domingo, 2 de marzo de 2014

Un corte y enseguida volvemos


*Publicado en la revista Actitud nro. 23 (Abril de 2008) 


Si no me protege el empleado mayor 
(que proyecta todo el tiempo mi televisor)
será promovido para navidad 
¿Cómo no se nos ocurrió?  
Patricio Rey (Mi tv führer)
1.
Más allá de las intenciones —hayan sido expresadas con sinceridad o hipocresía— de muchos de los involucrados, particularmente de los ejecutores materiales de los cortes de rutas, a lo que asistió el país durante los 21 días del lockout agrario es lo que se conoce como golpe de mercado. Un tremendo golpe al mercado interno, con perjuicios millonarios y daños en algunos casos irreparables. Cuyos alcances, en términos de costos reales, no será sencillo determinar con precisión.
Donde los millones de litros de leche derramada y las toneladas de alimentos desperdiciados son apenas datos que empalidecen en el contexto de las pérdidas generales que debe afrontar la sociedad tras los hechos.
Porque la presunción de buena fe no es incompatible con un reconocimiento de sus consecuencias reales.
Consecuencias que traen a colación el debate social siempre postergado acerca de los límites de las protestas, de su imprescindible autorregulación responsable.
Atendiendo que la responsabilidad respecto de las acciones individuales y colectivas constituye un atributo básico del ejercicio de la ciudadanía. Esa ciudadanía que hace trascender al mero individuo hacia su confi- guración como un sujeto con derechos y obligaciones de cara al conjunto. Algo que cobra especial sentido en democracia. En la democracia real que se practica efectivamente y con las dificultades propias del caso argentino, de la historia reciente y sus múltiples heridas.
En un país donde la institucionalización de las bases de una democracia expansiva siempre ha sido trabajosa, el corte de ruta, sin embargo, se ha popularizado, aunque en un sentido inverso. Alcanzando los sectores medios, que son los que pasaron las noches en los piquetes.
Sectores medios que suelen ser frecuentemente funcionales a otros intereses que no los propios, más precisamente de quienes se benefician con su exposición.
Eso que se conoce como heteronomía, contradictoria de toda autonomía. Es decir, eso de actuar en función de otro y sus intereses. La Sociedad Rural, completamente agradecida. Deuda saldada con un par de palmadas en las espaldas de los pequeños productores.
Y a otra cosa.

2.
La exigencia de calidad institucional suele encontrar en el Estado nacional un destinatario excluyente. Pero lo cierto es que la sociedad en sus manifestaciones, los comportamientos sociales explícitos, distan mucho de trascender la instancia de una palmaria precariedad.
Como si cada sector social trenzado en alguna de las múltiples disputas que atraviesan la sociedad, uniéndola en el conflicto, siempre como en un partido de fútbol, mantuviera a los argentinos encerrados en múltiples parcialidades, en infinitos microclimas. Como dijera García: “cada cual tiene un trip en el bocho, / difícil que lleguemos a ponernos de acuerdo”. Lo que está en juego es la construcción de un sentido colectivo. Un sentido común, básico, un consenso mínimo y aún minimalista para trascender la confrontación de las partes entre sí, así como de algunas partes, no siempre las de menor peso y capacidad de fuego, contra el todo.
Los cortes de ruta han demostrado ser una práctica que ya no diferencia las fronteras sociales. Una práctica que consiste básicamente en perjudicar —evitando una palabra más castiza— a los demás para que se atienda el propio reclamo. Una práctica que viene acompañada por otro fenómeno emergente conocido como asambleísmo. Informalidad y espontaneísmo presentados como fuente de legitimidad para cualquier cosa. Porque todo espontaneísmo deriva necesariamente en la improvisación que no siempre cierra la puerta al caos. Precariedad insalvable. Campo fértil para cualquier oportunismo.
Por otra parte quedó de manifiesto en esta crisis inducida por el campo que la demasía y el desborde tampoco pueden ser considerados exclusivos de un sector en particular. Que nadie posee el monopolio ni de la civilización ni de la barbarie. Con una parte de la sociedad con "síndrome de Estocolmo" frente a la extorsión ejercida por una minoría con "síndrome de General Motors" donde lo bueno para "el campo" vendría a ser bueno para el país, un esquema donde "el campo" vendría a ser la reserva moral de la Nación. Y más, porque esos intereses particulares metaforizados como "el campo", no serían otra cosa que el verdadero nombre de la Patria. Un poco mucho para mi gusto y el de alguno que otro.
Ya la declaración del paro por tiempo indeterminado había sido una desmesura. Una parodia de la vieja huelga revolucionaria que rara vez revolucionó algo.
Pero no fue la última. El establecimiento de esa suerte de aduanas interiores en que se constituyeron los cortes de ruta del agro, con numerosas situaciones de violencia desatada con aquellos que no acataran su señorío feudal sobre esa porción de tierra arrebatada al conjunto representado por el Estado, arrogándose el derecho de inspeccionar las cargas, en más de una oportunidad ocasionando un perjuicio económico personal a quienes nada tienen que ver con la resolución del conflicto, para determinar si finalmente se le concede el paso, como una indulgencia. Convengamos que esta práctica, siempre informal, va llegando a límites que rozan la delincuencia. Y no necesariamente la más leve.
Un modelo a priori represivo respecto de la protesta social, —como el que se clausuró en el 2003—, enfocaría la cuestión con el Código Penal en la mano. Y tendría para entretenerse un rato largo, con la abundancia de argumentos para justificar el ejercicio del siempre vigente monopolio de la violencia legítima por parte del Estado, especialmente en situaciones extremas.
Sin necesidad de recurrir al artículo 22 de la Constitución Nacional. Desde una perspectiva como aquella, seguramente, con mucho menos que esto se hubiera establecido el estado de sitio. Hubiera sido, como lo demuestra la experiencia, un desastre de aquellos.
Por el contrario, —por encima del salvajismo económico de la protesta, de su abierta hostilidad hacia las instituciones democráticas y su virulencia opositora contra el modelo de país que el gobierno impulsa, azuzada por una claque de políticos sin destino, devenidos en profetas de un odio clasista escasamente disimulado— el gobierno nacional respondió con un planteo coherente con el proyecto nacional distributivo en marcha, que derivó finalmente en una mayor atención de los intereses de los segmentos más vulnerables del sector.

