miércoles, 21 de marzo de 2007

Historia, presente y futuro: Entre apologías y rechazos

por Juan Escobar




Quiero escribir pero me sale espuma.César Vallejo


Con el siglo XXI por delante, los argentinos se enfrentan al desafío de saldar cuentas con su historia. Una historia que si se caracterizó en algo fue por las cuentas pendientes que, de tramo en tramo, se fueron sedimentando en capas geológicas. Esas tensiones, esas confrontaciones, esas contradicciones, esas divisiones, constituyen una constante en esa historia, que es necesario asumir en su conjunto como pasado común. Esto es, asumirla como propia y asumirla como conflicto. Como una pregunta que nunca tendrá una respuesta definitiva. Porque nuestra historia presenta una complejidad que no puede reducirse a la acción de individuos, sino a la acción misma del cuerpo social. Un campo donde si se quiere ver, no se puede mirar la historia con el microscopio de la noticia.

El peronismo en cuestión
Alguna vez dijo Borges que en general a los hombres no les ha tocado buenos tiempos para vivir. Los siglos que transitó la historia argentina no parecen ser la excepción. El siglo XIX fue el campo donde dos tendencias nacidas en Europa comenzarían a desplegar su vocación universalista en la política y en la economía. La Revolución Industrial inglesa –funcional a su modelo de imperio comercial- y la Revolución Francesa con sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad, confluyeron en el propósito de occidentalización del mundo con centro en Europa. Ambas cuestiones repercutieron decisivamente en estas tierras, tanto en las ideas como en los hechos. Tanto en las convicciones como en los intereses. La voluntad de autodeterminación nacional se enfrentaría con las presiones para convertir al país en una colonia servil del poder económico emergente. Este conflicto se convertiría en la pesada herencia que signaría el devenir argentino a lo largo del siglo XX al que se le incorporarían sus elementos propios. Donde la idea de revolución marcaría a fuego el siglo a lo largo del cual emergió la variante norteamericana del proyecto imperial de occidente.

La Argentina oligárquica encarnada por la Generación de 1880 creyó poner la casa en orden alineada con los intereses británicos. Hasta hubo un Mitre que se encargó de peinar la historia, novelándola, reservándose –como el que parte y reparte- su propio pedestal entre los próceres. Después vino el revisionismo rosista enmendándole la plana y las páginas interiores, aguándole la fiesta imaginaria. Pero antes, la inmigración y la ley Sáenz Peña, dieron a luz al yrigoyenismo, que hizo fruncir de preocupación a la pretendida aristocracia local. La reacción no se hizo esperar y la vuelta quedó marcada como la década infame por la manera salvaje que se encadenó nuevamente el país a los intereses extranjeros. Entretanto, las ideas revolucionarias traídas por los inmigrantes continuaban haciéndose un lugar –a pesar de las continuas persecuciones- entre los trabajadores explotados y un grupo de hombres del pensamiento nacional creaba la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina, conocida simplemente como FORJA.

De ese magma caótico emergería el peronismo. Y nada volvería a ser como antes.
Enrique Silberstein sostenía –en su libro “¿Por qué Perón sigue siendo Perón?”– que la “economía peronista propiamente dicha, la que todavía le da vigencia a Perón, nace en junio de 1943 y se extiende durante todo el año 1944 y 1945”. Es decir, durante su gestión a cargo de la Dirección Nacional de Trabajo primero y luego transformándola en la Secretaría de Trabajo y Previsión. Una política económica que entrañó la verdadera revolución del peronismo, esa que tuvo su legitimación en el 17 de octubre de 1945, que daría lugar a una nueva etapa.

Esa revolución inicial que dio origen al peronismo como fenómeno masivo es de carácter económico y refiere a la distribución del ingreso de manera equitativa entre los factores de la producción, los que aportan el trabajo y los que aportan el capital. Una distribución equitativa de la riqueza que se sintetizó en la bandera de la justicia social. No fue el peronismo clásico el primero en enarbolarla. Fue el primero en hacerla realidad en los números. Y en la vida de millones de argentinos. Garantizando desde el Estado la “seguridad jurídica” de los trabajadores. Ejerciendo una efectiva regulación política del mercado laboral en términos de equidad. El consumo interno aumentó en un 20% en ese breve período, como reflejo del aumento sostenido del poder adquisitivo de un importante sector de la población. La distribución del ingreso se equilibró en casi mitades y esto se sostuvo aún derrocado el gobierno peronista y durante su proscripción. Al punto que fue necesaria la última dictadura y el terrorismo de estado para iniciar un reformateo de la distribución en un proceso continuo que insumió el último cuarto del siglo XX y que al momento de eclosionar en diciembre del 2001 había llegado a reducir la participación de los trabajadores a un 14%, del 48% de entonces.

Las tres banderas históricas sintetizaron la fisonomía de ese peronismo clásico, de matriz industrial, que constituye la figura del trabajador como sujeto histórico, se completaban en una independencia económica entendida como autodeterminación respecto del interés ajeno al país (el Fondo Monetario Internacional fue creado en 1944, pero Argentina sólo se incorporó tras el derrocamiento de Perón ya que lo consideraba “un nuevo engendro putativo del imperialismo” yanqui) y una soberanía política que implicaba la presencia de un Estado alineado con los intereses nacionales y con una fuerte presencia como regulador de las relaciones sociales, especialmente las económicas.

Con el impulso de un Estado orientado al Bienestar, la calidad de vida de la población se incrementó notablemente. Estableció así una marca de agua, como sucede en las inundaciones, que permanece aún cuando bajen las aguas.

“‘Le voy a hacer una pregunta, m´hijo. ¿Cuánto tiempo cree que se necesita para contar de 1 hasta 75.000?’ Dudo un minuto. ‘No sé general. Quizás un día o más…’ respondo. ‘Pues fíjese: durante mi gobierno se hicieron en la Argentina nada más ni nada menos que 75.000 obras públicas. Piense que para contarlas nomás, se necesita ese tiempo que usted dice…’ Realmente era para callar y pasar a otro tema”. (Esteban Peicovich: “Hola Perón”).

Hasta que llegó la Revolución Fusiladora.

El camino del terror.
El terrorismo de Estado en la Argentina –en la etapa preparatoria de la dictadura del 76- se inicia en 1955 y su finalidad es el exterminio del peronismo para retrotraer la situación a la etapa previa a su aparición. Tras el mascarón católico de Lonardi, fueron Aramburu y Rojas quienes lo pusieron en marcha. Pero no trascendía la manifestación improvisada de un odio gorila exacerbado; con todo, ya sangriento y criminal, desde el Estado.

La institucionalización del terrorismo de Estado llegaría con el golpe de Onganía, un aventajado alumno de la Escuela de las Américas, donde el gobierno estadounidense adiestraba militares latinoamericanos en técnicas de contrainsurgencia, métodos de interrogatorio y tortura, moldeándolos de manera conveniente para la primacía del norte. Con el golpe de Onganía, la Doctrina de la Seguridad Nacional –en su variante colonial para uso nostro- se institucionalizó como ideología oficial del estamento militar argentino.

A su sombra, la ultraderecha nativa cobraría nuevos bríos y llegaría a ligarse fuertemente con referentes internacionales. El país comenzaba a organizarse como un campo de concentración. Una construcción que no cesó con la caída de Onganía sino que continuó hasta ponerse a punto. Es bueno leer “Ezeiza” de Verbitsky para darse una idea clara de la situación en el país en el momento del regreso de Perón. Tras ocho años de instalación, el Estado burocrático autoritario estaba listo para desplegar todo su potencial. Al parecer, esto no sería posible mientras Perón viviera.

Había que esperar entonces hasta la muerte de Perón para poner en marcha su maquinaria letal en pos de una solución final que implicara la sumisión nacional haciendo posible una incorporación al nuevo orden económico mundial –donde pesan más los intereses de las corporaciones que los intereses de las naciones- en un proceso de globalización compulsiva a través de una violencia sistemática impulsada desde el propio Estado.

La breve recuperación democrática que se abre en 1973 fue apenas un paréntesis –por no decir una trampa- en el proceso que se venía dando en las fuerzas armadas desde 1966 y que habían llegado a un punto que sólo restaba esperar la muerte de Perón para desembocar en la solución final.

Con la muerte de Perón se inicia un período de deterioro institucional del peronismo. A partir de ese momento todo parece confluir hacia el golpe de estado. La conspiración en las fuerzas armadas y de seguridad es un secreto a voces que día a día crece en intensidad. Argentina vivía la crónica de una muerte anunciada. Muchos políticos jugaron abiertamente al golpe y se beneficiaron luego con nombramientos. En la recta final gran parte de la prensa jugó un papel determinante en la opinión pública. Pero tras el 24 de marzo de 1976 se abrirían de par en par las puertas del infierno y la Argentina comenzaría a transitar por las páginas más siniestras de su historia, para instaurar un modelo económico de vaciamiento y devastación.

Del peronismo al pejotismo
El partido justicialista fue concebido desde el inicio como una herramienta, básicamente electoral, cuya función era la de articular un frente plural, para llevar adelante una acción de gobierno. Un medio, que tras la muerte de Perón paulatinamente se fue desvirtuando hasta convertirse en un fin en sí mismo, en el “sello oficial del peronismo”. La lucha por el sello implica confundir medios con fines; como suele decirse, poner el carro delante de los caballos, en un tránsito de jibarización que llevaría al peronismo rumbo al “pejotismo”.

La idea de revolución en Perón era de raíz histórica y se encontraba fuertemente ligada a la idea de evolución. En esta perspectiva las instituciones –entendidas como medios, como herramientas- de la comunidad reconocían un anclaje histórico; respondían a las necesidades de un momento histórico determinado, en el que se fijaban. La revolución implicaba la adaptación de las formas de organización a la evolución natural de la comunidad y la perfectibilidad de las necesidades. Revolución, así, implica la adaptación de las instituciones de manera que atiendan efectivamente las necesidades del presente.

“Las doctrinas no son eternas sino en sus grandes principios, pero es necesario ir adaptándolas a los tiempos, al progreso y a las necesidades. Y ello influye en la propia doctrina, porque una verdad que hoy nos parece incontrovertible, quizá dentro de pocos años resulte una cosa totalmente fuera de lugar, fuera de tiempo y fuera de circunstancias. (…) Una doctrina hoy excelente puede resultar un anacronismo dentro de pocos años, a fuerza de no evolucionar y de no adaptarse a las nuevas necesidades”. (Perón: “Conducción política”).

Esto último es lo que pasó. La tarea consistía en discernir lo esencial de lo accesorio, para adaptar las estructuras partidarias sin perder identidad. No siempre se pudo, no siempre se supo, no siempre se quiso. Esto redundó en una diáspora incesante que lo convirtió en una constelación de fragmentos alternativamente contradictorios y complementarios, donde la lealtad comenzó a confundirse con intrascendentes códigos internos.

La pérdida de identidad –a fuerza de adaptaciones a veces más papistas que el papa–, no fue un tema menor. Porque la cuestión de la identidad se encuentra íntimamente ligada al peronismo, a su impacto y su impronta en la vida de los argentinos.

