miércoles, 21 de marzo de 2007

Ciudad de Buenos Aires: Alinearse con el Proyecto Nacional.



por Juan Escobar



Las elecciones de Misiones fueron una clara muestra de que es fundamental desarrollar modelos congruentes con el camino emprendido por el gobierno nacional, tanto en el ámbito provincial como en el ámbito local. La recuperación institucional del Estado nacional debe estar acompañada por las recuperaciones convergentes de los Estados provinciales y municipales para consolidar los avances y no ceder posiciones frente a un pasado que acecha, siempre dispuesto a volver.


Los vestigios del modelo anterior se resisten a dejar paso a lo nuevo, como sucede con los emergentes de cualquier orden que llega a establecerse en un cuerpo social, a definir las relaciones que se dan en su seno y la dinámica de su comunidad. En el orden nacional, la oposición parece no poder salir de esta trampa del pasado al no plantear la superación del modelo en curso, sino una invalidación frontal de la que no se deduce la continuidad de lo recuperado hasta el momento para el conjunto y abre la posibilidad de un retroceso cierto.


La situación podría describirse como el conflicto entre un Estado que hace y una oposición que meramente pretende que no haga. Un Estado nacional que actúa en la realidad, y una oposición a la expectativa de lo que haga el Estado para denostarlo, criticarlo como un espectador mal predispuesto con la película que ve, salvo por la diferencia que en el cine el espectador hace su aporte pagando la entrada. La oposición de hoy está conformada mayormente por quienes perdieron su lugar en la política al verse desplazado el orden anterior donde su participación tenía sentido.


En su dispersión sólo se asemejan por aquello a lo que se oponen, lo único que los aglutina, aunque no sea más que virtualmente, porque entre los motivos que frenan la conformación de un polo opositor, hay que contar el hecho de que se conocen demasiado bien entre ellos, como lo muestran las sucesivas reticencias que ha dejado traslucir Ricardo López Murphy.


La recuperación de la autoridad presidencial que comanda al Estado nacional no puede sino generar el rechazo de estos profetas del Estado mínimo –rasgo característico del modelo anterior que subordinaba la política a la economía–, dedicados a un alarmismo que no logra, sin embargo, llamar la atención por un tiempo prolongado. En la ausencia de amor correspondido con el electorado, claman por supuestos autoritarismos, supuestos fascismos, supuestas monarquías, deseos imaginarios, intenciones ocultas, en un culebrón opositor donde todos son personajes secundarios. Ante la ausencia de un emergente social alineado con sus posiciones, las elecciones misioneras despertaron en ellos una luz de esperanza, una aparente oportunidad para sumar puntos en desmedro de la relación que se fue restableciendo entre la ciudadanía y el Estado nacional, que es un mérito innegable de la actual gestión. Pero el Estado nacional acusó recibo de los resultados del mandato soberano de las urnas y asumió una vez más la representación del conjunto social actuando en consecuencia, lo que descomprimió sensiblemente la situación, consolidando su relación directa con la ciudadanía.


Si algo queda claro es que el actual modelo impulsado por el Estado nacional –centrado en las necesidades sociales y abocado al tratamiento de los problemas más urgentes que surgieron como resultado de un cuarto de siglo de destrucción sistemática del país– hace preciso construir mediaciones institucionales eficientes en las diferentes instancias administrativas a los fines de consolidar estructuralmente la relación entre los ciudadanos y sus representantes.


Las necesidades sociales se manifiestan en el lugar donde vive la gente, y es justamente en el ámbito local donde se encuentra la base de cualquier posible reconstrucción duradera. Un ejemplo claro de esto se ha verificado con la destrucción de innumerables mercados laborales en todo el país, producto de privatizaciones como la de los ferrocarriles o la desaparición de las actividades económicas en torno de las cuales se constituían dichos mercados, lo que hacia 2001 configuraba una situación que entre otras cosas significaba que alrededor de seiscientas poblaciones tuvieran que enfrentarse al riesgo cierto de su disolución.


El Estado nacional puede –como lo viene haciendo– aportar a la construcción un marco adecuado, marcar una tendencia, fijar el rumbo. Pero su acción territorial directa está acotada por la misma desproporción de la tarea por delante. Por eso, para multiplicar los efectos del cambio, es imprescindible alinear las instancias intermedias entre el ciudadano común y el Estado nacional para brindar las respuestas necesarias a las demandas sociales. Como paso previo es indispensable asumir que la reconstrucción argentina es una tarea de conjunto que requiere de la clase política en su conjunto un compromiso que se manifieste en hechos concretos en cada lugar del país, complementando y apuntalando los esfuerzos que viene realizando el Estado nacional durante la presente gestión de gobierno.


Resulta evidente que el aporte a una construcción sustentable del bien común es proporcional a las dimensiones del ámbito local, de lo que se puede deducir que la mayor responsabilidad reside en las grandes urbes que se deben constituir en ejes articuladores del desarrollo de sus áreas de influencia. Y entre las grandes urbes, a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, sin ninguna duda le corresponde un papel protagónico en la reconstrucción, que hasta el momento no ha dado muestras de asumir.


