Con el siglo XXI por delante, los argentinos se enfrentan al desafío de saldar cuentas con su historia. Una historia que si se caracterizó en algo fue por las cuentas pendientes que, de tramo en tramo, se fueron sedimentando en capas geológicas. Esas tensiones, esas confrontaciones, esas contradicciones, esas divisiones, constituyen una constante en esa historia, que es necesario asumir en su conjunto como pasado común. Esto es, asumirla como propia y asumirla como conflicto. Como una pregunta que nunca tendrá una respuesta definitiva. Porque nuestra historia presenta una complejidad que no puede reducirse a la acción de individuos, sino a la acción misma del cuerpo social. Un campo donde si se quiere ver, no se puede mirar la historia con el microscopio de la noticia.
El peronismo en cuestión
Alguna vez dijo Borges que en general a los hombres no les ha tocado buenos tiempos para vivir. Los siglos que transitó la historia argentina no parecen ser la excepción. El siglo XIX fue el campo donde dos tendencias nacidas en Europa comenzarían a desplegar su vocación universalista en la política y en la economía. La Revolución Industrial inglesa –funcional a su modelo de imperio comercial- y la Revolución Francesa con sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad, confluyeron en el propósito de occidentalización del mundo con centro en Europa. Ambas cuestiones repercutieron decisivamente en estas tierras, tanto en las ideas como en los hechos. Tanto en las convicciones como en los intereses. La voluntad de autodeterminación nacional se enfrentaría con las presiones para convertir al país en una colonia servil del poder económico emergente. Este conflicto se convertiría en la pesada herencia que signaría el devenir argentino a lo largo del siglo XX al que se le incorporarían sus elementos propios. Donde la idea de revolución marcaría a fuego el siglo a lo largo del cual emergió la variante norteamericana del proyecto imperial de occidente.
La Argentina oligárquica encarnada por la Generación de 1880 creyó poner la casa en orden alineada con los intereses británicos. Hasta hubo un Mitre que se encargó de peinar la historia, novelándola, reservándose –como el que parte y reparte- su propio pedestal entre los próceres. Después vino el revisionismo rosista enmendándole la plana y las páginas interiores, aguándole la fiesta imaginaria. Pero antes, la inmigración y la ley Sáenz Peña, dieron a luz al yrigoyenismo, que hizo fruncir de preocupación a la pretendida aristocracia local. La reacción no se hizo esperar y la vuelta quedó marcada como la década infame por la manera salvaje que se encadenó nuevamente el país a los intereses extranjeros. Entretanto, las ideas revolucionarias traídas por los inmigrantes continuaban haciéndose un lugar –a pesar de las continuas persecuciones- entre los trabajadores explotados y un grupo de hombres del pensamiento nacional creaba la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina, conocida simplemente como FORJA.
De ese magma caótico emergería el peronismo. Y nada volvería a ser como antes.
Enrique Silberstein sostenía –en su libro “¿Por qué Perón sigue siendo Perón?”– que la “economía peronista propiamente dicha, la que todavía le da vigencia a Perón, nace en junio de 1943 y se extiende durante todo el año 1944 y 1945”. Es decir, durante su gestión a cargo de la Dirección Nacional de Trabajo primero y luego transformándola en la Secretaría de Trabajo y Previsión. Una política económica que entrañó la verdadera revolución del peronismo, esa que tuvo su legitimación en el 17 de octubre de 1945, que daría lugar a una nueva etapa.
Esa revolución inicial que dio origen al peronismo como fenómeno masivo es de carácter económico y refiere a la distribución del ingreso de manera equitativa entre los factores de la producción, los que aportan el trabajo y los que aportan el capital. Una distribución equitativa de la riqueza que se sintetizó en la bandera de la justicia social. No fue el peronismo clásico el primero en enarbolarla. Fue el primero en hacerla realidad en los números. Y en la vida de millones de argentinos. Garantizando desde el Estado la “seguridad jurídica” de los trabajadores. Ejerciendo una efectiva regulación política del mercado laboral en términos de equidad. El consumo interno aumentó en un 20% en ese breve período, como reflejo del aumento sostenido del poder adquisitivo de un importante sector de la población. La distribución del ingreso se equilibró en casi mitades y esto se sostuvo aún derrocado el gobierno peronista y durante su proscripción. Al punto que fue necesaria la última dictadura y el terrorismo de estado para iniciar un reformateo de la distribución en un proceso continuo que insumió el último cuarto del siglo XX y que al momento de eclosionar en diciembre del 2001 había llegado a reducir la participación de los trabajadores a un 14%, del 48% de entonces.
Las tres banderas históricas sintetizaron la fisonomía de ese peronismo clásico, de matriz industrial, que constituye la figura del trabajador como sujeto histórico, se completaban en una independencia económica entendida como autodeterminación respecto del interés ajeno al país (el Fondo Monetario Internacional fue creado en 1944, pero Argentina sólo se incorporó tras el derrocamiento de Perón ya que lo consideraba “un nuevo engendro putativo del imperialismo” yanqui) y una soberanía política que implicaba la presencia de un Estado alineado con los intereses nacionales y con una fuerte presencia como regulador de las relaciones sociales, especialmente las económicas.