El peronismo continúa siendo una cuestión personal para millones de argentinos. Un tema por el que se sienten interpelados. Una cuestión en la que muchos continúan definiéndose, en un sentido amplio, sea a favor o en contra. Reaccionando ante cada ofensa o reivindicación. Porque incidió fuertemente en la configuración de la identidad tanto de quienes abrazaron sus banderas con fervor militante, como de quienes lo odiaron con una intensidad incluso mayor.

La identidad peronista intentó refugiarse en la liturgia y en los símbolos proscriptos por el gorilismo fundacional. Pero toda tradición genera sus gendarmes; guardianes que so pretexto de preservarla la confinan a un pasado mítico para convertirse en los administradores de la identidad que se nutre de ella. Una administración muchas veces fraudulenta que utilizó la simbología peronista para llevar adelante políticas claramente contradictorias con el peronismo clásico, en la convicción tramposa que alcanzaba con poner la foto de Perón y Evita en la boleta para ganar elecciones.

Si peronistas son todos, en un sentido o en otro, esto acarrea las dificultades de una definición que no define. Los principios básicos del peronismo clásico dejaron de ser un monopolio de quienes se dicen peronistas, para constituirse en una demanda mayoritaria de la sociedad. Sería tiempo entonces de reparar en la diferencia entre el peronismo declamado y el peronismo efectivo. Porque se es peronista en los actos de gobierno, más allá de los discursos.

Mejor que decir
La historia reciente y sus consecuencias ratificaron la vigencia de aquellos tres lineamientos básicos de una política centrada en las necesidades sociales, que son la redistribución del ingreso, la recuperación del Estado democrático y la defensa de los intereses nacionales. Lineamientos que constituyen la base de legitimación social de la actual gestión a cargo del presidente Kirchner y representan una vía de articulación sustentable entre capitalismo y democracia, acorde a las exigencias de la época. Y esto implica asumir que una política centrada en las necesidades sólo es posible en democracia y no hay democracia posible sin un Estado que se encuentre en condiciones de garantizarla.

En esta situación, siguiendo los criterios del peronismo clásico, no presenta contradicciones relevantes el acompañamiento constructivo a la actual gestión del Estado nacional.

Las explicaciones se complican, por el contrario cuando se pretende dar cuenta de cómo puede apoyarse desde un supuesto peronismo al ex-ministro de economía que frenó todo lo que pudo la reparación salarial de los trabajadores, cuya gestión aumentó la brecha entre los más pobres y los más ricos, y encima pretendía dejar las decisiones en manos del mercado (por todo lo cual se convirtió en un ex-ministro).

Se complica más aún si se trata de explicar cómo desde otro supuesto peronismo se puede acompañar la candidatura de un ex-presidente en cuyos diez años de gestión se generó un deterioro sistemático de las condiciones laborales a través de la destrucción del derecho laboral, llevando la precarización laboral incluso al ámbito del Estado a través de los contratos basura, llevando adelante una política económica sujeta a los dictados de organismos internacionales como el FMI por los cuales se profundizó el desmantelamiento del Estado para facilitar el avance del Mercado como regulador de las relaciones sociales, que dio los resultados conocidos por todos.

Pero las explicaciones bordean el absurdo si pretenden justificar cómo en defensa de un peronismo declamado puede plantearse la oposición frontal a un gobierno orientado claramente a recuperar la función reguladora del Estado, a la recuperación del trabajo en blanco, avanzando sobre la informalidad que no es otra cosa que la ausencia de legalidad y el predominio de la discrecionalidad propia del Mercado; un gobierno que viene mejorando sensiblemente la distribución del ingreso y achicando la desigualdad que expresa la brecha entre los más pobres y los más ricos. Un gobierno que si colisiona ocasionalmente con la voluntad de las mayorías, rectifica su acción para alinearla con el mandato popular, entendiendo que la verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que el pueblo quiere, asumiéndose como la representación de las mayorías, tanto de sus intereses como de sus convicciones.

Los argentinos deben asumir su historia como propia y como conflicto. Sin perder de vista que la realidad es una cuestión del presente. Y es en el presente, en las acciones colectivas de hoy, donde se define el futuro de la Argentina deseada por las mayorías de la sociedad.
(Publicado en la Revista Actitud, en febrero de 2007)

América del Sur: Desarrollo con justicia social para la integración humana.

por Juan Escobar




A ese valioso exponente del pensamiento latinoamericano de la integración que es Alberto Methol Ferré, le debo la perspectiva de análisis que sirve de punto de partida para esta reflexión. En alguna oportunidad le escuché decir que la construcción del Canal de Panamá entre 1904 y 1914 (“situado en la parte más angosta del Continente Americano y la más baja del Istmo de Panamá”) dividió al continente en dos grandes islas.



Más allá de las características establecidas por la Conferencia para la Codificación de Derecho internacional de La Haya de 1930 para definir una isla como la “extensión natural de tierra rodeada de agua, que se encuentra sobre el nivel de esta, en pleamar”, esta visión puede asumirse como una licencia que nos permita un primer abordaje del subcontinente considerado como un conjunto.



En esa línea, la discontinuidad que el Canal introduce en la continuidad territorial de América, habría signado la configuración de dos bloques territoriales rodeados de agua: una gran isla en el norte y otra gran isla en el sur. El primer paso de reconocer esos bloques no es sino la antesala para situarnos en una perspectiva global. Porque esa gran isla del sur no es otra cosa que nuestro lugar en el mundo.



Reconocernos, -a nosotros, argentinos- como parte de una unidad mayor, de una población de la que formamos parte en un territorio –delimitado geográficamente- que compartimos. Y es precisamente la presencia de una población en un territorio la condición que nos permite pensar en una comunidad. En este caso, la que constituye América del Sur.



Una comunidad signada por la diversidad y la interacción que es la fuente de su complejidad interna, cuya mera descripción excede largamente el espacio de unas páginas. Una comunidad que no está exenta de tensiones y conflictos, de recelos ancestrales y rivalidades persistentes entre los países que la integran y en el interior mismo de las sociedades que los constituyen. Una comunidad con una fisonomía también diversa que va del desierto a la selva, de la llanura a la montaña. Con una distribución demográfica que despliega un arco que va de los pequeños poblado a megalópolis como Buenos Aires o São Paulo. Una complejidad que no parece ser contradictoria con problemáticas en común que precisan soluciones en común.



Una comunidad que presenta características específicas que la definen, como es el caso de configurar el ámbito de mayor desigualdad en el planeta. Un ámbito donde la severa desigualdad del ingreso se profundizó durante la pasada década, dando a la expansión de la pobreza visos de mal endémico alcanzando aproximadamente a la mitad de su población. Una población donde la mayoría de los pobres son niños y la mayoría de los niños son pobres. Donde, (como cita Bernardo Kliksberg en un libro fundamental en la cuestión: “Pobreza, el drama cotidiano. –Clave para una nueva Gerencia Social Eficiente-”) según la UNICEF, los “hijos de los pobres no tienen acceso a la educación, se enferman, están mal alimentados, no acceden a empleos productivos, no tienen capacitación, no tienen crédito” lo que genera condiciones objetivas para la reproducción y continuidad de la pobreza en el tiempo. Al punto de configurar la causa principal de muerte en la región, con aproximadamente un millón y medio de víctimas por año.



Con todo, la pobreza no es una consecuencia de la escasez de recursos para atender las necesidades humanas, ya que dicha escasez no es tal. En los cinco siglos que transcurrieron desde que Occidente se encontró con América, a nuestra gran isla del sur se le asignó la función de operar como fuente de recursos para el desarrollo ajeno, específicamente, de los países centrales de cada momento histórico. Este carácter periférico asignado por el orden económico internacional, paulatinamente conquistado por el régimen capitalista hasta completar su proyecto globalizador para dar lugar a la etapa que estamos transitando, implicó una sucesión de intervenciones que transitaron de la colonia a un proceso de balcanización funcional al imperialismo en su etapa industrial, que dividió políticamente al territorio en los fragmentos que es necesario volver a unir. Las fuerzas económicas dominantes incidieron desde siempre en la segregación de las mayorías populares, pero con el advenimiento del tsunami neoliberal el deterioro relativo de su calidad de vida se agravó, extremándose la concentración de las riquezas y los niveles de exclusión social.



Es fundamental avanzar en una adecuación organizacional que posibilite el cumplimiento efectivo del contrato social para recuperar terreno a la anomia producida por el individualismo cerrado de la atmósfera mercantil y la inadecuación normativa a las transformaciones profundas que experimentó el cuerpo social en el doble movimiento de avance del Mercado y retracción del Estado. Esto implica asimismo fortalecer la estructura institucional del Estado en el ámbito municipal para una articulación reticular efectiva de las economías locales. La intensidad de las democracias se recupera en una doble construcción donde el Estado nacional articula el marco adecuado para su desarrollo y el ámbito local brinda el soporte para una interacción proactiva con las organizaciones sociales a fin de hacer posible un desarrollo integral de las comunidades.



América del sur necesita un desarrollo convergente que, respetando los estilos nacionales, promueva de manera simultánea una mejora de la calidad de vida de las poblaciones en el conjunto de los países, minimizando efectos negativos de los flujos migratorios que traen aparejados fenómenos como la ruptura del núcleo familiar y el desarraigo. Tras décadas de vaciamiento del Estado, hoy cobra fuerza el reconocimiento de la educación como un servicio público inalienable, tanto por su función socializadora como por su carácter estratégico en la formación de capital social y su potencial económico para la creación de mejores mercados de trabajo.



El desgarramiento del tejido social es el problema más urgente que representa el mayor desafío para la América del Sur. Porque su recuperación es determinante para la sustentabilidad del conjunto. Mejorar la distribución del ingreso en el sentido de la justicia social es el mayor desafío que se presenta a una América Latina en proceso de integración.



En este sentido, la complementación económica debe orientarse a establecer puentes sólidos entre las capacidades productivas de cada país, como base del desarrollo convergente que el proyecto de conformación del bloque exige. Las desigualdades del mercado sólo pueden corregirse con una mayor igualdad de los ciudadanos garantizada por un Estado que orienta su gestión con criterios reales de inclusión universal, asumiendo previamente la tarea de transformar nuestras democracias de baja intensidad en democracias militantes, con canales efectivos de participación del conjunto de la sociedad.



El ámbito regional es el contexto de realización de una ciudadanía plena ya que oficia de canal entre la ciudadanía nominal definida por el Estado nacional y una ciudadanía efectiva que se completa al ser ejercida en el ámbito local, donde tiene lugar la atención de las necesidades humanas, ya que es donde transcurre la vida de la gente.



Esto conlleva la necesidad de pensar el ámbito local en perspectiva regional, una tarea pendiente y urgente para núcleos urbanos como la Ciudad Autónoma de Buenos Aires que está llamada a operar una apertura para salir del autismo paranoico de sentirse una ciudad sitiada. Urge una reformulación que le permita trascender su fisonomía de Ciudad S.A. para integrarse con la Provincia de Buenos Aires en una región con responsabilidades e intereses comunes. Educación, salud, vivienda, seguridad en un estado de derecho. El reclamo se orienta en el sentido de las necesidades comunes que, siendo su atención atributo del Estado, fue abandonada en décadas pasadas a la fría ley de la oferta y la demanda.



