miércoles, 21 de marzo de 2007

Apuntes sobre trabajo, política y necesidad de un nuevo pensamiento.

Juan Escobar

...el futuro llegó, hace rato...
...todo un palo, ya lo ves...
...veámoslo un poco con tus ojos...
...el futuro, ya llegó...
Patricio Rey

Ajustando la lente.
No podemos decir que no nos avisaron. Era algo que se veía venir. Como una tormenta. Los “futurólogos” norteamericanos y europeos, de la familia de Toffler o Drucker, vienen hablando hace rato de las transformaciones previstas para estos tiempos. Pero lo decían en otros tiempos en los que, por diversas razones, no nos merecían demasiada confianza. Cuando de lo que se trata es de cambiar la vida, o de salvarla, o meramente de sobrevivir, no ha parecido importante abrevar en fuentes que bien podían ser interpretadas como de patoterismo imperial.


Es que en este siglo, y a nivel global, las teorías conspirativas de la historia se han parecido algunas veces a la realidad, particularmente a partir de la Guerra Fría que dirimió la segunda guerra mundial entre los antiguos aliados y finalizó con la disolución de la Unión Soviética.

La evolución de la experiencia soviética hacia el autoritarismo burocrático y su posterior derrumbe festejado por occidente, al parecer fue suficiente para decretar un supuesto vencedor indiscutible. El fin de la bipolaridad derrumbó muchos muros desde el punto de vista capitalista.

Más que regímenes políticos, los que disputaban eran dos modelos económicos. Ahora, al capitalismo sólo le restaba tomar la decisión de globalizarse. Pero esa era una decisión que había sido tomada hace tiempo.

En el contexto internacional, tras la “caída de los grandes relatos” totalizadores, con la pregonada “muerte de las ideologías”, la economía ha sido tomada por asalto por el Capitalismo, al punto de llegar a confundirse una con el otro.


Pero, paradójicamente, la transnacionalización y la concentración de capital ha logrado el declive del “gran sueño americano” y el Imperio tampoco es ya lo que era. Basta compararlo con los años de la política del garrote, las operaciones negras de la Cía y sus últimos estertores en tiempos de Reagan. La Guerra del Golfo, definida por un filósofo francés como primera confrontación virtual, fue prácticamente un holograma comparada con Viet Nam.

Tiempos en que el Imperio oficiaba de gendarme y tras sus bayonetas llegaban las grandes empresas que todavía se decían norteamericanas. Pero una vez más se hizo realidad lo que había pasado entre nosotros cuando los comerciantes ingleses consiguieron lo que no habían podido los soldados de 1806 y 1807.

Gracias al respaldo militar, las empresas se fueron transformando en corporaciones que se podían asentar en cualquier parte del mundo; al punto de no reconocer otra bandera que la de la compañía. En los años ochenta, el presidente de Nestlé ya tenía expresiones como ésta: “Dicen que Nestlé es una empresa multinacional. Eso significaría que tenemos muchas banderas. Y no es cierto; sólo tenemos la bandera de Nestlé.”

El florecimiento del capitalismo japonés terminó de complicar las cosas. Se trataba de otro país de vocación imperial, que tras la segunda guerra mundial fue impedido de contar con un ejército y el samurai tuvo que continuar la guerra por otros medios. Las consecuencias materiales y humanas de dos bombas atómicas no le dejó otra alternativa que el campo de la economía.

A la larga, los dineros del Plan Marshall volvieron a Estados Unidos en la compra de paquetes accionarios de las empresas que habían sido su motivo de orgullo, al tiempo que muchos grandes inversionistas de ese país adquirían parte de las empresas japonesas.

La conducta volátil de las grandes corporaciones, siempre buscando paraísos fiscales y mayores posibilidades de explotación de la mano de obra, ha llevado a decir a un ex Secretario de Trabajo de Clinton que en definitiva, las economías nacionales sólo pueden contar con la gente que vive y trabaja en el territorio del país.

