miércoles, 21 de marzo de 2007

Ciudadanía: La salida del infierno.

por Juan Escobar


La ciudadanía. El conjunto de individuos que ejercen su derecho a tener derechos. Pero también ese derecho a tener derechos. Eso que nos hace ciudadanos al vincular nuestra vida con el Estado nacional del país donde vivimos, en una doble vía por la cual nos reconoce y lo legitimamos.

La ciudadanía que es el núcleo de la democracia, su condición de posibilidad, sin la cual corre el riesgo de terminar girando en el vacío. Porque la participación activa de los ciudadanos define la intensidad de la democracia y la sustentabilidad del estado de derecho que es su razón de ser. Una ciudadanía que implica identidad, militancia, política, acciones orientadas al bien común. En definitiva, la única respuesta que podemos dar colectivamente a los problemas que nos aquejan.

Los argentinos emprendimos el camino que nos aleja del infierno de la exclusión social en el que nos sumergió el modelo neoliberal que subordinó la política a la economía y sumergió a más de la mitad de la población en el abismo de la marginalidad. Sabemos que es un largo camino el que tenemos por delante para dejar definitivamente en el pasado la página más oscura de nuestra historia y consolidarnos como un país en serio.

La normalidad tramposa que esgrime la derecha -cuando exige garantías absolutas sobre problemas que instaló entre nosotros ese modelo que ella misma impulsó desde siempre, de lo que Ricardo López Murphy es un claro ejemplo- no debe distraernos de la tarea pendiente o llamarnos a engaño. Lo que en realidad pretenden imponernos nuevamente, como si nada hubiera sucedido, es el país para pocos donde la inclusión vuelva a ser el privilegio de los sectores cuyos intereses representan. Porque toda normalidad tiene un carácter meramente estadístico. En los 90´, el neoliberalismo era el parámetro de la normalidad epocal. La normalidad responde a la tendencia dominante, a los parámetros establecidos por el poder real que a lo largo del siglo XX se constituyó como económico y global. Por el contrario, un país serio se reserva el derecho a la disidencia en el caso de que lo normal sea el camino al cementerio.

La derecha fragmentada por el fracaso de su modelo busca desesperadamente su recomposición para que la desesperación vuelva a estar del lado de las mayorías populares. Así coexisten distintos perfiles que intentan volver de ese pasado del que la sociedad argentina se esfuerza por dejar atrás. Los rostros de la derecha se articulan como las caras de un dado cargado que sólo beneficia al dueño.

Sea la cara del que invoca autoridad a partir de la desgracia personal –como en el caso de Blumberg y Bragagnolo- o la del presunto éxito de una supuesta eficacia en las lides del mercado que viene a personificar Macri, de quien no se conoce un aporte al bien común en correspondencia con su lugar en la escala social, eso que se conoce como responsabilidad social, más allá de su aparición en las secciones de ricos y famosos.

Sea la cara de una racionalidad mezquina que deja fuera todo lo que sea humano para mercantilizar nuestras vidas o aquella que apela a la iluminación divina para marcarnos el camino. Creemos que esta última merece un párrafo aparte, por la inexplicable repercusión que encuentra Elisa Carrió en la difusión mediática que, entre los infinitos colores, tiende a optar recurrentemente por el amarillo del sensacionalismo donde viene a encajar naturalmente su terrorismo chic, con intervenciones más propias de una mentalista, pero siempre augurando un futuro tenebroso con vocación de profecía a autocumplirse.


Política y pensamiento mágico: El caso Carrió
A esta altura de la historia sabemos que el delirio mesiánico no es compatible con la política. Porque cuando el delirio se mezcla en la política lo que genera es fundamentalismo. Lo que usualmente va ligado a la intolerancia.

Porque la religión es una construcción colectiva. La iglesia es la gente que cree, entre quienes se encuentran incluso los funcionarios de las organizaciones que se fueron institucionalizando en el fragor de la complejidad histórica.