No cabe duda que el camino que debe emprender la América del Sur es el de un desarrollo integrador. Porque como dijo alguien “no es cualquier desarrollo el que necesitamos”. Ni el desarrollo que provatice las ganancias para socializar los costos y estatizar las pérdidas. Ni el desarrollo de las partes a contramano del destino del todo. Sino un desarrollo signado por el mandato de la justicia social en una democracia plena con un modelo de inclusión universal, entendiendo el ejercicio de la ciudadanía como único medio para la recuperación del estado de derecho y con un objetivo compartido de alcanzar un standard de pobreza cero escalonada por objetivos intermedios (erradicación del analfabetismo, de enfermedades vinculadas con la pobreza, la informalidad laboral, etc.) concretables en el mediano plazo de manera que los resultados progresivos sean no sólo verificables sino también evidentes.




Recuerdo una publicación del Banco Mundial que llevaba por título “¿Puede la globalización beneficiar a todo el mundo?”. Por mi parte, me parece obvio que la respuesta es: no. De la globalización no se puede esperar que haga lo que ya viene haciendo. No sé si puede beneficiar a todo el mundo, lo que parece es que no quiere. En este lugar del mundo que es la gran isla de América del Sur, ha dado más que sobradas muestras. Por el contrario, la posibilidad de que nos beneficie estará determinada en mayor medida por lo que el conjunto de los habitantes de esta América del Sur realicen, en la medida de las posibilidades y la responsabilidad social de cada uno, para construir un destino común que nos una en el respeto de la diversidad cultural y los derechos humanos para todos.



(Publicado en la Revista Actitud en enero de 2007)


Discriminación y violencia en el Mercado: Una cuestión de vida.

por Juan Escobar




La construcción del futuro deseado implica la necesidad de un pensamiento integrador. Un pensamiento que permita una visión comprensiva del conjunto. Que exprese la humanidad de valores como la solidaridad y la justicia que reconoce en cada uno la misma dignidad. Recuperando la centralidad del respeto por la vida.


Realidad y Proyecto Nacional.
Oscar Varsavsky, se presentaba a sí mismo de una manera particular para un científico en las primeras páginas de la edición que, bajo el título de Ciencia e ideología, aportes polémicos compilaba la discusión que había tenido lugar en 1971 en las páginas de la revista Ciencia Nueva, cuya discusión giraba en torno de las posibilidades de desarrollo científico en la Argentina y de la que también participaron personalidades tan destacadas como Gregorio Klimovsky, Jorge Schvarzer, Manuel Sadosky, Conrado Eggers Lan, Thomas Moro Simpson y Rolando García. La pasión que se enciende en el interior de este pequeño volumen hace que no tenga desperdicios.

Hoy, ese librito es prácticamente inhallable. Pero íbamos a la forma en que se presentaba Oscar Varsavsky, el científico que miró a la realidad con ojos argentinos. Decía: "Soy ex profesor universitario, especialista en modelos matemáticos de las ciencias sociales; fui educado en Liniers". Pero más allá de su modestia, en aquellos días de 1971 donde transcurría la discusión en la revista, había aparecido un libro suyo con una vocación manifiesta de incidir en nuestra realidad en una forma más directa. La tapa en un naranja luminoso donde las letras blancas gritaban: "Proyectos Nacionales. Planteo y estudios de viabilidad."

Ese libro, leído por quien se disponía a volver al país para ocupar por tercera vez la presidencia de la Nación, inspiró en una medida apreciable la realización de esa tarea colectiva que derivó en el Modelo Argentino para el Proyecto Nacional que Perón anunció ante el Congreso el 1º de mayo de 1974, (y que próximamente tendrá una primera edición definitiva disponible para el gran público, gracias al trabajo incansable y preciso de un amigo que ya se ha nombrado en estas páginas). El germen del Modelo Argentino, su espíritu profundamente nacional, puede hallarse en las páginas de ese libro que Ediciones Periferia le editó a Varsavsky en 1971. Un libro que se presentaba como la primera parte de una obra de dos tomos, el segundo de los cuales fue publicado por el Centro Editor de América Latina en 1975, cuando la noche ya se empezaba a hacer sentir, mismo año en que se editaba también la compilación de la que hablábamos al principio.

El título de la segunda parte era "Marco histórico constructivo para estilos sociales, proyectos nacionales y sus estrategias". Allí planteaba la necesidad de una militancia histórico-constructiva que asumiendo la experiencia del pasado se proyectara al futuro en la realización colectiva de la sociedad deseada. Uno de los motivos por los cuales el libro resulta prácticamente desconocido en nuestros días se debe a que poco tiempo después, pasaría a contarse entre las tantas víctimas de la barbarie, ya que gran parte de su edición desapareció entre las llamas que consumieron un millón y medio de ejemplares entre libros y fascículos a manos de la policía de la provincia de Buenos Aires, el 30 de agosto de 1980, fecha que sería recordada posteriormente como el "Día de la vergüenza del libro argentino" por una iniciativa de la Cámara Argentina del Libro.

En el “Marco histórico constructivo”, Varsavsky propone un abordaje a la realidad para transformarla que puede resultar convergente con el pensamiento complejo a cuya configuración a lo largo del siglo XX han contribuido los aportes de gente como Edgar Morin, Kevin Kelly o Joël de Rosnay entre otros. Varsavsky plantea un método que define como "de aproximaciones sucesivas de escala" que vayan de la visión del astronauta -que ve lo general del conjunto- a la visión del bombero -fijado en la particularidad de lo emergente.


Individuos: vida y necesidades.
La globalización de las comunicaciones nos permite, a través de una herramienta como el Google Earth, realizar una simulación visual de estas sucesivas aproximaciones y alejamientos como medio para aprehender la realidad a partir de lo empíricamente comprobable, en un recorrido propio que siga esta pauta planteada por Varsavsky.

Así, en el espacio del universo físico -la primera dimensión de la realidad reconocible-, nos encontramos con el tercer planeta del sistema solar, que se caracteriza por tener agua y a partir de ella se desarrolla lo que se conoce como biósfera, un megasistema complejo que recubre la superficie de la Tierra y en donde se manifiesta la vida. Esa dimensión de lo viviente se organiza en especies, constituidas por individuos, que son a la vez portadores de vida y de las necesidades que su continuidad implica atender. Necesidades que son a la vez individuales y comunes entre los individuos de cada especie.

Estas necesidades propias de todo individuo viviente abarcan tres dimensiones. La primera refiere a las necesidades físicas, que hacen al hábitat adecuado para la continuidad de la vida. La segunda abarca las necesidades biológicas y finalmente las necesidades de información, funcional a la atención de las necesidades precedentes, a través de su comunicación con el entorno físico y viviente.

Entre esas especies, se encuentra la especie humana, que se diferencia del resto por el hecho de codificar la información en símbolos, en representaciones. Usando palabras de Cassirer, esto convierte al humano en el único animal simbólico, lo que incorpora una nueva dimensión que organiza a las anteriores, así como a la dimensión social que incorpora la presencia misma de la especie humana, su carácter gregario, que hoy se concentra en un 80% en formaciones urbanas donde constituyen su comunidad, que se inscribe en una escala de integraciones que comienza en lo individual un camino de incorporación al mundo.

Comunidades en un mercado global.
El individuo tiende a integrarse en unidades mayores para atender de manera más eficiente sus necesidades. En la vida cotidiana, el individuo humano forma parte inicialmente de una familia, que se integra en un colectivo social de referencia inmediata, a través del cual se incorpora a la comunidad que surge de habitar y compartir el mismo territorio más o menos delimitado. Esa comunidad se organiza para su continuidad a través de la política, lo que constituye al ámbito local en célula de la organización estatal. En el ámbito local es donde se ejerce la ciudadanía y se padecen sus limitaciones en forma cotidiana, en el lugar donde transcurre la vida de esos ciudadanos. Pero esos ciudadanos sólo son tales en la medida que lo legitima un Estado nacional, esa forma organizativa que se difundió hasta cubrir cuatro de los cinco continentes en la segunda mitad del siglo pasado.

Estos Estados representando naciones tienen generalmente mayores oportunidades de insertarse en el orden planetario en la medida que se integran previamente a bloques continentales. Por caso, la Unión Europea o el proyecto en curso de unidad sudamericana.

El orden global de la actualidad es a la vez producto y reproductor de la creciente primacía del poder económico sobre el poder político, en un proceso de siglos que se precipitó en algunas pocas décadas. Ese poder económico suele expresarse a través del formato de las corporaciones empresarias que protagonizan el comercio internacional, impulsando la conformación del Mercado-mundo que caracteriza a lo que se conoce como globalización. Generando un contexto donde el mercado en red trasciende las barreras continentales, nacionales y locales para conectar al individuo a un sistema que lo sitúa en un primer peldaño de consumidor. Un peldaño del que no se puede bajar sino hacia la exclusión social, ya que constituye el procedimiento establecido para la atención de las necesidades humanas.


Socialización y violencia en el Mercado.
Con la retracción del Estado que brindaba resguardo jurídico a las organizaciones sociales, éstas quedaron sujetas a las leyes del mercado, privatizando una parte de la identidad social como es el caso del tsunami del gerenciamiento en los clubes de fútbol, que en algunos casos significó abiertamente su conversión en empresas de negocios. Asimismo, se fueron mercantilizando incluso los procesos de socialización y de configuración de la identidad, de los que participan masivamente los segmentos más jóvenes de la sociedad, en una progresiva privatización de lo público que desvinculó masivamente a los individuos de las comunidades de las que formaban parte, incrementando las condiciones de vulnerabilidad para las mayorías. De esta manera, el espíritu lucrativo resignificó a una proporción creciente de las relaciones sociales en la misma medida que el Estado abandonaba su función reguladora y -en el caso de los Estados democráticos- traicionaba el mandato de bienestar del conjunto de los ciudadanos que les reconoce igual dignidad y por lo tanto, le confiere iguales derechos.

En lo cotidiano, aún en este punto, lo central continúa siendo la continuidad de la vida, con una calidad que exprese concretamente la integración del individuo en el conjunto social. En eso coinciden las poblaciones humanas, (constituidas en su inmensa mayoría por ciudadanos comunes) con lo que parece ser la tendencia natural de la biósfera de la que formamos parte a través del medio ambiente que nos circunda. Esos ciudadanos comunes que resultaron ser los más perjudicados por el proceso de globalización de los mercados. Porque el mercado como modelo hegemónico para las relaciones sociales se ha demostrado pernicioso para la sustentabilidad de los conjuntos sociales, al tiempo que incrementa los riesgos para los individuos que participan en esas relaciones. Al falso dios Mercado no se lo puede dejar solo, porque el mercado libre por excelencia es el mercado negro, ese mercado que por ser explícitamente ilegal, escapa de toda regulación del Estado al desconocerlo como árbitro responsable de orientar a las partes en el sentido del bien común.

Donde tienen lugar relaciones de mercado al margen de una regulación del Estado democrático, lo que rige efectivamente es la falta de garantías que surge de la aplicación de la ley del más fuerte. El contrato entre las partes puede convertirse con mayor facilidad en un fraude, en desmedro de la parte más débil de la relación. Promesas que no se cumplen, supuestos básicos de buena fe que hacen a la confianza necesaria para concretar las transacciones, que se ven defraudados en la medida de la ausencia de un Estado que provea de justicia.