Porque las empresas, fieles a su filosofía de embolsar las ganancias y compartir las pérdidas, serían la personificación de lo que nosotros conocemos como “pan para hoy y hambre para mañana”.

Las palabras de Robert Reich no constituyen para nosotros una novedad. Conocemos en carne propia las bondades del capitalismo salvaje, lo que reafirmó la convicción de que el Estado necesariamente debe participar en la economía, como una forma de resguardar los intereses de quienes lo sostienen y le dan legitimidad.

Lo que desde el capitalismo de los mercados libres se señala como intervencionismo, proteccionismo, paternalismo, distribucionismo, economías cerradas, son modalidades de esta idea del Estado que se opone a la libertad del lobo en el gallinero. Modalidades que, por cierto, hoy gozan del descrédito de haber fracasado aparentemente por obra de su propia inviabilidad económica. Como si el hecho de no haber dado con los medios adecuados (y políticamente viables) descalifique, sin más, los objetivos.

Hoy, las nuevas tecnologías aplicadas a la comunicación han producido una proliferación de los discursos. La diferencia del neoliberalismo es que los ha sabido ordenar, clasificar y desechar de acuerdo a su funcionalidad, en la medida que son útiles o no a sus fines. El pensamiento único se convierte en hegemónico, más que por sus contenidos, por los mecanismos de incorporación que ha sabido establecer. No nos faltan elementos para un nuevo pensamiento. Más bien sobran por todos lados. Lo que es necesario articular es el conjunto de premisas básicas que ordenen nuestras lecturas de la realidad, saber diferenciar entre lo que es funcional a la materialización de nuestros principios, a la realización efectiva de la utopía social que nos propongamos construir.


De cómo el trabajo pasó a ser un problema.
Estamos asistiendo al fin de un proceso que se inició con la Revolución Industrial y se perfeccionó con el fordismo y su línea de producción. La máquina irrumpió en el escenario laboral para quedarse.

Los distintos aspectos de la evolución tecnológica, como son la electrónica, la informática, la robótica, inciden en los ambientes laborales con una fuerza considerable desde los 70 y en la presente década adquirió una velocidad en su desenvolvimiento que hace difícil la actualización de los conocimientos necesarios para permanecer dentro del mercado de trabajo.

La automatización ha ido desplazando paulatinamente la mano de obra “menos calificada” de acuerdo al esquema jerárquico de la explotación. La expulsión del trabajador del sistema es un fenómeno sobre el cual se ha escrito mucho en estos días. La máquina realiza cada vez más operaciones que eran antes confiadas a los trabajadores, y estos son reemplazados por una cantidad crecientemente menor de otros con las nuevas capacidades que exige el sistema.

Y si es difícil la conservación del trabajo, no lo es menos el ingreso a la actividad productiva. Sea para el trabajador que necesita reinsertarse, o bien para los que buscan su primer trabajo.
Cuando la oferta crece, la demanda decae. Es una de las leyes fundamentales de la economía capitalista. El trabajo, que era un derecho del ciudadano, ha pasado a ser una suerte de privilegio. Que se paga caro, por cierto. Con el debilitamiento gremial que produce la desocupación, la precarización de las condiciones de trabajo es una realidad que nos alcanza a todos.

La desocupación no es culpa de los trabajadores, pero no sería la primera vez que las organizaciones gremiales asuman una parte de la responsabilidad que le posibilita su iniciativa en acción. Ahí está el ejemplo de la capacitación, que significa una verdadera revolución silenciosa en la cultura de los trabajadores. Es que el sindicalismo conserva el papel de verdadera columna vertebral del compromiso social. Hay toda una experiencia histórica de luchas que lo avala. Y de allí la importancia de todo puente tendido al conjunto de la sociedad.