Con el impulso de un Estado orientado al Bienestar, la calidad de vida de la población se incrementó notablemente. Estableció así una marca de agua, como sucede en las inundaciones, que permanece aún cuando bajen las aguas.
“‘Le voy a hacer una pregunta, m´hijo. ¿Cuánto tiempo cree que se necesita para contar de 1 hasta 75.000?’ Dudo un minuto. ‘No sé general. Quizás un día o más…’ respondo. ‘Pues fíjese: durante mi gobierno se hicieron en la Argentina nada más ni nada menos que 75.000 obras públicas. Piense que para contarlas nomás, se necesita ese tiempo que usted dice…’ Realmente era para callar y pasar a otro tema”. (Esteban Peicovich: “Hola Perón”).
Hasta que llegó la Revolución Fusiladora.
El camino del terror.
El terrorismo de Estado en la Argentina –en la etapa preparatoria de la dictadura del 76- se inicia en 1955 y su finalidad es el exterminio del peronismo para retrotraer la situación a la etapa previa a su aparición. Tras el mascarón católico de Lonardi, fueron Aramburu y Rojas quienes lo pusieron en marcha. Pero no trascendía la manifestación improvisada de un odio gorila exacerbado; con todo, ya sangriento y criminal, desde el Estado.
La institucionalización del terrorismo de Estado llegaría con el golpe de Onganía, un aventajado alumno de la Escuela de las Américas, donde el gobierno estadounidense adiestraba militares latinoamericanos en técnicas de contrainsurgencia, métodos de interrogatorio y tortura, moldeándolos de manera conveniente para la primacía del norte. Con el golpe de Onganía, la Doctrina de la Seguridad Nacional –en su variante colonial para uso nostro- se institucionalizó como ideología oficial del estamento militar argentino.
A su sombra, la ultraderecha nativa cobraría nuevos bríos y llegaría a ligarse fuertemente con referentes internacionales. El país comenzaba a organizarse como un campo de concentración. Una construcción que no cesó con la caída de Onganía sino que continuó hasta ponerse a punto. Es bueno leer “Ezeiza” de Verbitsky para darse una idea clara de la situación en el país en el momento del regreso de Perón. Tras ocho años de instalación, el Estado burocrático autoritario estaba listo para desplegar todo su potencial. Al parecer, esto no sería posible mientras Perón viviera.
Había que esperar entonces hasta la muerte de Perón para poner en marcha su maquinaria letal en pos de una solución final que implicara la sumisión nacional haciendo posible una incorporación al nuevo orden económico mundial –donde pesan más los intereses de las corporaciones que los intereses de las naciones- en un proceso de globalización compulsiva a través de una violencia sistemática impulsada desde el propio Estado.
La breve recuperación democrática que se abre en 1973 fue apenas un paréntesis –por no decir una trampa- en el proceso que se venía dando en las fuerzas armadas desde 1966 y que habían llegado a un punto que sólo restaba esperar la muerte de Perón para desembocar en la solución final.
Con la muerte de Perón se inicia un período de deterioro institucional del peronismo. A partir de ese momento todo parece confluir hacia el golpe de estado. La conspiración en las fuerzas armadas y de seguridad es un secreto a voces que día a día crece en intensidad. Argentina vivía la crónica de una muerte anunciada. Muchos políticos jugaron abiertamente al golpe y se beneficiaron luego con nombramientos. En la recta final gran parte de la prensa jugó un papel determinante en la opinión pública. Pero tras el 24 de marzo de 1976 se abrirían de par en par las puertas del infierno y la Argentina comenzaría a transitar por las páginas más siniestras de su historia, para instaurar un modelo económico de vaciamiento y devastación.
Del peronismo al pejotismo
El partido justicialista fue concebido desde el inicio como una herramienta, básicamente electoral, cuya función era la de articular un frente plural, para llevar adelante una acción de gobierno. Un medio, que tras la muerte de Perón paulatinamente se fue desvirtuando hasta convertirse en un fin en sí mismo, en el “sello oficial del peronismo”. La lucha por el sello implica confundir medios con fines; como suele decirse, poner el carro delante de los caballos, en un tránsito de jibarización que llevaría al peronismo rumbo al “pejotismo”.
La idea de revolución en Perón era de raíz histórica y se encontraba fuertemente ligada a la idea de evolución. En esta perspectiva las instituciones –entendidas como medios, como herramientas- de la comunidad reconocían un anclaje histórico; respondían a las necesidades de un momento histórico determinado, en el que se fijaban. La revolución implicaba la adaptación de las formas de organización a la evolución natural de la comunidad y la perfectibilidad de las necesidades. Revolución, así, implica la adaptación de las instituciones de manera que atiendan efectivamente las necesidades del presente.
“Las doctrinas no son eternas sino en sus grandes principios, pero es necesario ir adaptándolas a los tiempos, al progreso y a las necesidades. Y ello influye en la propia doctrina, porque una verdad que hoy nos parece incontrovertible, quizá dentro de pocos años resulte una cosa totalmente fuera de lugar, fuera de tiempo y fuera de circunstancias. (…) Una doctrina hoy excelente puede resultar un anacronismo dentro de pocos años, a fuerza de no evolucionar y de no adaptarse a las nuevas necesidades”. (Perón: “Conducción política”).
