A ese valioso exponente del pensamiento latinoamericano de la integración que es Alberto Methol Ferré, le debo la perspectiva de análisis que sirve de punto de partida para esta reflexión. En alguna oportunidad le escuché decir que la construcción del Canal de Panamá entre 1904 y 1914 (“situado en la parte más angosta del Continente Americano y la más baja del Istmo de Panamá”) dividió al continente en dos grandes islas.
Más allá de las características establecidas por la Conferencia para la Codificación de Derecho internacional de La Haya de 1930 para definir una isla como la “extensión natural de tierra rodeada de agua, que se encuentra sobre el nivel de esta, en pleamar”, esta visión puede asumirse como una licencia que nos permita un primer abordaje del subcontinente considerado como un conjunto.
En esa línea, la discontinuidad que el Canal introduce en la continuidad territorial de América, habría signado la configuración de dos bloques territoriales rodeados de agua: una gran isla en el norte y otra gran isla en el sur. El primer paso de reconocer esos bloques no es sino la antesala para situarnos en una perspectiva global. Porque esa gran isla del sur no es otra cosa que nuestro lugar en el mundo.
Reconocernos, -a nosotros, argentinos- como parte de una unidad mayor, de una población de la que formamos parte en un territorio –delimitado geográficamente- que compartimos. Y es precisamente la presencia de una población en un territorio la condición que nos permite pensar en una comunidad. En este caso, la que constituye América del Sur.
Una comunidad signada por la diversidad y la interacción que es la fuente de su complejidad interna, cuya mera descripción excede largamente el espacio de unas páginas. Una comunidad que no está exenta de tensiones y conflictos, de recelos ancestrales y rivalidades persistentes entre los países que la integran y en el interior mismo de las sociedades que los constituyen. Una comunidad con una fisonomía también diversa que va del desierto a la selva, de la llanura a la montaña. Con una distribución demográfica que despliega un arco que va de los pequeños poblado a megalópolis como Buenos Aires o São Paulo. Una complejidad que no parece ser contradictoria con problemáticas en común que precisan soluciones en común.
Una comunidad que presenta características específicas que la definen, como es el caso de configurar el ámbito de mayor desigualdad en el planeta. Un ámbito donde la severa desigualdad del ingreso se profundizó durante la pasada década, dando a la expansión de la pobreza visos de mal endémico alcanzando aproximadamente a la mitad de su población. Una población donde la mayoría de los pobres son niños y la mayoría de los niños son pobres. Donde, (como cita Bernardo Kliksberg en un libro fundamental en la cuestión: “Pobreza, el drama cotidiano. –Clave para una nueva Gerencia Social Eficiente-”) según la UNICEF, los “hijos de los pobres no tienen acceso a la educación, se enferman, están mal alimentados, no acceden a empleos productivos, no tienen capacitación, no tienen crédito” lo que genera condiciones objetivas para la reproducción y continuidad de la pobreza en el tiempo. Al punto de configurar la causa principal de muerte en la región, con aproximadamente un millón y medio de víctimas por año.
Con todo, la pobreza no es una consecuencia de la escasez de recursos para atender las necesidades humanas, ya que dicha escasez no es tal. En los cinco siglos que transcurrieron desde que Occidente se encontró con América, a nuestra gran isla del sur se le asignó la función de operar como fuente de recursos para el desarrollo ajeno, específicamente, de los países centrales de cada momento histórico. Este carácter periférico asignado por el orden económico internacional, paulatinamente conquistado por el régimen capitalista hasta completar su proyecto globalizador para dar lugar a la etapa que estamos transitando, implicó una sucesión de intervenciones que transitaron de la colonia a un proceso de balcanización funcional al imperialismo en su etapa industrial, que dividió políticamente al territorio en los fragmentos que es necesario volver a unir. Las fuerzas económicas dominantes incidieron desde siempre en la segregación de las mayorías populares, pero con el advenimiento del tsunami neoliberal el deterioro relativo de su calidad de vida se agravó, extremándose la concentración de las riquezas y los niveles de exclusión social.