Marcando el territorio.
Nuestro campo de acción, en principio, está acotado a lo inmediato. La fragmentación del cuerpo social nos ha diseminado en pequeñas identidades no siempre comunicadas entre sí. Lo cual es más evidente entre los jóvenes, por su masivo nivel de despolitización, agrupados en torno de banderías tribales, diversas y múltiples, generalmente relacionadas con tendencias musicales, con el mundo del deporte u otros fenómenos de consumo.

Nuestro punto de partida es la sociedad, desde el momento que nos situamos en un “afuera” de los poderes hegemónicos, que asumimos como propia toda una tradición de luchas por la autodeterminación, frente a intereses que obtienen su provecho sobre la base de la concentración de capital en menoscabo del bienestar de las mayorías.

La idea de sociedad es, en principio, eminentemente política. Engloba una totalidad, como decíamos, un conjunto. Limitado y diferenciado del resto. En este sentido, en una primera instancia, se trata de un resto que está conformado por la comunidad internacional. Lo que establece un “[nosotros]” y un “[ellos]”. Es el ámbito de incumbencia del sistema político nacional, establecido en un territorio también delimitado. El nuevo pensamiento será necesariamente un pensar desde nosotros.

Un nuevo pensamiento, si se quiere, nacional por su punto de partida. Porque su potencial se nutre de la lectura de un pasado en común. Una historia donde han sido frecuentes las manifestaciones de una voluntad de autodeterminación, progreso y justicia, que se expresaron en las más diversas prácticas. El nuevo pensamiento se encuentra con la exigencia de ser operativo, de constituirse en una caja de herramientas donde la experiencia sea interpretada de forma que, dejando de lado lo referente a su estricto contexto histórico, rescate aquello que no ha perdido vigencia.


Una nueva forma de identidad.
Las más grandes empresas han devenido corporaciones en el marco propicio del capitalismo, que por su carácter sustancialmente económico ha sobrevivido a toda clase de gobierno político que ha sido permeable a su influencia. Gobiernos que han operado conjuntamente como factor de presión sobre aquellos que planteaban otras alternativas.
Es que el capitalismo es en su esencia transnacional; porque las transacciones comerciales funcionan en un plano de la realidad que se desentiende de cuestiones que no se relacionan con su mecánica de forma inherente.

Su finalidad es el lucro y sólo a partir de la aceptación de este punto de partida se relacionará con la política para conseguir mayores beneficios destinados a sus actores principales, y se relacionará con la sociedad en cuanto permanente fuente de recursos que alimenta al sistema. Y lo que persigue el capitalismo es la hegemonía de las relaciones comerciales, que se sustenta en una dinámica del consumo.

Pero esto no quiere decir que el capitalismo como sujeto de la economía constituya una operatoria neutra, sin una concepción del mundo que la sustente. Para toda transacción comercial es imprescindible la existencia de un interés. Los valores morales pasan entonces a ser prejuicios. Salvo que estos principios le sean funcionales, como es el caso del puritanismo anglosajón en los inicios del capitalismo moderno.

El capitalismo hace especial hincapié en el individualismo, porque desde el punto de vista comercial, la solidaridad hace que intervengan otros tipos de relación que no están signadas por la circulación de capitales. Esta pretensión hegemónica es la causa de la paulatina instalación del consumidor (que define a la persona por su lugar en la dinámica comercial) como una nueva forma de ciudadanía, ya que la capacidad de consumo determina cada vez más la incorporación o la exclusión social.

Podría decirse que el capitalismo se expande por contaminación, generando esas nuevas formas de identidad, de ciudadanía. El ejemplo más claro es lo que ha hecho con la ideología, cuyo invento más reciente (aunque no menos viejo en sus planteos) es el neoliberalismo, que no hace más que justificar lo que alguien ha llamado “afán desmedido de lucro”. Lo hace con la política, mediante la corrupción, estableciendo relaciones comerciales espúreas donde se negocia la traición al mandato ciudadano. Lo hace con la dinámica social, a partir de la difusión del consumismo, generando paraísos virtuales de la novedad, tras la cual todos estamos invitados a correr.