Regulación defensiva y Responsabilidad social.
Pero tanto la destrucción de las capacidades estatales de regulación que le dieron vía libre, como toda la historia de abusos de la posición dominante que caracterizó brutalmente al orden industrial y se incrementó con la transición al actual orden tecnológico de la globalización, hicieron que la opinión pública incrementara sus demandas de una mayor responsabilidad social por parte de las corporaciones que inciden muchas veces en forma determinante en la vida cotidiana de las poblaciones. El caso de las papeleras sobre el río Uruguay se inscribe en esa sucesión de hechos que dio lugar a una demanda que también tiende a globalizarse, aunque a una velocidad más discreta, de valores que deben ser asumidos y expresados por el Estado democrático, ya que no constituyen atributos que puedan encontrarse naturalmente en el Mercado. Porque si hablamos de valores, el Mercado entiende que estamos hablando de precios, y por eso es refractario a nociones como las de justicia o solidaridad.

En el mercado, la discriminación de los clientes es inherente a su naturaleza y de acuerdo al mercado del que se trate puede darse con mayor brutalidad o mayor sutileza, pero con la misma violencia. Una violencia que es expresión de barbarie, en el sentido que rescata Morin de Hegel, no como animalidad sino como negación del otro, de su identidad, de su cultura, de su dignidad humana. En definitiva, del valor mismo de su vida. Una violencia patente en el descarte que opera como criterio central del mercado que considera residual a todo aquel que separa y excluye de su juego. Una exclusión ostensible que a su vez tiende a disciplinar a los provisoriamente incorporados.

La regulación de los mercados debe responder a principios de equidad que no se desprenden de la maximización desconsiderada de los intereses particulares. Es necesaria una regulación defensiva y por lo tanto preventiva de los posibles daños a los que se expone a los ciudadanos, como consecuencia de la primacía del interés particular y la arbitrariedad que encuentran impunidad en relaciones marcadamente asimétricas como las que se dan en el mercado. Porque en el límite, la cuestión fundamental sigue siendo contribuir a la continuidad de la vida que el interés ciego pone en un riesgo cada vez más frecuentemente filoso. Irresponsablemente. Jugando con cosas que no tienen repuesto, como canta Serrat.

Todo un caso pendiente.
Cromañón. Una palabra como un golpe y ya sabemos de lo que estamos hablando. Hubiera hecho falta más responsabilidad para garantizar la continuidad de la vida en las partes concurrentes en esa relación comercial. Una responsabilidad proporcional a la participación efectiva en las decisiones que la concretaron, y a la información con que cuenta cada parte sobre las condiciones reales en que se estableció. Como es obvio, en este esquema la mayor responsabilidad corresponde a la parte dominante de la asimetría, lo que es decir del otro lado del mostrador para el ciudadano común en el papel del cliente, que suele no contar con la información mínima como para decidir en función de la propia preservación.

Cromañón. Esas muertes dieron cuenta de las limitaciones del Estado de la Ciudad Autónoma para verificar de manera eficiente algo tan básico como las condiciones de seguridad de los locales comerciales con acceso de público. Una tarea que reconocida tácitamente como inabarcable por el conjunto de la clase política de la ciudad. En concreto, se asumió desde el comienzo como irrealizable. El Estado de la Ciudad asumió que no puede controlar algo tan simple como eso. Y a otra cosa. Luego se buscó un chivo expiatorio para sacrificar ante la opinión pública -con un procedimiento al que no se puede acusar de elegante-, para abrir una nueva discontinuidad en la gestión de esta ciudad. Como si nada hubiera sucedido. Lo que en un sentido es cierto. Porque las condiciones que hicieron posible Cromañón no han cambiado en lo sustancial.

El Estado de la Ciudad no puede hacerlo, porque en su esquema todavía no opera demasiado la idea de responsabilidad social. De los comerciantes que, por ejemplo, podrían declarar un nivel de seguridad, en una escala simple y pública, que fuera por ejemplo del uno al diez, dentro de parámetros establecidos de acuerdo a normas de calidad que respondan a criterios técnicos de lo que hace a la seguridad de algo tan poco esotérico como un local comercial. El comerciante declararía así un nivel de seguridad con un cartel y un número en la puerta. Si el nivel de seguridad declarado no coincidiera con el efectivo, podría procederse a su denuncia, que activaría su verificación y posterior clausura. Si el nivel declarado fuera inferior a cuatro se establecerían plazos para una mejora gradual y otros plazos menos perentorios para los que declarasen menos de siete. Lo que se completaría con algún reconocimiento fiscal a los que puedan acreditar niveles de seguridad superiores a ese número.

Cabe imaginar el nivel de seguridad declarado y verificable en el lugar del incendio del que se cumple un nuevo aniversario. Hasta cabe la ilusión de pensar que muchos de ellos no hubieran elegido entrar si hubieran tenido la información suficiente, veraz y oportuna de los riesgos a los que se enfrentaban. La realidad, que a veces se ensaña, es que los que ya no están no tuvieron esa información. No pudieron decidir a conciencia y eso les costó la vida. Una ley de la legislatura podría establecer un programa de regularización en este sentido, apelando a la participación ciudadana y a la responsabilidad social de los comerciantes, al menos para que si vuelva a suceder una tragedia así, no sobrevuele la recurrente sensación de que no se hizo nada para evitarlo.

Con todo, se trata, una vez más, básicamente, de garantizar en lo posible la continuidad de la vida. Que la otra opción pone al ciudadano común en el lugar de la víctima y desemboca en nada más que dolor y ausencia de sentido.

(Una síntesis de esta nota fue publicada en la Revista Actitud, en diciembre de 2006)

Ciudad de Buenos Aires: Alinearse con el Proyecto Nacional.



por Juan Escobar



Las elecciones de Misiones fueron una clara muestra de que es fundamental desarrollar modelos congruentes con el camino emprendido por el gobierno nacional, tanto en el ámbito provincial como en el ámbito local. La recuperación institucional del Estado nacional debe estar acompañada por las recuperaciones convergentes de los Estados provinciales y municipales para consolidar los avances y no ceder posiciones frente a un pasado que acecha, siempre dispuesto a volver.


Los vestigios del modelo anterior se resisten a dejar paso a lo nuevo, como sucede con los emergentes de cualquier orden que llega a establecerse en un cuerpo social, a definir las relaciones que se dan en su seno y la dinámica de su comunidad. En el orden nacional, la oposición parece no poder salir de esta trampa del pasado al no plantear la superación del modelo en curso, sino una invalidación frontal de la que no se deduce la continuidad de lo recuperado hasta el momento para el conjunto y abre la posibilidad de un retroceso cierto.


La situación podría describirse como el conflicto entre un Estado que hace y una oposición que meramente pretende que no haga. Un Estado nacional que actúa en la realidad, y una oposición a la expectativa de lo que haga el Estado para denostarlo, criticarlo como un espectador mal predispuesto con la película que ve, salvo por la diferencia que en el cine el espectador hace su aporte pagando la entrada. La oposición de hoy está conformada mayormente por quienes perdieron su lugar en la política al verse desplazado el orden anterior donde su participación tenía sentido.


En su dispersión sólo se asemejan por aquello a lo que se oponen, lo único que los aglutina, aunque no sea más que virtualmente, porque entre los motivos que frenan la conformación de un polo opositor, hay que contar el hecho de que se conocen demasiado bien entre ellos, como lo muestran las sucesivas reticencias que ha dejado traslucir Ricardo López Murphy.


La recuperación de la autoridad presidencial que comanda al Estado nacional no puede sino generar el rechazo de estos profetas del Estado mínimo –rasgo característico del modelo anterior que subordinaba la política a la economía–, dedicados a un alarmismo que no logra, sin embargo, llamar la atención por un tiempo prolongado. En la ausencia de amor correspondido con el electorado, claman por supuestos autoritarismos, supuestos fascismos, supuestas monarquías, deseos imaginarios, intenciones ocultas, en un culebrón opositor donde todos son personajes secundarios. Ante la ausencia de un emergente social alineado con sus posiciones, las elecciones misioneras despertaron en ellos una luz de esperanza, una aparente oportunidad para sumar puntos en desmedro de la relación que se fue restableciendo entre la ciudadanía y el Estado nacional, que es un mérito innegable de la actual gestión. Pero el Estado nacional acusó recibo de los resultados del mandato soberano de las urnas y asumió una vez más la representación del conjunto social actuando en consecuencia, lo que descomprimió sensiblemente la situación, consolidando su relación directa con la ciudadanía.


Si algo queda claro es que el actual modelo impulsado por el Estado nacional –centrado en las necesidades sociales y abocado al tratamiento de los problemas más urgentes que surgieron como resultado de un cuarto de siglo de destrucción sistemática del país– hace preciso construir mediaciones institucionales eficientes en las diferentes instancias administrativas a los fines de consolidar estructuralmente la relación entre los ciudadanos y sus representantes.


Las necesidades sociales se manifiestan en el lugar donde vive la gente, y es justamente en el ámbito local donde se encuentra la base de cualquier posible reconstrucción duradera. Un ejemplo claro de esto se ha verificado con la destrucción de innumerables mercados laborales en todo el país, producto de privatizaciones como la de los ferrocarriles o la desaparición de las actividades económicas en torno de las cuales se constituían dichos mercados, lo que hacia 2001 configuraba una situación que entre otras cosas significaba que alrededor de seiscientas poblaciones tuvieran que enfrentarse al riesgo cierto de su disolución.


El Estado nacional puede –como lo viene haciendo– aportar a la construcción un marco adecuado, marcar una tendencia, fijar el rumbo. Pero su acción territorial directa está acotada por la misma desproporción de la tarea por delante. Por eso, para multiplicar los efectos del cambio, es imprescindible alinear las instancias intermedias entre el ciudadano común y el Estado nacional para brindar las respuestas necesarias a las demandas sociales. Como paso previo es indispensable asumir que la reconstrucción argentina es una tarea de conjunto que requiere de la clase política en su conjunto un compromiso que se manifieste en hechos concretos en cada lugar del país, complementando y apuntalando los esfuerzos que viene realizando el Estado nacional durante la presente gestión de gobierno.


Resulta evidente que el aporte a una construcción sustentable del bien común es proporcional a las dimensiones del ámbito local, de lo que se puede deducir que la mayor responsabilidad reside en las grandes urbes que se deben constituir en ejes articuladores del desarrollo de sus áreas de influencia. Y entre las grandes urbes, a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, sin ninguna duda le corresponde un papel protagónico en la reconstrucción, que hasta el momento no ha dado muestras de asumir.


Es que la Ciudad de Buenos Aires continúa reflejando estructuralmente la mayor desigualdad del país que caracteriza a la dinámica de concentración económica y exclusión social propia del modelo que necesitamos dejar atrás definitivamente. Una ciudad donde, como en Belzaire, coexisten ciudadanos con una calidad de vida propia de los países centrales con ciudadanos que viven al borde de la supervivencia como en las zonas más pobres del planeta. En esta ciudad, que no ha llegado a ser plenamente autónoma, pero que no por eso ha dejado de ser la capital del poder económico en el país, tiene lugar la carrera política de Mauricio Macri.