Es fundamental avanzar en una adecuación organizacional que posibilite el cumplimiento efectivo del contrato social para recuperar terreno a la anomia producida por el individualismo cerrado de la atmósfera mercantil y la inadecuación normativa a las transformaciones profundas que experimentó el cuerpo social en el doble movimiento de avance del Mercado y retracción del Estado. Esto implica asimismo fortalecer la estructura institucional del Estado en el ámbito municipal para una articulación reticular efectiva de las economías locales. La intensidad de las democracias se recupera en una doble construcción donde el Estado nacional articula el marco adecuado para su desarrollo y el ámbito local brinda el soporte para una interacción proactiva con las organizaciones sociales a fin de hacer posible un desarrollo integral de las comunidades.
América del sur necesita un desarrollo convergente que, respetando los estilos nacionales, promueva de manera simultánea una mejora de la calidad de vida de las poblaciones en el conjunto de los países, minimizando efectos negativos de los flujos migratorios que traen aparejados fenómenos como la ruptura del núcleo familiar y el desarraigo. Tras décadas de vaciamiento del Estado, hoy cobra fuerza el reconocimiento de la educación como un servicio público inalienable, tanto por su función socializadora como por su carácter estratégico en la formación de capital social y su potencial económico para la creación de mejores mercados de trabajo.
El desgarramiento del tejido social es el problema más urgente que representa el mayor desafío para la América del Sur. Porque su recuperación es determinante para la sustentabilidad del conjunto. Mejorar la distribución del ingreso en el sentido de la justicia social es el mayor desafío que se presenta a una América Latina en proceso de integración.
En este sentido, la complementación económica debe orientarse a establecer puentes sólidos entre las capacidades productivas de cada país, como base del desarrollo convergente que el proyecto de conformación del bloque exige. Las desigualdades del mercado sólo pueden corregirse con una mayor igualdad de los ciudadanos garantizada por un Estado que orienta su gestión con criterios reales de inclusión universal, asumiendo previamente la tarea de transformar nuestras democracias de baja intensidad en democracias militantes, con canales efectivos de participación del conjunto de la sociedad.
El ámbito regional es el contexto de realización de una ciudadanía plena ya que oficia de canal entre la ciudadanía nominal definida por el Estado nacional y una ciudadanía efectiva que se completa al ser ejercida en el ámbito local, donde tiene lugar la atención de las necesidades humanas, ya que es donde transcurre la vida de la gente.
Esto conlleva la necesidad de pensar el ámbito local en perspectiva regional, una tarea pendiente y urgente para núcleos urbanos como la Ciudad Autónoma de Buenos Aires que está llamada a operar una apertura para salir del autismo paranoico de sentirse una ciudad sitiada. Urge una reformulación que le permita trascender su fisonomía de Ciudad S.A. para integrarse con la Provincia de Buenos Aires en una región con responsabilidades e intereses comunes. Educación, salud, vivienda, seguridad en un estado de derecho. El reclamo se orienta en el sentido de las necesidades comunes que, siendo su atención atributo del Estado, fue abandonada en décadas pasadas a la fría ley de la oferta y la demanda.
No cabe duda que el camino que debe emprender la América del Sur es el de un desarrollo integrador. Porque como dijo alguien “no es cualquier desarrollo el que necesitamos”. Ni el desarrollo que provatice las ganancias para socializar los costos y estatizar las pérdidas. Ni el desarrollo de las partes a contramano del destino del todo. Sino un desarrollo signado por el mandato de la justicia social en una democracia plena con un modelo de inclusión universal, entendiendo el ejercicio de la ciudadanía como único medio para la recuperación del estado de derecho y con un objetivo compartido de alcanzar un standard de pobreza cero escalonada por objetivos intermedios (erradicación del analfabetismo, de enfermedades vinculadas con la pobreza, la informalidad laboral, etc.) concretables en el mediano plazo de manera que los resultados progresivos sean no sólo verificables sino también evidentes.
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