Hoy la publicidad es parte de nuestra vida cotidiana. En su incansable misión cuantificadora, el marketing atiende a las tendencias y se orienta diariamente a públicos nuevos. Se dirigen de una u otra manera a nosotros, quienes integramos los públicos, muchas veces sin tener conciencia de ello.

Pero hay que distinguir entre los elementos contaminantes y aquellos que hacen a la eficacia de su desarrollo interno; para recuperar estos últimos y utilizarlos para contrarrestar su avance con las mismas armas.

Tenemos el ejemplo que ha dado Gramsci en su reinterpretación de Maquiavelo, estigmatizado como cínico a lo largo de varios siglos, hasta instalarse en el habla cotidiana del sentido común como la antítesis de lo ético, especie de ogro de la teoría política.
En su obra más conocida, brinda una serie de consejos al Príncipe, acerca de la forma en que se toma y se conserva el poder. Lo que plantea Gramsci es la redefinición del lugar del Príncipe, obviando las posibles connotaciones negativas del contenido de la obra, centrando el abordaje a las cuestiones utilitarias, desde una perspectiva popular.


Enriquecer la sociedad.
Particularmente porque es fundamental para revitalizar los mecanismos democráticos en tiempos donde se han debilitado los lazos que unen a la sociedad con el sistema político que debe atender a sus necesidades. Un sistema que se corporiza en el Estado, integrado por los miembros de la comunidad que han sido elegidos para tal fin.

Un Estado que ha llegado al punto culminante de las transformaciones exigidas por quienes marcan el ritmo de la época. Un Estado reducido a su mínima expresión. Con una clase política que no ha sabido establecer los vínculos necesarios para interactuar efectivamente con la sociedad. Una clara muestra de esto es el creciente ausentismo en elecciones obligatorias, donde se abstienen de votar seis millones de sufragantes en un país de poco más de treinta millones de habitantes y con tendencia al incremento.


Los recursos con que contamos.
Hoy, la iniciativa de la sociedad se organiza, aunque aún tímidamente, para la defensa de intereses en particular, desde el cuidado del medio ambiente, o la lucha contra la discriminación, hasta los derechos de las personas con discapacidad y las asociaciones para la defensa del consumidor.

Hay razones históricas, conocidas por todos, para que las organizaciones de la sociedad se encuentren por debajo de su potencial de protagonismo, porque en gran medida somos lo que nos ha tocado vivir. La discontinuidad de la democracia como forma de gobierno ha coartado intencionalmente nuestra evolución social.

Las sucesivas dictaduras que ha sufrido nuestro país a lo largo de este siglo, y particularmente la última, han tenido por objeto incrementar la concentración económica y establecer las condiciones de posibilidad para un capitalismo sin condicionamientos, para lo cual se intentó exterminar cualquier foco de posible resistencia.

Una de las manifestaciones fundamentales del progreso social en nuestro país ha sido el alto grado de organización alcanzado por los trabajadores, que de manera inédita comenzaron a gravitar en la escena política al punto de ser el primer país en incorporar agregados obreros a su diplomacia.

Pero esto que había sido la culminación de una serie de luchas en defensa de derechos que comenzaron a ser reconocidos a partir de 1944, fue también motivo de los siguientes golpes de estado. No olvidemos los asaltos a los sindicatos a manos de los comandos civiles en 1955 o los tanques del ejército en las fábricas a partir de marzo de 1976. Tampoco olvidemos que la cuenta regresiva que abriría las puertas a la última dictadura fue la puesta en vigencia de la Ley de Contrato de Trabajo, que según las voces del Capitalismo autóctono provocaría la “sovietización” de la Argentina. Prueba del odio que despertó esta ley que no hacía sino reconocer expresamente derechos asimilados en la práctica cotidiana del trabajo, fue el destino que tuvo su autor, un abogado laboralista, muerto a golpes camino a Mar del Plata en abril de 1976.