3.
A río revuelto, la comunicación masiva tirando nafta sobre el fuego, a la caza de alguna escena de hondo dramatismo para usarla como insumo a las eternas cadenas de proliferación que las repiten al infinito en todos los canales de noticias que llegan al televisor que la mayoría tiene en su casa. Buscando la sangre, en la apoteosis, dar con un muerto, que no será más que eso, algunas letras en un titular, algunos segundos al aire en una noticia, para luego pasar a otro tema.
Guiando —y guionando— la atención del televidente hacia aquello que los grandes medios consideran que hay que mirar. Esto es, fundamentalmente, evitando que vean aquello que consideran que hay que ocultar.
Porque la orientación política y las opciones sectoriales por las que toma partido la comunicación masiva se evidencian tanto en lo que los medios comunican como en lo que callan, tanto en lo que muestran como en lo que omiten. Así es que los televidentes terminan viendo exclusivamente lo que los medios miran al tiempo que venden lo que la gente ve. Porque es en la comunicación masiva donde se establecen el campo de la visibilidad, con parámetros y escalas que definen su jerarquía, el oligopolio momentáneo de la atención, la concentración de los primeros planos y las primeras planas en una verdadera pelea por el título, siempre arreglada de antemano. En un contexto de realismo mágico convenientemente empaquetado en un continuo sinfín donde empalma naturalmente con la atmósfera de fantasía de las tandas publicitarias, punto de convergencia con los intereses de los anunciantes.
Vaya sólo como ejemplo. La ausencia de los consumidores en las pantallas no fue un faltazo de las distintas asociaciones que se nuclean en su defensa. No en una situación de creciente desabastecimiento donde la escasez hace de la oferta y la demanda una ley con mayor incidencia en la realidad que las leyes de la física.
En rigor fueron los medios masivos los que les aplicaron el derecho de admisión y permanencia, opacando un protagonismo que venía al caso y relegando sus voces a zonas marginales de la comunicación, lejos de la consideración que suele prodigárseles en momentos donde el objetivo central es promover expectativas inflacionarias que tienden a naturalizar los aumentos de precios. Lo preocupante de esto es que viene a recordar la virtualidad más que el virtuosismo de la defensa del consumidor en la Argentina, por su insalvable dependencia de los medios masivos para mantener cualquier contacto —ni hablar de relación— con la sociedad, en un contexto donde el mercado se establece como una serie de atmósferas controladas, un entorno artificial que determina la situación del consumidor como la de un no–sujeto en un no–lugar.

4.
Porque algo hubo también de experimento mediático en todo esto. De exploración a los límites de lo posible, de tentativa que podrá transformarse en antecedente de alguna probable arremetida futura. Con los medios masivos oficiando de brazo ejecutor de los intereses concretos del poder económico que en cuestiones distributivas a lo sumo puede tolerar la teoría del derrame porque la sabe más una falacia, una ficción. Un poder económico que articula el poder real de toda sociedad de mercado contemporánea, lo que es decir cualquier sociedad occidental u occidentalizada de acuerdo a los parámetros impuestos por la globalización.
Queda claro que cualquier reclamo asumido como propio por los medios masivos y promovido por ellos puede derivar en manifestaciones multitudinarias, con más de uno que se moviliza aunque más no sea con la esperanza remota de aparecer unos segundos en la tele y cobrar una mayor relevancia entre sus conocidos al día siguiente. Los remanidos quince minutos de fama que auguraba Warhol para todos en el futuro, se han demostrado reservados sólo para los elegidos. Hoy son legión aquellos cuya ansia de notoriedad o mero berretín de figurar se conforma apenas con aparecer saludando en cámara.
La historia del cacerolismo vino a revelarse graciosamente marxista. Por una parte aquella tragedia del 2001, por la otra su repetición esta comedia de ollas devenidas vajilla de plata y aún, —como quedó plasmada en alguna recorrida por los piquetes más paquetes en las calles de alguno de los barrios más tradicionales y caros de la Ciudad de Buenos Aires—, blandiendo la campanita de llamar al personal doméstico.
El problema es que una parte significativa de la sociedad entiende la realidad como lo que le muestran los medios masivos. Es una cuestión estratégica y una tarea de la política. Al menos de aquella política dispuesta a construir un país mejor para el conjunto de los argentinos, acompañando el liderazgo de la autoridad presidencial. Esa política que falta. La que signifique un acompañamiento más real que la mera foto o el afiche de ocasión. Más en los hechos cotidianos que en las adhesiones siempre circunstanciales. En una práctica política que se manifieste adecuada para contribuir a alcanzar los objetivos fundamentales del país, complementando y fortaleciendo la iniciativa del Estado en ese sentido.
 

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