Esto último es lo que pasó. La tarea consistía en discernir lo esencial de lo accesorio, para adaptar las estructuras partidarias sin perder identidad. No siempre se pudo, no siempre se supo, no siempre se quiso. Esto redundó en una diáspora incesante que lo convirtió en una constelación de fragmentos alternativamente contradictorios y complementarios, donde la lealtad comenzó a confundirse con intrascendentes códigos internos.
La pérdida de identidad –a fuerza de adaptaciones a veces más papistas que el papa–, no fue un tema menor. Porque la cuestión de la identidad se encuentra íntimamente ligada al peronismo, a su impacto y su impronta en la vida de los argentinos.
El peronismo continúa siendo una cuestión personal para millones de argentinos. Un tema por el que se sienten interpelados. Una cuestión en la que muchos continúan definiéndose, en un sentido amplio, sea a favor o en contra. Reaccionando ante cada ofensa o reivindicación. Porque incidió fuertemente en la configuración de la identidad tanto de quienes abrazaron sus banderas con fervor militante, como de quienes lo odiaron con una intensidad incluso mayor.
La identidad peronista intentó refugiarse en la liturgia y en los símbolos proscriptos por el gorilismo fundacional. Pero toda tradición genera sus gendarmes; guardianes que so pretexto de preservarla la confinan a un pasado mítico para convertirse en los administradores de la identidad que se nutre de ella. Una administración muchas veces fraudulenta que utilizó la simbología peronista para llevar adelante políticas claramente contradictorias con el peronismo clásico, en la convicción tramposa que alcanzaba con poner la foto de Perón y Evita en la boleta para ganar elecciones.
Si peronistas son todos, en un sentido o en otro, esto acarrea las dificultades de una definición que no define. Los principios básicos del peronismo clásico dejaron de ser un monopolio de quienes se dicen peronistas, para constituirse en una demanda mayoritaria de la sociedad. Sería tiempo entonces de reparar en la diferencia entre el peronismo declamado y el peronismo efectivo. Porque se es peronista en los actos de gobierno, más allá de los discursos.
Mejor que decir
La historia reciente y sus consecuencias ratificaron la vigencia de aquellos tres lineamientos básicos de una política centrada en las necesidades sociales, que son la redistribución del ingreso, la recuperación del Estado democrático y la defensa de los intereses nacionales. Lineamientos que constituyen la base de legitimación social de la actual gestión a cargo del presidente Kirchner y representan una vía de articulación sustentable entre capitalismo y democracia, acorde a las exigencias de la época. Y esto implica asumir que una política centrada en las necesidades sólo es posible en democracia y no hay democracia posible sin un Estado que se encuentre en condiciones de garantizarla.
En esta situación, siguiendo los criterios del peronismo clásico, no presenta contradicciones relevantes el acompañamiento constructivo a la actual gestión del Estado nacional.
Las explicaciones se complican, por el contrario cuando se pretende dar cuenta de cómo puede apoyarse desde un supuesto peronismo al ex-ministro de economía que frenó todo lo que pudo la reparación salarial de los trabajadores, cuya gestión aumentó la brecha entre los más pobres y los más ricos, y encima pretendía dejar las decisiones en manos del mercado (por todo lo cual se convirtió en un ex-ministro).
Se complica más aún si se trata de explicar cómo desde otro supuesto peronismo se puede acompañar la candidatura de un ex-presidente en cuyos diez años de gestión se generó un deterioro sistemático de las condiciones laborales a través de la destrucción del derecho laboral, llevando la precarización laboral incluso al ámbito del Estado a través de los contratos basura, llevando adelante una política económica sujeta a los dictados de organismos internacionales como el FMI por los cuales se profundizó el desmantelamiento del Estado para facilitar el avance del Mercado como regulador de las relaciones sociales, que dio los resultados conocidos por todos.
Pero las explicaciones bordean el absurdo si pretenden justificar cómo en defensa de un peronismo declamado puede plantearse la oposición frontal a un gobierno orientado claramente a recuperar la función reguladora del Estado, a la recuperación del trabajo en blanco, avanzando sobre la informalidad que no es otra cosa que la ausencia de legalidad y el predominio de la discrecionalidad propia del Mercado; un gobierno que viene mejorando sensiblemente la distribución del ingreso y achicando la desigualdad que expresa la brecha entre los más pobres y los más ricos. Un gobierno que si colisiona ocasionalmente con la voluntad de las mayorías, rectifica su acción para alinearla con el mandato popular, entendiendo que la verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que el pueblo quiere, asumiéndose como la representación de las mayorías, tanto de sus intereses como de sus convicciones.
Los argentinos deben asumir su historia como propia y como conflicto. Sin perder de vista que la realidad es una cuestión del presente. Y es en el presente, en las acciones colectivas de hoy, donde se define el futuro de la Argentina deseada por las mayorías de la sociedad.
(Publicado en la Revista Actitud, en febrero de 2007)