El reconocimiento legal de los derechos sociales ha sido uno de los caminos más transitados por los trabajadores. Una de cuyas mayores expresiones puede ser la reforma constitucional de 1949, al punto que en 1957 no se pudo volver al texto anterior sin incorporar un tímido artículo 14 bis, al cual sin embargo no dudan en presentar como un avance impresionante. Pensar en términos de ley, fue lo que dio origen a los tan vapuleados estatutos profesionales que, en su momento establecieron pisos de dignidad para numerosas actividades productivas.
Pero el sindicalismo no ha sido una experiencia aislada. Han sido también de la partida tanto el cooperativismo como las asociaciones vecinales; las organizaciones de estudiantes, los colegios profesionales; las conocidas en su momento como organizaciones libres del pueblo que han devenido en las ON'Gs actuales. Todo lo que podríamos englobar en el término de iniciativa social, lo que suele denominarse vagamente como tercer sector. Un ámbito que tiene en su haber una experiencia y una historia que no puede pasarse por alto.


Las palabras y las cosas
El pensamiento único convierte el potencial alternativo en posibilismo resignado. Pero hay un riesgo que no podemos correr. Es el de oponer como alternativa un nuevo pensamiento único. El de enfrentar esta hegemonía con un nuevo absoluto.

Por eso el nuevo pensamiento no puede ser un pensamiento cerrado. No venimos a afirmar una verdad alternativa a la verdad hegemónica. Venimos a decir que la verdad puede tener manifestaciones parciales, plurales, incluso fragmentarias, pero unidas por un proyecto común, recuperando la voluntad de autodeterminación que se ha manifestado a lo largo de nuestra historia.

También es posible la democracia en el ámbito del pensamiento, siempre que se pueda ir tejiendo el consenso necesario alrededor de los objetivos comunes. En este contexto, el debate y el disenso ideológico no sólo es deseable, sino una necesidad objetiva para expresar una realidad del campo popular signada por la fragmentación y la multiplicidad.

Porque toda unidad ideológica genera sus tradiciones y sus gendarmes, por lo cual termina operando como factor de exclusión que de incorporación y hace más probable la construcción de prolijos discursos de capilla que la articulación de un movimiento que contenga la mayor diversidad de expresiones de la sociedad. En este punto, sólo el trabajo en común puede unir las diferencias, aprovechando el potencial creativo que surge del intercambio.

Nuestra identidad en este fin de siglo se presenta como plural. Y de este reconocimiento debe partir una práctica de respeto por las diferencias que ayude a construir a partir de esa diversidad. Porque si la realidad no es unívoca, tampoco pueden serlo los medios para transformarla. Básicamente para dar cauce a ese potencial creativo, generando un pensamiento estratégico de participación.

Poniendo a prueba nuestra capacidad de generar nuevos ámbitos de fuerte pertenencia, articulando consensos amplios que operen como contención a partir de acciones concretas de acumulación de capital social. Capital social que se expresa en poder comunitario, en capacidad legislativa desde la sociedad y atendiendo las necesidades reales de la población.

Porque de lo que se trata en realidad es de la vida de la gente. Los tres ejes planteados (la política, el trabajo y el nuevo pensamiento) se orientan necesariamente hacia lo que podríamos sintetizar como una mejor calidad de vida para la sociedad en su conjunto. Como en el poema de Gelman: “para que peones maestros hacheros coman mejor vivan mejor”.

Para esto es esencial potenciar la iniciativa, recrear el compromiso y multiplicar la organización de carácter popular, libre, y democrática de nuestra sociedad.

La factoría próspera es una ilusión gastada que ya no nos pueden ofrecer como modelo. Siempre queda el camino de la autodeterminación. Una elección que puede ser el homenaje más constructivo a todos aquellos que dieron su vida por esta causa.
(Octubre de 1998)

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