Pero el político que invoca a Dios, como podemos ver en el caso Carrió, se establece en un nivel superior al del ciudadano común. No le habla de igual a igual. Invoca el principio de autoridad divina cuya interlocución lo unge por encima del resto, en un acto que tiene básicamente un defecto, más allá de su utilización para encubrir las numerosas aberraciones que presenta el encadenamiento lógico de su discurso. La falla a la que nos referimos consiste en el hecho fundamental de que la experiencia trascendente que invoca para autoproclamarse autoridad moral: no es empíricamente comprobable. Es más, al tratarse de una experiencia personalísima (no estamos hablando de experiencias como la de San Nicolás o tantas otras que inciden en la realidad en tanto que se socializan, en un pueblo que es profundamente creyente, y no que se politizan, precisamente), quedan fuera del alcance del juicio humano. Por la tanto puede parecer cuestionable pretender instrumentarlo políticamente con objetivos de posicionamiento personal.

Cuando un ciudadano, en la discusión, descalifica a otro ciudadano, la diferencia se dirime en la opinión pública y cada uno se queda con sus costos y beneficios, de acuerdo a cómo lo juzga la sociedad. Pero, como en el caso Carrió, cuando quien descalifica al adversario es alguien que dice hablar con Dios, esto se parece más a una escena de La Profecía que a un debate político. Porque no hay discusión posible. Es la pretensión de un discurso político que aparece como sucedáneo de la palabra de Dios. Que aún puede parecerlo pero que no lo es. Que dista tanto de serlo, como diría René Guènon, como el simio del ser humano.

Es pero no es. Es como si. Pero no es real. No tiene entidad sino por el cambio que genere en la realidad. Pero tampoco hay que esperar demasiado, porque de lo que se trata es de un despliegue mediático antes que de una propuesta que quiera participar constructiva y seriamente en la política de reconstrucción que precisa este momento en este país, ya que sólo cobra entidad a partir de apariciones televisivas, con predicciones de catástrofes y futuros inquietantes que le hablan al miedo que se inoculó a la sociedad sistemáticamente a partir de la última dictadura. Con acusaciones de fascismo que pasan por alto el detalle de que todo régimen de esa naturaleza se caracteriza por la imposibilidad de que esos cuestionamientos lleguen a difundirse en la opinión pública.

Lo sobrenatural, en política, en el mejor de los casos, suele asociarse frecuentemente con el chamuyo. Y el chamuyo no es la persuasión. Es la utilización de argumentos falsos para la consecución de un interés personal. Una estrategia de conquista que, al dejar afuera al otro del verdadero sentido de la acción, lo victimiza, lo engaña y en definitiva lo estafa en su buena fe. En el peor de los casos puede parecer algo así como un nuevo retorno de los brujos y la incursión de los brujos en la política tampoco nos traen buenos recuerdos.

Nuestra democracia necesita de nuestra racionalidad. Pero como dice Oscar Castellucci, no de la racionalidad establecida por el individualismo cerrado, que desconoce que los derechos individuales sólo se pueden garantizar a través de la acción colectiva, es decir, política.

Ese individualismo que llega a desconocer el carácter gregario de los seres humanos, su naturaleza social, y porque también sus necesidades se atienden con mayor eficacia no en estado de aislamiento, cuando está apartado de la sociedad y es meramente individuo, sino justamente cuando está integrado en una comunidad.

No, entonces, la racionalidad del individualismo de raíz liberal que se radicalizó aún más con los neoliberales, soldados de un mercado totalitario que tiende naturalmente a generar concentración económica y exclusión social. Un mercado que no acepta y es hostil a la existencia misma del Estado.

Pero es natural que el bien común resulte irritante para el interés particular. Porque le recuerda su responsabilidad para con quienes forma parte de la misma comunidad. Así, la demonización de la política es una típica acción de las fuerzas dominantes del mercado, que ven acotada su libertad de concentrar riquezas a cualquier costo.

El estado de derecho es una construcción colectiva, una relación dialógica entre el Estado que establece las pautas de convivencia y las reglas de juego en contrapunto con la acción de los ciudadanos, que ejercen sus derechos de manera constructiva en el marco del bien común que hace a la continuidad del contrato social que hace a la sustentabilidad del conjunto nacional.

