cuando no lo controla el Estado–, por la tendencia natural de los mercados actuales a la concentración y al monopolio, que establecen un juego perverso donde los ricos se vuelven más ricos y los pobres se vuelven más pobres. En el mercado absolutista del neoliberalismo no hay derechos, sencillamente porque no hay derecho válido ante el determinismo de leyes económicas que muchas veces lindan con lo esotérico. Y que por eso tenía en los economistas neoliberales sus descifradores y profetas, un papel tan sobreactuado que muchas veces hicieron el ridículo con predicciones grandilocuentes que la realidad se ocupaba inexorablemente de desmentir.
Pero si algo caracterizó al modelo neoliberal fue la fantasía del economista gobernante, la de llevar la supremacía del capitalismo sobre la democracia, al seno del Estado mismo. Asumir el poder no ya por designación, sino por aclamación popular. Como decíamos, una fantasía. Martínez de Hoz, al menos, se ahorró ese delirio. Se dio por contento con haber sido el ejecutor de un proyecto de sumisión y entrega, para lo cual se sumergió al país en el terror y la ilegalidad más extremos.
Es la democracia, estúpido…
Curiosamente, la fantasía del economista gobernante suele darse en ministros de economía retirados de la actividad, devenidos ex-ministros, no sin un dejo de resentimiento por el previsible cese en sus funciones que podrá tardar pero siempre llega y un cierto afán de revancha como de querer llevarse todo puesto. Pero que llegado el momento, el voto no acompaña y es entonces cuando de nuevo la culpa de todo vuelve a ser de la gente.
Posiblemente Álvaro Alsogaray fue el primero de la pintoresca galería de economistas con aspiraciones presidenciales, con su séquito de colaboradores que luego vendrían con másters en Harvard incluidos como si eso fuera garantía de algo bueno. Luego sabríamos que parte de esa mística aparente en algunos de ellos, que pretende darle aires trascendentes al más brutal materialismo, suele provenir de lecturas entusiastas del pensamiento obtuso de aquella guionista de cine con pretensiones que filósofa que fue Ayn Rand, con su endiosamiento del individualismo antisocial y extremista, disfrazado de “objetivismo”. Pero esa es otra historia.
Todos ellos, sin embargo, presentando diferencias superficiales que encubren similitudes más profundas. Todos ellos asumiéndose como portadores de las buenas nuevas de la economía liberal y su visión simplificada de la vida. Tras aquel capitán ingeniero padre de María Julia llegarían Cavallo, López Murphy y con ellos un fracaso tras otro, especialmente a la hora de la verdad, cuando se le le revelan adversas las preferencias de la sociedad.
Lo cierto es que tanto el desprestigio de la política que tuvo su punto álgido por el 2001 y la evaluación cerradamente económica como pauta de eficiencia del desempeño estatal, son marcas de ese modelo que es necesario dejar atrás, a una velocidad suficiente como para que no vuelva a alcanzarnos. Sus voceros, aunque no ya con la euforia propia de los noventa, comienzan a hacerse oir de nuevo otra vez, con una palidez conceptual que sólo enamora a quienes creen ver la oportunidad para volver como si nada hubiera sucedido. Así, los rezagos políticos del pasado, en su sectarismo fundamentalista coincidente con su vocación de fragmentariedad y ruptura, se unen en un renovado cuestionamiento al Estado que no dejan de ver como si les fuera ajeno. Porque siguen sin asumirse como parte de la ciudadanía.
La necesaria concertación.
Desde el punto de vista político, el camino para salir parece largo porque el liderazgo del Estado nacional se ve atacado sistemáticamente por los vestigios del modelo, que continúan viendo la realidad con los ojos puestos en las ruinas que nos dejaron antes que en el compromiso y el trabajo que demandan la reconstrucción que tenemos por delante.
La recuperación de la autoridad presidencial que genera aceptación en el ciudadano común, no suele ser percibida por una parte significativa de la clase política como un dato relevante. Y esto bien puede verse como una señal clara de la necesidad de recuperar la política, para alinearla con el Estado que logró alinearse con la sociedad y volver a expresarla. Hace más de veinte años que la demanda social a la política es la del acuerdo para las soluciones.
El camino es sin dudas, la concertación. El ámbito natural de esa concertación democrática es el Estado. La recuperación de la autoridad presidencial fue el punto de partida en la recuperación del Estado para el conjunto de los argentinos. La autoridad presidencial conduce al Estado en este camino de recuperación, y por lo tanto es razonable que sea quien defina los criterios de acción en el marco de esa concertación.
La sociedad argentina acompaña y sostiene la recuperación de su Estado Nacional, más allá del ruido escandaloso de los cuestionamientos más absurdos. Para consolidar esa recuperación necesaria para una democracia sustentable, es necesario recuperar la política para que la sociedad vuelva a verse reflejada en ella, como el medio para un ejercicio pleno de la ciudadanía que con su acción participa en las decisiones colectivas. Decisiones que hoy pasan por la reconstrucción nacional. Porque no hay que olvidar que la democracia se define por la responsabilidad colectiva en cuanto a nuestro destino como conjunto social. Lo demás, sólo es parte del pasado.
miércoles, 21 de marzo de 2007
Concertación:Recuperado el Estado, recuperar la política.
por Juan Escobar
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