Una ciudad donde la gran esperanza blanca del momento es un hombre que no sabe. Un hombre que no sabe si se va a presentar como candidato a la Presidencia de la Nación, a la Gobernación de la Provincia de Buenos Aires o como Jefe de Gobierno de la Ciudad.


Si le dan lo mismo las tres instancias, pueden deducirse en principio dos hipótesis al respecto. O bien que se halla igualmente capacitado para cualquiera de las tres, de lo cual no ha dado ninguna evidencia aún. O bien que no está capacitado para ninguna de ellas, a menos que se parta de la premisa de que la gestión al frente de una parcialidad deportiva lo habilite para jugar en toda la cancha, algo que en términos políticos no puede ser más que una metáfora. Puede resultar más práctico evaluar lo que efectivamente viene haciendo al frente de su espacio con la política de la Ciudad, salvo que todo se reduzca al hecho de que no está a cargo del ejecutivo y haya que extenderle un cheque en blanco para ver de lo que es capaz. Porque lo concreto es que, a falta de un liderazgo integrador que conduzca efectivamente los destinos de la ciudad en el marco de un nuevo modelo, la ciudad es la muestra de una suerte de co-gobierno que acentúa la precariedad institucional sin lograr la definición de un perfil coherente para el distrito-vidriera por excelencia, ni aún en lo que respecta a su configuración edilicia.


Podría decirse, parafraseando a Jorge Telerman, que la Ciudad está aprendiendo a ser autónoma. Pero también podemos decir que con diez años cumplidos, apenas si ha pasado el primer grado recientemente, tras rendir la asignatura pendiente de formalizar la descentralización en comunas, con seis años de retraso si se tiene en cuenta el plazo que estipulaba la propia Constitución de la Ciudad Autónoma, lo que es decir en su instancia fundacional.


En estos diez años de autonomía, las sucesivas administraciones del Estado de la Ciudad Autónoma no supieron, no quisieron o no pudieron desarrollar su función reguladora de la actividad económica –fundamental por su incidencia en la calidad de vida de la población– en una medida acorde a sus dimensiones, fortaleciendo las estructuras correspondientes con los medios suficientes para el resguardo de los ciudadanos, en su condición de consumidores y usuarios, promoviendo de esta forma una mayor participación de las organizaciones de la sociedad civil que vienen dando muestras de tenacidad y consecuencia en la defensa de los derechos reconocidos constitucionalmente respecto de esta cuestión.


Por lo demás, el panorama institucional de la ciudad dista de ser alentador, pero asimismo reconocerlo es el comienzo del trabajo que tiene por delante.


Sólo un par de ejemplos más del planteo del problema. Para muchos la Legislatura no ha logrado dar el salto cualitativo que exigían las circunstancias y que salvo en contadas oportunidades se ha quedado en el lugar del viejo concejo deliberante, más propia del municipio que fue, que de la Ciudad Autonóma en la que se debe convertir. Una Legislatura que cuenta con un reglamento interno surrealista, producto de la sedimentación en capas geológicas de las siempre arduas negociaciones entre los integrantes de las sucesivas composiciones de la cámara, lo que llevado a la práctica no ha servido para maximizar el rendimiento de los recursos que insume su actividad.


Una ciudad, en fin, con un aparato judicial que cuenta con capacidad instalada y capital humano suficientes para asumir las responsabilidades que corresponden a la Justicia de una Ciudad Autónoma y que sin embargo, no ha contado con una legislación satisfactoria que defina de manera eficiente su campo de acción y su funcionamiento de una manera más acorde a la realidad.


La ausencia de un plan estratégico para la Ciudad puede servir como síntesis de este panorama general. Es decir, una guía de acción para resolver los problemas de la ciudad desplegando de manera evidente su potencial en tiempos donde tiene mucho para ofrecer al mundo.


Gobernar el ámbito local en el entorno complejo de la globalización, del que no está exento el caos, implica incidir en la complejidad coadyuvando a procesos de rendimientos crecientes que contribuyan al bien común, como es el caso de las alianzas sociales. Gobernar democráticamente en la complejidad, es decir alineado con los intereses de las mayorías y en el diálogo enriquecedor de las diversas culturas presentes en la comunidad, implica asimismo la necesidad de un pensamiento integrador consecuente con los objetivos prioritarios en el consenso social. Esto es una perspectiva que permita una visión realista de limitaciones y potenciales, para derivar de allí las acciones conducentes que generen cambios verificables y progresivos en la calidad de vida de la población. Una visión integradora que abarque la complejidad, entendida como la diversidad e interacción de factores múltiples, que en democracia no puede sino partir de un modelo de inclusión universal que recicle paulatinamente la exclusión social en procesos de integración efectiva.




Todo esto sin olvidar en ningún momento que todo lo que resta por hacer, sólo puede ser una realización colectiva. Asumiendo cada uno la responsabilidad que le corresponde por el lugar que ocupa en la escala social para contribuir de manera efectiva al bien común del conjunto. Porque de eso se trata la democracia, que le dicen.


(Publicado en la Revista Actitud, en noviembre de 2006)

Ciudadanía: La salida del infierno.

por Juan Escobar


La ciudadanía. El conjunto de individuos que ejercen su derecho a tener derechos. Pero también ese derecho a tener derechos. Eso que nos hace ciudadanos al vincular nuestra vida con el Estado nacional del país donde vivimos, en una doble vía por la cual nos reconoce y lo legitimamos.

La ciudadanía que es el núcleo de la democracia, su condición de posibilidad, sin la cual corre el riesgo de terminar girando en el vacío. Porque la participación activa de los ciudadanos define la intensidad de la democracia y la sustentabilidad del estado de derecho que es su razón de ser. Una ciudadanía que implica identidad, militancia, política, acciones orientadas al bien común. En definitiva, la única respuesta que podemos dar colectivamente a los problemas que nos aquejan.

Los argentinos emprendimos el camino que nos aleja del infierno de la exclusión social en el que nos sumergió el modelo neoliberal que subordinó la política a la economía y sumergió a más de la mitad de la población en el abismo de la marginalidad. Sabemos que es un largo camino el que tenemos por delante para dejar definitivamente en el pasado la página más oscura de nuestra historia y consolidarnos como un país en serio.

La normalidad tramposa que esgrime la derecha -cuando exige garantías absolutas sobre problemas que instaló entre nosotros ese modelo que ella misma impulsó desde siempre, de lo que Ricardo López Murphy es un claro ejemplo- no debe distraernos de la tarea pendiente o llamarnos a engaño. Lo que en realidad pretenden imponernos nuevamente, como si nada hubiera sucedido, es el país para pocos donde la inclusión vuelva a ser el privilegio de los sectores cuyos intereses representan. Porque toda normalidad tiene un carácter meramente estadístico. En los 90´, el neoliberalismo era el parámetro de la normalidad epocal. La normalidad responde a la tendencia dominante, a los parámetros establecidos por el poder real que a lo largo del siglo XX se constituyó como económico y global. Por el contrario, un país serio se reserva el derecho a la disidencia en el caso de que lo normal sea el camino al cementerio.

La derecha fragmentada por el fracaso de su modelo busca desesperadamente su recomposición para que la desesperación vuelva a estar del lado de las mayorías populares. Así coexisten distintos perfiles que intentan volver de ese pasado del que la sociedad argentina se esfuerza por dejar atrás. Los rostros de la derecha se articulan como las caras de un dado cargado que sólo beneficia al dueño.

Sea la cara del que invoca autoridad a partir de la desgracia personal –como en el caso de Blumberg y Bragagnolo- o la del presunto éxito de una supuesta eficacia en las lides del mercado que viene a personificar Macri, de quien no se conoce un aporte al bien común en correspondencia con su lugar en la escala social, eso que se conoce como responsabilidad social, más allá de su aparición en las secciones de ricos y famosos.

Sea la cara de una racionalidad mezquina que deja fuera todo lo que sea humano para mercantilizar nuestras vidas o aquella que apela a la iluminación divina para marcarnos el camino. Creemos que esta última merece un párrafo aparte, por la inexplicable repercusión que encuentra Elisa Carrió en la difusión mediática que, entre los infinitos colores, tiende a optar recurrentemente por el amarillo del sensacionalismo donde viene a encajar naturalmente su terrorismo chic, con intervenciones más propias de una mentalista, pero siempre augurando un futuro tenebroso con vocación de profecía a autocumplirse.


Política y pensamiento mágico: El caso Carrió
A esta altura de la historia sabemos que el delirio mesiánico no es compatible con la política. Porque cuando el delirio se mezcla en la política lo que genera es fundamentalismo. Lo que usualmente va ligado a la intolerancia.

Porque la religión es una construcción colectiva. La iglesia es la gente que cree, entre quienes se encuentran incluso los funcionarios de las organizaciones que se fueron institucionalizando en el fragor de la complejidad histórica.

Pero el político que invoca a Dios, como podemos ver en el caso Carrió, se establece en un nivel superior al del ciudadano común. No le habla de igual a igual. Invoca el principio de autoridad divina cuya interlocución lo unge por encima del resto, en un acto que tiene básicamente un defecto, más allá de su utilización para encubrir las numerosas aberraciones que presenta el encadenamiento lógico de su discurso. La falla a la que nos referimos consiste en el hecho fundamental de que la experiencia trascendente que invoca para autoproclamarse autoridad moral: no es empíricamente comprobable. Es más, al tratarse de una experiencia personalísima (no estamos hablando de experiencias como la de San Nicolás o tantas otras que inciden en la realidad en tanto que se socializan, en un pueblo que es profundamente creyente, y no que se politizan, precisamente), quedan fuera del alcance del juicio humano. Por la tanto puede parecer cuestionable pretender instrumentarlo políticamente con objetivos de posicionamiento personal.

Cuando un ciudadano, en la discusión, descalifica a otro ciudadano, la diferencia se dirime en la opinión pública y cada uno se queda con sus costos y beneficios, de acuerdo a cómo lo juzga la sociedad. Pero, como en el caso Carrió, cuando quien descalifica al adversario es alguien que dice hablar con Dios, esto se parece más a una escena de La Profecía que a un debate político. Porque no hay discusión posible. Es la pretensión de un discurso político que aparece como sucedáneo de la palabra de Dios. Que aún puede parecerlo pero que no lo es. Que dista tanto de serlo, como diría René Guènon, como el simio del ser humano.

Es pero no es. Es como si. Pero no es real. No tiene entidad sino por el cambio que genere en la realidad. Pero tampoco hay que esperar demasiado, porque de lo que se trata es de un despliegue mediático antes que de una propuesta que quiera participar constructiva y seriamente en la política de reconstrucción que precisa este momento en este país, ya que sólo cobra entidad a partir de apariciones televisivas, con predicciones de catástrofes y futuros inquietantes que le hablan al miedo que se inoculó a la sociedad sistemáticamente a partir de la última dictadura. Con acusaciones de fascismo que pasan por alto el detalle de que todo régimen de esa naturaleza se caracteriza por la imposibilidad de que esos cuestionamientos lleguen a difundirse en la opinión pública.