Es que la Ciudad de Buenos Aires continúa reflejando estructuralmente la mayor desigualdad del país que caracteriza a la dinámica de concentración económica y exclusión social propia del modelo que necesitamos dejar atrás definitivamente. Una ciudad donde, como en Belzaire, coexisten ciudadanos con una calidad de vida propia de los países centrales con ciudadanos que viven al borde de la supervivencia como en las zonas más pobres del planeta. En esta ciudad, que no ha llegado a ser plenamente autónoma, pero que no por eso ha dejado de ser la capital del poder económico en el país, tiene lugar la carrera política de Mauricio Macri.


Una ciudad donde la gran esperanza blanca del momento es un hombre que no sabe. Un hombre que no sabe si se va a presentar como candidato a la Presidencia de la Nación, a la Gobernación de la Provincia de Buenos Aires o como Jefe de Gobierno de la Ciudad.


Si le dan lo mismo las tres instancias, pueden deducirse en principio dos hipótesis al respecto. O bien que se halla igualmente capacitado para cualquiera de las tres, de lo cual no ha dado ninguna evidencia aún. O bien que no está capacitado para ninguna de ellas, a menos que se parta de la premisa de que la gestión al frente de una parcialidad deportiva lo habilite para jugar en toda la cancha, algo que en términos políticos no puede ser más que una metáfora. Puede resultar más práctico evaluar lo que efectivamente viene haciendo al frente de su espacio con la política de la Ciudad, salvo que todo se reduzca al hecho de que no está a cargo del ejecutivo y haya que extenderle un cheque en blanco para ver de lo que es capaz. Porque lo concreto es que, a falta de un liderazgo integrador que conduzca efectivamente los destinos de la ciudad en el marco de un nuevo modelo, la ciudad es la muestra de una suerte de co-gobierno que acentúa la precariedad institucional sin lograr la definición de un perfil coherente para el distrito-vidriera por excelencia, ni aún en lo que respecta a su configuración edilicia.


Podría decirse, parafraseando a Jorge Telerman, que la Ciudad está aprendiendo a ser autónoma. Pero también podemos decir que con diez años cumplidos, apenas si ha pasado el primer grado recientemente, tras rendir la asignatura pendiente de formalizar la descentralización en comunas, con seis años de retraso si se tiene en cuenta el plazo que estipulaba la propia Constitución de la Ciudad Autónoma, lo que es decir en su instancia fundacional.


En estos diez años de autonomía, las sucesivas administraciones del Estado de la Ciudad Autónoma no supieron, no quisieron o no pudieron desarrollar su función reguladora de la actividad económica –fundamental por su incidencia en la calidad de vida de la población– en una medida acorde a sus dimensiones, fortaleciendo las estructuras correspondientes con los medios suficientes para el resguardo de los ciudadanos, en su condición de consumidores y usuarios, promoviendo de esta forma una mayor participación de las organizaciones de la sociedad civil que vienen dando muestras de tenacidad y consecuencia en la defensa de los derechos reconocidos constitucionalmente respecto de esta cuestión.


Por lo demás, el panorama institucional de la ciudad dista de ser alentador, pero asimismo reconocerlo es el comienzo del trabajo que tiene por delante.


Sólo un par de ejemplos más del planteo del problema. Para muchos la Legislatura no ha logrado dar el salto cualitativo que exigían las circunstancias y que salvo en contadas oportunidades se ha quedado en el lugar del viejo concejo deliberante, más propia del municipio que fue, que de la Ciudad Autonóma en la que se debe convertir. Una Legislatura que cuenta con un reglamento interno surrealista, producto de la sedimentación en capas geológicas de las siempre arduas negociaciones entre los integrantes de las sucesivas composiciones de la cámara, lo que llevado a la práctica no ha servido para maximizar el rendimiento de los recursos que insume su actividad.


Una ciudad, en fin, con un aparato judicial que cuenta con capacidad instalada y capital humano suficientes para asumir las responsabilidades que corresponden a la Justicia de una Ciudad Autónoma y que sin embargo, no ha contado con una legislación satisfactoria que defina de manera eficiente su campo de acción y su funcionamiento de una manera más acorde a la realidad.


La ausencia de un plan estratégico para la Ciudad puede servir como síntesis de este panorama general. Es decir, una guía de acción para resolver los problemas de la ciudad desplegando de manera evidente su potencial en tiempos donde tiene mucho para ofrecer al mundo.


Gobernar el ámbito local en el entorno complejo de la globalización, del que no está exento el caos, implica incidir en la complejidad coadyuvando a procesos de rendimientos crecientes que contribuyan al bien común, como es el caso de las alianzas sociales. Gobernar democráticamente en la complejidad, es decir alineado con los intereses de las mayorías y en el diálogo enriquecedor de las diversas culturas presentes en la comunidad, implica asimismo la necesidad de un pensamiento integrador consecuente con los objetivos prioritarios en el consenso social. Esto es una perspectiva que permita una visión realista de limitaciones y potenciales, para derivar de allí las acciones conducentes que generen cambios verificables y progresivos en la calidad de vida de la población. Una visión integradora que abarque la complejidad, entendida como la diversidad e interacción de factores múltiples, que en democracia no puede sino partir de un modelo de inclusión universal que recicle paulatinamente la exclusión social en procesos de integración efectiva.




Todo esto sin olvidar en ningún momento que todo lo que resta por hacer, sólo puede ser una realización colectiva. Asumiendo cada uno la responsabilidad que le corresponde por el lugar que ocupa en la escala social para contribuir de manera efectiva al bien común del conjunto. Porque de eso se trata la democracia, que le dicen.


(Publicado en la Revista Actitud, en noviembre de 2006)

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