La última dictadura.
El Estado de derecho comenzó a desmoronarse sistemáticamente entre nosotros a partir de la desarticulación del derecho laboral, por tratarse del ámbito de protección legal que abarcaba a la mayor parte de la población, y por su incidencia determinante en la calidad de vida de las mayorías.

El andamiaje del derecho laboral en Argentina, que comenzó a construirse a partir de algunos esfuerzos solitarios, entre los que descolló la figura de Alfredo Palacios, alcanzó escala industrial con el advenimiento del movimiento nacional encarnado por el peronismo, desde la legalización del sindicalismo hasta la consagración de los derechos sociales para el conjunto de la población.

La legislación. Pero fundamentalmente un Estado Nacional que se convirtió en una fábrica de organizaciones sociales autónomas, orientadas a la defensa de los derechos adquiridos. Ámbitos sociales para el ejercicio de la ciudadanía.

La negociación colectiva, en ese contexto, rápidamente fue corrigiendo la distribución del ingreso, de forma gradual hasta alcanzar un cierto equilibrio los factores de la producción, es decir entre quienes aportan el trabajo y quienes aportan el capital. Esta distribución equitativa es lo que se definió como justicia social.

Pero esa distribución por mitades no se ajustaba al esquema de un capitalismo que ya se proponía cubrir el mundo.

La última dictadura fue planificada con una fría voluntad de solución final, con el objeto de sacrificar un país con una identidad signada por el mandato de autodeterminación, para ofrendarlo al poder económico transnacional en un proceso de globalización compulsiva.

In situ: el ámbito local.
Ya en la nueva etapa que nos encontramos transitando, el drástico descenso de la proporción de argentinos en niveles de pobreza, de tres años a esta parte, da cuenta de la acción de un Estado nacional orientado a las necesidades de la población.

En la vereda de enfrente del Estado nacional nos encontramos con una oposición que no da muestras de iniciativa política queda confinada al campo de la reacción, oscilando en su oscilación de reconocerse como reactiva o asumirse como reaccionaria. Pero siempre resulta ser parasitaria a la iniciativa y las realizaciones del otro, de quien se constituye únicamente como negación. La bipolaridad entre el Estado y la oposición es un avance, sin embargo, comparado con la fragmentación de las partes contra el todo que nos llevó al borde de la disolución nacional.

La alternancia en democracia es una posibilidad siempre abierta, pero no necesariamente una obligación ineludible para que sea tal, ya que está supeditada a la voluntad de las mayorías y a su conformidad con las proyecciones futuras del proyecto en curso.
La democracia se realiza en el ámbito local, se corporiza en la vida cotidiana de las poblaciones y se legitima por la atención de sus necesidades. Porque los acuciantes problemas sociales sólo pueden encontrar solución efectiva a partir del ámbito local, que es el lugar donde vive la gente, donde demandan atención sus necesidades.

Por eso es en el ámbito local donde se ejerce efectivamente la ciudadanía, aunque se halle garantizada por la existencia y la acción de un Estado nacional. La base de la unidad nacional es la universalización de la ciudadanía en un modelo de inclusión universal que implica la igualdad ante la ley como pauta de convivencia social.

El Estado nacional representa al conjunto pero es ocioso pretender una presencia material y continua en cada punto del territorio. El Estado, en cada una de sus instancias, es la herramienta de unificación, de construcción de la comunidad que surge de la convivencia de los individuos y sus conformaciones gregarias en territorios delimitados políticamente.

Es preciso por eso avanzar hacia un modelo municipal de desarrollo local con justicia social, articulado regionalmente, con un criterio de complementariedad. Esto implica la difusión una acción política centrada en las necesidades cotidianas. Esta gestión del día a día debe nutrirse de las experiencias que surgen en cada espacio comunitario, para replicarlos en la medida que lo exige la recuperación de una calidad de vida digna para todos, en la escala necesaria para cumplir con este desafío de reconstrucción nacional en el tiempo real donde transcurre la vida de las personas de carne y hueso que habitan nuestro territorio.

(Publicado en la Revista Actitud, en octubre de 2006)

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