Lo sobrenatural, en política, en el mejor de los casos, suele asociarse frecuentemente con el chamuyo. Y el chamuyo no es la persuasión. Es la utilización de argumentos falsos para la consecución de un interés personal. Una estrategia de conquista que, al dejar afuera al otro del verdadero sentido de la acción, lo victimiza, lo engaña y en definitiva lo estafa en su buena fe. En el peor de los casos puede parecer algo así como un nuevo retorno de los brujos y la incursión de los brujos en la política tampoco nos traen buenos recuerdos.

Nuestra democracia necesita de nuestra racionalidad. Pero como dice Oscar Castellucci, no de la racionalidad establecida por el individualismo cerrado, que desconoce que los derechos individuales sólo se pueden garantizar a través de la acción colectiva, es decir, política.

Ese individualismo que llega a desconocer el carácter gregario de los seres humanos, su naturaleza social, y porque también sus necesidades se atienden con mayor eficacia no en estado de aislamiento, cuando está apartado de la sociedad y es meramente individuo, sino justamente cuando está integrado en una comunidad.

No, entonces, la racionalidad del individualismo de raíz liberal que se radicalizó aún más con los neoliberales, soldados de un mercado totalitario que tiende naturalmente a generar concentración económica y exclusión social. Un mercado que no acepta y es hostil a la existencia misma del Estado.

Pero es natural que el bien común resulte irritante para el interés particular. Porque le recuerda su responsabilidad para con quienes forma parte de la misma comunidad. Así, la demonización de la política es una típica acción de las fuerzas dominantes del mercado, que ven acotada su libertad de concentrar riquezas a cualquier costo.

El estado de derecho es una construcción colectiva, una relación dialógica entre el Estado que establece las pautas de convivencia y las reglas de juego en contrapunto con la acción de los ciudadanos, que ejercen sus derechos de manera constructiva en el marco del bien común que hace a la continuidad del contrato social que hace a la sustentabilidad del conjunto nacional.

La última dictadura.
El Estado de derecho comenzó a desmoronarse sistemáticamente entre nosotros a partir de la desarticulación del derecho laboral, por tratarse del ámbito de protección legal que abarcaba a la mayor parte de la población, y por su incidencia determinante en la calidad de vida de las mayorías.

El andamiaje del derecho laboral en Argentina, que comenzó a construirse a partir de algunos esfuerzos solitarios, entre los que descolló la figura de Alfredo Palacios, alcanzó escala industrial con el advenimiento del movimiento nacional encarnado por el peronismo, desde la legalización del sindicalismo hasta la consagración de los derechos sociales para el conjunto de la población.

La legislación. Pero fundamentalmente un Estado Nacional que se convirtió en una fábrica de organizaciones sociales autónomas, orientadas a la defensa de los derechos adquiridos. Ámbitos sociales para el ejercicio de la ciudadanía.

La negociación colectiva, en ese contexto, rápidamente fue corrigiendo la distribución del ingreso, de forma gradual hasta alcanzar un cierto equilibrio los factores de la producción, es decir entre quienes aportan el trabajo y quienes aportan el capital. Esta distribución equitativa es lo que se definió como justicia social.

Pero esa distribución por mitades no se ajustaba al esquema de un capitalismo que ya se proponía cubrir el mundo.

La última dictadura fue planificada con una fría voluntad de solución final, con el objeto de sacrificar un país con una identidad signada por el mandato de autodeterminación, para ofrendarlo al poder económico transnacional en un proceso de globalización compulsiva.

In situ: el ámbito local.
Ya en la nueva etapa que nos encontramos transitando, el drástico descenso de la proporción de argentinos en niveles de pobreza, de tres años a esta parte, da cuenta de la acción de un Estado nacional orientado a las necesidades de la población.

En la vereda de enfrente del Estado nacional nos encontramos con una oposición que no da muestras de iniciativa política queda confinada al campo de la reacción, oscilando en su oscilación de reconocerse como reactiva o asumirse como reaccionaria. Pero siempre resulta ser parasitaria a la iniciativa y las realizaciones del otro, de quien se constituye únicamente como negación. La bipolaridad entre el Estado y la oposición es un avance, sin embargo, comparado con la fragmentación de las partes contra el todo que nos llevó al borde de la disolución nacional.

La alternancia en democracia es una posibilidad siempre abierta, pero no necesariamente una obligación ineludible para que sea tal, ya que está supeditada a la voluntad de las mayorías y a su conformidad con las proyecciones futuras del proyecto en curso.
La democracia se realiza en el ámbito local, se corporiza en la vida cotidiana de las poblaciones y se legitima por la atención de sus necesidades. Porque los acuciantes problemas sociales sólo pueden encontrar solución efectiva a partir del ámbito local, que es el lugar donde vive la gente, donde demandan atención sus necesidades.

Por eso es en el ámbito local donde se ejerce efectivamente la ciudadanía, aunque se halle garantizada por la existencia y la acción de un Estado nacional. La base de la unidad nacional es la universalización de la ciudadanía en un modelo de inclusión universal que implica la igualdad ante la ley como pauta de convivencia social.

El Estado nacional representa al conjunto pero es ocioso pretender una presencia material y continua en cada punto del territorio. El Estado, en cada una de sus instancias, es la herramienta de unificación, de construcción de la comunidad que surge de la convivencia de los individuos y sus conformaciones gregarias en territorios delimitados políticamente.

Es preciso por eso avanzar hacia un modelo municipal de desarrollo local con justicia social, articulado regionalmente, con un criterio de complementariedad. Esto implica la difusión una acción política centrada en las necesidades cotidianas. Esta gestión del día a día debe nutrirse de las experiencias que surgen en cada espacio comunitario, para replicarlos en la medida que lo exige la recuperación de una calidad de vida digna para todos, en la escala necesaria para cumplir con este desafío de reconstrucción nacional en el tiempo real donde transcurre la vida de las personas de carne y hueso que habitan nuestro territorio.

(Publicado en la Revista Actitud, en octubre de 2006)

Concertación:Recuperado el Estado, recuperar la política.



por Juan Escobar



El siglo XX fue el escenario de la confrontación entre un poder económico que expandía sus zonas de influencia con la vocación imperial de cubrir el planeta, y el poder político de los estados nacionales en los que ese mismo siglo dividiría a cinco de los seis continentes.

Hacia el “Mercado-mundo”
La Segunda Guerra Mundial sería el punto de inflexión tras el cual el continuo avance de la economía sobre la política sería la pìsta que desembocaría en la etapa de globalización que caracterizaron a las últimas dos décadas del siglo.

La transnacionalización financiera aceitó la maquinaria del nuevo orden de los mercados libres, con la decisiva intervención de los organismos internacionales de crédito surgidos de la Conferencia de Bretton Woods, que instrumentaron el endeudamiento de los estados nacionales con el objeto de forzar una apertura económica indiscriminada, donde las poblaciones de los países menos desarrollados verían deteriorarse severamente tanto sus capacidades productivas como la calidad de vida de las mayorías.

Para esto era necesario desvincular a los estados nacionales de los intereses de sus ciudadanos. En nuestros países de Sudamérica, los golpes de estado que instalaron dictaduras sangrientas fueron el instrumento usado más frecuentemente para lograr ese doble objetivo de secuestro de las estructuras estatales y endeudamiento tan intensivo como fraudulento.

Al avanzar la década de los ochenta comenzaría a agotarse esta variante para dar lugar a democracias condicionadas económicamente, que se las tendrían que ver con lo que se conoció como la crisis de la deuda, que impidió su recuperación plena, derivando en lo que Guillermo O´Donnel denominó democracias de baja intensidad. Paralelamente, en esa década se desencadenaría en los países centrales una avalancha neoliberal que avanzaría en la reducción de las funciones sociales del Estado y la privatización de los servicios públicos, en una onda expansiva que nos alcanzaría de lleno a los argentinos en la década de los noventa, completando entre nosotros la tarea iniciada por la última dictadura.

Es decir, consolidando un modelo que subordinaba el poder político nacional al poder económico transnacional, subsumiendo el Estado-Nación en el Orden Global. Sustituyendo el orden legal por la fría ley de la oferta y la demanda, convirtiendo a las poblaciones en consumidores. Que veían desvanecerse de esta forma su ciudadanía junto a sus derechos individuales. Lo que implicaba la disolución del estado de derecho y derivaba en el retroceso de la democracia como regulación de las relaciones sociales para dejar paso al avance del mercado, en el contexto de un capitalismo salvaje. Articulando la economía nacional como una planta de transferencia de los recursos del país al exterior, en un volumen que se estima ronda los seicientos mil millones de dólares a lo largo del último cuarto del siglo pasado.

Este modelo de quiebra del Estado democrático finalmente colapsó hacia fines del 2001, derrumbándose sobre nosotros. Sobre las ruinas del país, se abrió un compás de espera para el modelo de recambio que comenzaría a desplegarse a partir de la asunción del presidente Kirchner. Comenzábamos a salir del infierno, pero ante la magnitud de la tarea por delante, el mismo presidente se ocupó de aclarar que nos quedaba mucho tiempo aún en el purgatorio. En ese sentido, la sociedad es conciente de que la destrucción sistemática sostenida durante veinticinco años no puede desandarse de un día para otro.

Mercado y democracia.
Hay algunas enseñanzas, sin embargo, que nos dejaron aquellos años oscuros. Lester Turrow dice en su libro El futuro del capitalismo, que la diferencia básica entre el capitalismo y la democracia, consiste en que la democracia no es compatible con la esclavitud. Hoy sabemos por experiencia que los derechos, tanto individuales como sociales, sólo pueden resguardarse en democracia. Que la democracia sólo es posible sobre la base del estado de derecho y por lo tanto de la existencia de un Estado nacional que pueda garantizarlo.

El mercado, por otra parte, es tranquilamente compatible con la esclavitud –especialmente cuando no lo controla el Estado–, por la tendencia natural de los mercados actuales a la concentración y al monopolio, que establecen un juego perverso donde los ricos se vuelven más ricos y los pobres se vuelven más pobres. En el mercado absolutista del neoliberalismo no hay derechos, sencillamente porque no hay derecho válido ante el determinismo de leyes económicas que muchas veces lindan con lo esotérico. Y que por eso tenía en los economistas neoliberales sus descifradores y profetas, un papel tan sobreactuado que muchas veces hicieron el ridículo con predicciones grandilocuentes que la realidad se ocupaba inexorablemente de desmentir.

Pero si algo caracterizó al modelo neoliberal fue la fantasía del economista gobernante, la de llevar la supremacía del capitalismo sobre la democracia, al seno del Estado mismo. Asumir el poder no ya por designación, sino por aclamación popular. Como decíamos, una fantasía. Martínez de Hoz, al menos, se ahorró ese delirio. Se dio por contento con haber sido el ejecutor de un proyecto de sumisión y entrega, para lo cual se sumergió al país en el terror y la ilegalidad más extremos.

Es la democracia, estúpido…
Curiosamente, la fantasía del economista gobernante suele darse en ministros de economía retirados de la actividad, devenidos ex-ministros, no sin un dejo de resentimiento por el previsible cese en sus funciones que podrá tardar pero siempre llega y un cierto afán de revancha como de querer llevarse todo puesto. Pero que llegado el momento, el voto no acompaña y es entonces cuando de nuevo la culpa de todo vuelve a ser de la gente.

Posiblemente Álvaro Alsogaray fue el primero de la pintoresca galería de economistas con aspiraciones presidenciales, con su séquito de colaboradores que luego vendrían con másters en Harvard incluidos como si eso fuera garantía de algo bueno. Luego sabríamos que parte de esa mística aparente en algunos de ellos, que pretende darle aires trascendentes al más brutal materialismo, suele provenir de lecturas entusiastas del pensamiento obtuso de aquella guionista de cine con pretensiones que filósofa que fue Ayn Rand, con su endiosamiento del individualismo antisocial y extremista, disfrazado de “objetivismo”. Pero esa es otra historia.

Todos ellos, sin embargo, presentando diferencias superficiales que encubren similitudes más profundas. Todos ellos asumiéndose como portadores de las buenas nuevas de la economía liberal y su visión simplificada de la vida. Tras aquel capitán ingeniero padre de María Julia llegarían Cavallo, López Murphy y con ellos un fracaso tras otro, especialmente a la hora de la verdad, cuando se le le revelan adversas las preferencias de la sociedad.

Lo cierto es que tanto el desprestigio de la política que tuvo su punto álgido por el 2001 y la evaluación cerradamente económica como pauta de eficiencia del desempeño estatal, son marcas de ese modelo que es necesario dejar atrás, a una velocidad suficiente como para que no vuelva a alcanzarnos. Sus voceros, aunque no ya con la euforia propia de los noventa, comienzan a hacerse oir de nuevo otra vez, con una palidez conceptual que sólo enamora a quienes creen ver la oportunidad para volver como si nada hubiera sucedido. Así, los rezagos políticos del pasado, en su sectarismo fundamentalista coincidente con su vocación de fragmentariedad y ruptura, se unen en un renovado cuestionamiento al Estado que no dejan de ver como si les fuera ajeno. Porque siguen sin asumirse como parte de la ciudadanía.

La necesaria concertación.
Desde el punto de vista político, el camino para salir parece largo porque el liderazgo del Estado nacional se ve atacado sistemáticamente por los vestigios del modelo, que continúan viendo la realidad con los ojos puestos en las ruinas que nos dejaron antes que en el compromiso y el trabajo que demandan la reconstrucción que tenemos por delante.

La recuperación de la autoridad presidencial que genera aceptación en el ciudadano común, no suele ser percibida por una parte significativa de la clase política como un dato relevante. Y esto bien puede verse como una señal clara de la necesidad de recuperar la política, para alinearla con el Estado que logró alinearse con la sociedad y volver a expresarla. Hace más de veinte años que la demanda social a la política es la del acuerdo para las soluciones.

El camino es sin dudas, la concertación. El ámbito natural de esa concertación democrática es el Estado. La recuperación de la autoridad presidencial fue el punto de partida en la recuperación del Estado para el conjunto de los argentinos. La autoridad presidencial conduce al Estado en este camino de recuperación, y por lo tanto es razonable que sea quien defina los criterios de acción en el marco de esa concertación.


La sociedad argentina acompaña y sostiene la recuperación de su Estado Nacional, más allá del ruido escandaloso de los cuestionamientos más absurdos. Para consolidar esa recuperación necesaria para una democracia sustentable, es necesario recuperar la política para que la sociedad vuelva a verse reflejada en ella, como el medio para un ejercicio pleno de la ciudadanía que con su acción participa en las decisiones colectivas. Decisiones que hoy pasan por la reconstrucción nacional. Porque no hay que olvidar que la democracia se define por la responsabilidad colectiva en cuanto a nuestro destino como conjunto social. Lo demás, sólo es parte del pasado.

La integración bien entendida.

por Juan Escobar


¿Incorporarnos al mundo? Por supuesto. ¿A cualquier costo? De ninguna manera. De eso ya tenemos experiencia. Ya sabemos que el libre comercio reparte la libertad de una forma muy particular: ellos son libres de vendernos lo que quieran y nosotros somos libres para comprar lo que nos ofrecen. Y en este esquema queda claro hacia donde se va la plata.

La integración continental por el lado del libre comercio no sería otra cosa que la incorporación del conjunto de los países a un masivo campo de concentración económica, como etapa superadora de los campos que instaló el neoliberalismo reciente en cada país. Los argumentos son prácticamente los mismos que se usaron para incorporarnos al nuevo orden mundial de la globalización regida por el poder económico transnacional. Sus defensores locales son prácticamente los mismos abanderados de la apertura al mundo que dejó a la Argentina con la mitad de la población en la pobreza. Los resultados, por lo tanto, nos resultan previsibles, así como sus alcances potenciales de agravamiento de los problemas actuales. Lo que nos plantean es la secuela de una película de terror, que por definición, siempre es más terrible que la anterior.

Frente a este panorama, la decisión argentina de reafirmar el Mercosur como base de nuestro proyecto de integración regional, es coherente con una vocación de unión sudamericana, que se expresa a lo largo de nuestra experiencia histórica de luchas por la autodeterminación nacional. Que es parte de nuestra identidad colectiva. Donde puede cifrarse un destino de grandeza en común. Pero que en primera instancia significa nuestra única alternativa de supervivencia colectiva, en la medida que se asuma como proyecto y avance en su realización. El Mercosur implica un núcleo de integración en Sudamerica que, a partir de la incorporación de Venezuela, inicia una nueva etapa. Un avance, un paso más en el largo camino de integración que nos resta recorrer.

Hoy los argentinos recuperamos al Estado Nacional como base de realización de un proyecto nacional alineado con la integración latinoamericana. Un proyecto nacional que avanza con el liderazgo del estado nacional que ha vuelto ha representar a las mayorías populares. Un proyecto nacional que transita el camino de la integración en lo externo en el sentido del espacio abierto con el Mercosur, y en lo interno la recuperación del tejido social, fragmentado por la exclusión que provocó la concentración económica de las últimas décadas. Porque, como la caridad, la integración bien entendida empieza por casa.

El país integrado que se propone reconstruir el proyecto nacional en marcha precisa consolidarse en su base territorial que constituye el ámbito local. El lugar donde vive la gente, construye su pertenencia y desarrolla su convivencia cotidiana. Que es el lugar donde se atienden las necesidades de la población y que es justamente donde se expresan las carencias más urgentes.

Para que el proyecto nacional en curso se consolide, debe impregnar capilarmente el cuerpo social. Debe manifestarse en reformas institucionales del estado local para adecuarlo a las exigencias del presente y canalizar la participación social en el sentido del bien común.

Es por eso necesario avanzar en el sentido de un modelo de desarrollo local con justicia social, con un criterio de inclusión universal a través del pleno empleo que, abordando el municipio como unidad macroeconómica, reconstruya los mercados de trabajo locales arrasados por la globalización compulsiva, organizando los recursos propios (tanto los materiales como los intangibles) e incrementando activamente las capacidades productivas de la población, con instituciones políticas y económicas adecuadas para impulsar una mejora continua de la calidad de vida del conjunto social.

El municipio es la unidad organizativa de nuestro sistema político, pero también es la base de realización de la comunidad entendida como forma de integración social sustentable. La comunidad local, que a su vez se inserta en sucesivas instancias de integración, provinciales y regionales, cuya articulación progresiva es la tarea que tenemos colectivamente por delante.

Estamos transitando el camino de la integración, con las dificultades propias de lo que han hecho de nosotros, pero con la voluntad de volver a ser el país que nos debemos. Para contribuir a la unidad latinoamericana que es nuestro destino común. Para hacer frente a los desafíos, riesgos y oportunidades que plantea el mundo de hoy y devolverle la felicidad a nuestros pueblos.

(Noviembre de 2005)

Un voto de confianza (con K)

por Juan Escobar
Legitimación de la política.
El liderazgo del Presidente K se ha caracterizado desde el comienzo de su gestión por establecer un dialogo directo con la sociedad, con un mensaje que ha demostrado ser fecundo, en primera instancia, al reflejarse en niveles de popularidad sorprendentes si se considera la profunda crisis política e institucional en la que se vio inmerso el país tras el derrumbe del gobierno de la Alianza en diciembre de 2001.

Pero el profundo cambio que significó el Proyecto de país conducido desde el Estado Nacional, precisaba una ratificación como la que surgió de las urnas el pasado 23 de octubre, donde la ciudadanía dio una clara demostración de su respaldo a la alternativa de reconstrucción frente a los agoreros y oportunistas de diverso pelaje que intentaron una vez mas distraer al electorado de los verdaderos temas centrales para el colectivo social.

Mirando el panorama resultante en los partidos políticos, nos encontramos con un peronismo omnipresente por diseminación pero que se encolumna mayoritariamente en la conducción del presidente. Con un radicalismo mutilado por la diáspora, con un desprendimiento republicano y otro demócrata, uno más reaccionario y el otro más delirante, pero definitivamente radicales. Con una izquierda con más partidos que militantes, con una derecha que mete miedo y desconfianza a la mayoría. En este contexto la ecuación se resolvió de manera razonable en el sentido de continuar por el camino que nos está sacando del infierno. Se sabe que el camino es largo, pero no tanto como para dar crédito a los apocalípticos, ni tan lineal como para creer en soluciones mágicas.

Más allá de los intentos de encasillar la realidad política de nuestro país en términos de izquierdas, derechas y centros que poco dicen, más allá de las especulaciones previas acerca de los resultados, de la impunidad mística, de un peronismo que puede repartirse entre el oficialismo y la oposición, de las esquirlas de un radicalismo centrifugado por la historia, mas allá de todo, globalmente, la ciudadanía se expresó masivamente, en el mayor grado de participación en años, lo que ya es muestra de un progreso en la recuperación de la política como herramienta de las decisiones colectivas. No es poco.

Radicales libres
El lugar de la derrota suele ser un lugar complicado. Y suele complicarse aun más en la medida de la visibilidad de esa derrota. No es lo mismo perder entre cuatro paredes que a la vista de todo el mundo. Pero aun así, cuando uno pierde, y más si es radical tiene distintas alternativas de respuesta. Puede reconocer su derrota humildemente, haciendo el pobrecito, ante los pocos que todavía lo escuchan. Puede plantear que la ciudadanía no comprendió su mensaje y resentirse con la ciudadanía. O en su reciente versión mesiánica puede directamente enojarse con la ciudadanía, dando por sentado su complicidad con el mal, representado por todos los que no sean sus seguidores incondicionales, dicho con la seguridad y autoridad de quien, como Bush, afirma tener una relación directa con el espíritu santo.

Todas estas proyecciones del candidato soslayan, sin embargo, el punto de vista del votante. El votante que vota. O no vota. Que vota a favor de uno o vota para que no gane otro. Pero que vota gente, más que propuestas. Propuestas que pueden ser muy lindas, pero si el que las plantea no resulta creíble en los primeros minutos, el posible votante le hace zapping y a otra cosa. Porque el día de la elección se define el nivel de credibilidad relativa de los candidatos. Frente a eso, y una vez contados los votos, solo resta seguir trabajando en la construcción de esa credibilidad. Y preguntarse si lo que viene haciendo realmente contribuye a eso.


Identidades y proyecto de país
En una sociedad fragmentada, es natural que la dispersión se plasme en una constelación de minorías, en un mapa que parece el de Oceanía. El país de los grandes bloques, el país integrado, el país de las mayorías absolutas murió de muerte violenta. Hoy, todavía tenemos las consecuencias de un cuarto de siglo de destrucción que se inició con una dictadura militar y expiró con una mega-devaluación.

Esas consecuencias sólo se pueden afrontar con un proyecto de país, que implica la comprensión del problema y la capacidad para solucionarlo. Comprensión y capacidad que son la base fundamental del liderazgo que hoy ejerce el Estado Nacional recuperado para la sociedad.

Pero aun considerando la fragmentación, cuando hay un proyecto nacional, especialmente después del sistemático desmantelamiento y vaciamiento institucional que sufrió nuestro país, y cuando hay una conducción clara por parte del Estado Nacional, es natural que las diversas identidades que constituyen el juego político se polaricen a favor o en contra de ese proyecto.

Porque cuando está claro un proyecto, las identidades pasan a ser una cuestión secundaria, porque la cuestión principal es lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros. Los radicales, siempre van a ser radicales. Los socialistas siempre van a ser socialistas. Los peronistas, se sabe, son[1] incorregibles. Pero el proyecto de país en marcha es la oportunidad de cumplir con el mandato de la gente, que consiste en ponerse de acuerdo para la efectiva construcción del bien común. En el dialogo de las identidades, pero puestos a reconstruir el país que nos dejaron en ruinas.


De acá para adelante
Los resultados de las últimas elecciones abren un campo de posibilidades de realización que sin embargo es responsabilidad del conjunto de la sociedad y no meramente una carga que debe soportar el Estado Nacional.

El ejercicio de la ciudadanía no se agota en el sufragio. Por el contrario, el voto puede revelarse también como un punto de partida, como la apuesta por el cambio necesario, por un contexto que a su vez haga posible una mayor participación organizada. En nuevas formas de organización que tienen que surgir necesariamente de la misma sociedad que es la fuente de legitimidad del Estado como organización del colectivo social.

La realización del Proyecto Nacional implica el esfuerzo colectivo. Sostenido y organizado. Que sepa canalizar de manera eficiente el potencial creativo de nuestra sociedad para hacer realidad el país que nos debemos. En un marco de inclusión universal y pleno empleo que son la base de una justicia social sustentable. Con instituciones adecuadas para afrontar los desafíos de nuestro tiempo. Con iniciativa que se traduzca en organización. Con un compromiso que se traduzca en comunicación. Con responsabilidad que se manifieste en una ética de la solidaridad. En resumidas cuentas, con un ejercicio pleno de nuestra ciudadanía. De todos y de cada uno de nosotros, cruzando el umbral de lo individual para transitar el puente hacia la participación en las decisiones colectivas. Para reconstruir la ciudadanía de todos, partiendo de nuestra voluntad individual.

Por eso creo que esto recién empieza.

(Octubre de 2005)

[1] Somos.

Qué... la ciudadanía?

por Juan Escobar

Los períodos preelectorales suelen actualizar nuestro carácter de ciudadanos, hasta el día en que "la ciudadanía concurre a los comicios".

En este caso, cuando se habla de ciudadanía se está haciendo referencia al conjunto de los ciudadanos que ejercen su derecho/obligación del voto.

El sufragio es un ejercicio básico tanto para constituirnos en ciudadanos practicantes, como para legitimar el sistema representativo en el que se basa la democracia. Por eso decimos que el voto es la base, necesaria aunque no suficiente, de nuestra ciudadanía. Porque la ciudadanía es un fenómeno, -más precisamente una práctica-, de carácter multidimensional que abarca una diversidad de aspectos interrelacionados que refieren al sujeto que la ejerce, el que por eso mismo se convierte en ciudadano.

Por eso restringir la ciudadanía al voto es reducirla a su mínima expresión. Llevarla al límite donde si se lo traspasa, la ciudadanía tiende a desaparecer. De hecho se trata de una acción esporádica que si se identifica sin más con el ejercicio de la ciudadanía, deja la sensación de una discontinuidad que no llega a encarnarse en la cotidianeidad de su portador, el ciudadano. No es casual que ciertos fundamentalistas de mercado se hayan acostumbrado a insistir periódicamente con la cantinela de quitarle la obligatoriedad al voto.

Y esto último es congruente con la dinámica de los mercados, que responde a otra lógica, para la que el derecho es algo ajeno. Esa fría lógica de la oferta y la demanda, que expresa una visión unidimensional, donde sólo cuentan los intereses particulares y todo es reducido al carácter de mercancía. Donde el individualismo se convierte en una cárcel que pretende aislarnos de toda integración posible al conjunto social. Y por eso desestima cualquier idea de bien común que exceda el mero clima favorable a los negocios.

Una visión para la cual el derecho no es más que un obstáculo al enriquecimiento sin restricciones. Una visión que conlleva lógicamente a la demonización del Estado. La realidad entendida como la proliferación de los mercados es propia de ese economicismo cerrado y ciego, para el que la vida humana no es más que un dato que pierde terreno frente al equilibrio delas cuentas convertido en un fin en sí mismo. Por eso el neoliberalismo -que es la expresión de ese poder económico cuya única finalidad es concentrarse más allá de cualquier límite- suele teñirse de un cinismo que reconoce el precio de todas las cosas y el valor de ninguna.

En la Argentina, esa tendencia se sintetizó en la frase según la cual achicar al Estado era agrandar la Nación. Que encubría en realidad la destrucción del derecho y el aumento de la injusticia social hasta más allá de lo tolerable, llevada a cabo por todos los medios, sin desdeñar los más aberrantes. El pretendido tren de la historia al que nos forzaron a subir, finalmente nos condujo a un campo de concentración económica y exclusión social. Donde el Mercado se convirtió en el procedimiento único establecido para la atención de las necesidades humanas. Por acción y omisión de un Estado en retirada. Donde comés si tenés plata para comprar. Y si no tenés, fuiste.

La sociedad civil, que es decir la parte organizada de la sociedad, se comportó como una malla de contención frente a la voracidad sostenida de los mercados sin control. Y cuando esa dinámica estalló por los aires se comportó de manera responsable y solidaria. Porque la base de la sociedad civil es lo que se conoce como voluntariado, es decir aquellas personas que dedican parte de su tiempo a participar en formas organizacionales orientadas a la atención de necesidades sociales. Que es una forma activa y constructiva de ejercer la ciudadanía.

En Argentina, el voluntariado abarcaba aproximadamente un millón de personas, lo que no es decir poco. Con el derrumbe del Modelo de no-país, en diciembre del 2001, esa cifra se duplicó en el transcurso de un año. Dos millones de personas participando en organizaciones de lo más diversas abocadas al salvataje de damnificados por un mercado que era tan libre que se reservaba el derecho de admisión y permanencia.

Hoy estamos en el comienzo del largo camino que nos alejará definitivamente del infierno. Ese camino puede transitarse descansando en los esfuerzos de un Estado que es de todos. Pero hay muchos argentinos que no se contentan con esperar. Y que no están solos. Y suman sus esfuerzos cotidianos contribuyendo a la construcción del bien común, acompañando el liderazgode un Estado Nacional que volvió a interpretar las necesidades del conjunto y actúa en consecuencia.

El desafío de la democracia es la articulación de los intereses particulares de manera que conduzcan al bien común. La herramienta en nuestras manos es la ciudadanía. Y es una herramienta de cambio que se conoce cuanto más se practica. Porque en democracia, el bien común es una responsabilidad colectiva, pero que se encarna en cada individuo en la medida que asume su carácter de ciudadano.


El estilo argentino

Durante la primera mitad del siglo XX, nuestro país experimentó un crecimiento paulatino y sostenido del nivel de politización de sus pobladores, que llegó a su máxima expresión en la década peronista de cuyo final se cumple medio siglo en estos días.

La inmigración de principios de siglo XX que trajo sus valijas de prácticas sindicales y políticas; la incorporación de las clases medias a partir del yrigoyenismo, la irrupción de los trabajadores y las mujeres a la escena política de la mano de Perón y Evita. Sucesivamente se iban incorporando diferentes sectores sociales a una política que hasta entonces era propiedad de elegantes señores de galera que habían convertido al país en una estancia al servicio del mejor postor. A cada incorporación de un nuevo sector le sucedía una reacción que pretendía infructuosamente llevar por cualquier medio las cosas a su estado anterior.

La historia se evidenciaba como lucha y la política era el ámbito natural donde se definía el sentido y la orientación de la historia. Se vivía con intensidad un compromiso que se asumía político, sin ambages y sin culpas. En esa primera mitad del siglo XX se consolidó la militancia política como el estilo argentino para ejercer la ciudadanía, esto es, se estableció como el eje en torno del cual se organizaba la participación en las decisiones colectivas, signado por el debate apasionado de ideas y una acción decidida sobre la realidad.

La segunda mitad del siglo fue el tiempo de la expansión sin pausa de los mercados internacionales sobre las poblaciones civiles, que terminó dando paso a la etapa de la globalización económica en cuya atmósfera estamos inmersos. Los estados nacionales, y especialmente el nuestro, vieron relativizarse su capacidad de incidir en la realidad frente al avance brutalde un poder económico que, en la medida que no se le opone resistencia, no cesa de concentrarse al tiempo que genera masivamente exclusión social sobre las poblaciones humanas menos protegidas.

La militancia argentina, ese compromiso puesto en acto, fue evolucionando con el tiempo, dejando paulatinamente a la actividad política frente a un Estado que salvo en breves lapsos, había dejado de ser el ámbito de participación establecido para las decisiones colectivas. A medida que se iban agravando los problemas sociales por la expulsión de crecientessectores de la población por la retirada del Estado, la vocación política, el compromiso militante se avocaba en mayor proporción a la atención directa y solidaria de necesidades concretas. Esto se acentuó particularmente en el transcurso de los últimos veinticinco años del siglo pasado, tiempo que nos trae prácticamente a la etapa previa inmediata a nuestros días, ese infierno del que la Argentina está saliendo.

Hacia el año 2000, lo que se ha dado en llamar “voluntariado” en nuestro país identificaba la actividad cotidiana de aproximadamente un millón de personas, que ejercían su ciudadanía asumiendo responsabilidades sobre la vida de la población que el Estado había dejado de atender. En el 2002, cuando arreciaron las consecuencias sociales del derrumbe final, ese millón de voluntades se duplicó, en el marco de una gran cantidad de organizaciones de los más diversos tamaños y niveles de formalidad.

La militancia, ese estilo argentino de ejercicio de la ciudadanía, siempre encuentra el cauce para actuar en la realidad. Vivimos tiempos de recuperación del Estado como expresión de una voluntad nacional y popular de reconstrucción. Nos resta recuperar plenamente la política como ámbito de participación colectiva para la definición y realización efectiva delProyecto de País que nos debemos como Nación. Hay toda una experiencia histórica que precisa de nuestra creatividad para proyectarnos al futuro cercano como una comunidad nacional integrada a partir de la justicia social que, en palabras de Bernardo Kliksberg, es el mandato ético de nuestras democracias contemporáneas.

(Julio de 2005)