*Publicado en la revista Actitud nro. 23 (Abril de 2008)
Si no me protege el empleado mayor
(que proyecta todo el tiempo mi televisor)
será promovido para navidad
¿Cómo no se nos ocurrió?
Patricio Rey (Mi tv führer)
(que proyecta todo el tiempo mi televisor)
será promovido para navidad
¿Cómo no se nos ocurrió?
Patricio Rey (Mi tv führer)
1.
Más allá de las intenciones —hayan sido expresadas con sinceridad o
hipocresía— de muchos de los involucrados, particularmente de los ejecutores
materiales de los cortes de rutas, a lo que asistió el país durante los 21 días
del lockout agrario es lo que se conoce como golpe de mercado. Un tremendo
golpe al mercado interno, con perjuicios millonarios y daños en algunos casos
irreparables. Cuyos alcances, en términos de costos reales, no será sencillo
determinar con precisión.
Donde los millones de litros de leche derramada y las toneladas de
alimentos desperdiciados son apenas datos que empalidecen en el contexto de las
pérdidas generales que debe afrontar la sociedad tras los hechos.
Porque la presunción de buena fe no es incompatible con un
reconocimiento de sus consecuencias reales.
Consecuencias que traen a colación el debate social siempre postergado
acerca de los límites de las protestas, de su imprescindible autorregulación
responsable.
Atendiendo que la responsabilidad respecto de las acciones individuales
y colectivas constituye un atributo básico del ejercicio de la ciudadanía. Esa
ciudadanía que hace trascender al mero individuo hacia su confi- guración como
un sujeto con derechos y obligaciones de cara al conjunto. Algo que cobra
especial sentido en democracia. En la democracia real que se practica
efectivamente y con las dificultades propias del caso argentino, de la historia
reciente y sus múltiples heridas.
En un país donde la institucionalización de las bases de una
democracia expansiva siempre ha sido trabajosa, el corte de ruta, sin embargo,
se ha popularizado, aunque en un sentido inverso. Alcanzando los sectores
medios, que son los que pasaron las noches en los piquetes.
Sectores medios que suelen ser frecuentemente funcionales a otros
intereses que no los propios, más precisamente de quienes se benefician con su
exposición.
Eso que se conoce como heteronomía, contradictoria de toda autonomía.
Es decir, eso de actuar en función de otro y sus intereses. La Sociedad Rural, completamente
agradecida. Deuda saldada con un par de palmadas en las espaldas de los
pequeños productores.
Y a otra cosa.
2.
La exigencia de calidad institucional suele encontrar en el Estado
nacional un destinatario excluyente. Pero lo cierto es que la sociedad en sus
manifestaciones, los comportamientos sociales explícitos, distan mucho de trascender
la instancia de una palmaria precariedad.
Como si cada sector social trenzado en alguna de las múltiples
disputas que atraviesan la sociedad, uniéndola en el conflicto, siempre como en
un partido de fútbol, mantuviera a los argentinos encerrados en múltiples parcialidades,
en infinitos microclimas. Como dijera García: “cada cual tiene un trip en el
bocho, / difícil que lleguemos a ponernos de acuerdo”. Lo que está en juego es
la construcción de un sentido colectivo. Un sentido común, básico, un consenso
mínimo y aún minimalista para trascender la confrontación de las partes entre
sí, así como de algunas partes, no siempre las de menor peso y capacidad de
fuego, contra el todo.
Los cortes de ruta han demostrado ser una práctica que ya no
diferencia las fronteras sociales. Una práctica que consiste básicamente en
perjudicar —evitando una palabra más castiza— a los demás para que se atienda
el propio reclamo. Una práctica que viene acompañada por otro fenómeno emergente
conocido como asambleísmo. Informalidad y espontaneísmo presentados como fuente
de legitimidad para cualquier cosa. Porque todo espontaneísmo deriva
necesariamente en la improvisación que no siempre cierra la puerta al caos.
Precariedad insalvable. Campo fértil para cualquier oportunismo.
Por otra parte quedó de manifiesto en esta crisis inducida por el
campo que la demasía y el desborde tampoco pueden ser considerados exclusivos
de un sector en particular. Que nadie posee el monopolio ni de la civilización ni
de la barbarie. Con una parte de la sociedad con "síndrome de
Estocolmo" frente a la extorsión ejercida por una minoría con
"síndrome de General Motors" donde lo bueno para "el campo"
vendría a ser bueno para el país, un esquema donde "el campo" vendría
a ser la reserva moral de la Nación. Y más, porque esos intereses particulares
metaforizados como "el campo", no serían otra cosa que el verdadero
nombre de la Patria. Un poco mucho para mi gusto y el de alguno que otro.
Ya la declaración del paro por tiempo indeterminado había sido una
desmesura. Una parodia de la vieja huelga revolucionaria que rara vez
revolucionó algo.
Pero no fue la última. El establecimiento de esa suerte de aduanas
interiores en que se constituyeron los cortes de ruta del agro, con numerosas
situaciones de violencia desatada con aquellos que no acataran su señorío feudal
sobre esa porción de tierra arrebatada al conjunto representado por el Estado,
arrogándose el derecho de inspeccionar las cargas, en más de una oportunidad ocasionando
un perjuicio económico personal a quienes nada tienen que ver con la resolución
del conflicto, para determinar si finalmente se le concede el paso, como una
indulgencia. Convengamos que esta práctica, siempre informal, va llegando a
límites que rozan la delincuencia. Y no necesariamente la más leve.
Un modelo a priori represivo respecto de la protesta social, —como el
que se clausuró en el 2003—, enfocaría la cuestión con el Código Penal en la
mano. Y tendría para entretenerse un rato largo, con la abundancia de
argumentos para justificar el ejercicio del siempre vigente monopolio de la
violencia legítima por parte del Estado, especialmente en situaciones extremas.
Sin necesidad de recurrir al artículo 22 de la Constitución Nacional.
Desde una perspectiva como aquella, seguramente, con mucho menos que esto se
hubiera establecido el estado de sitio. Hubiera sido, como lo demuestra la
experiencia, un desastre de aquellos.
Por el contrario, —por encima del salvajismo económico de la protesta,
de su abierta hostilidad hacia las instituciones democráticas y su virulencia
opositora contra el modelo de país que el gobierno impulsa, azuzada por una
claque de políticos sin destino, devenidos en profetas de un odio clasista
escasamente disimulado— el gobierno nacional respondió con un planteo coherente
con el proyecto nacional distributivo en marcha, que derivó finalmente en una
mayor atención de los intereses de los segmentos más vulnerables del sector.
3.
A río revuelto, la comunicación masiva tirando nafta sobre el fuego, a
la caza de alguna escena de hondo dramatismo para usarla como insumo a las
eternas cadenas de proliferación que las repiten al infinito en todos los
canales de noticias que llegan al televisor que la mayoría tiene en su casa.
Buscando la sangre, en la apoteosis, dar con un muerto, que no será más que
eso, algunas letras en un titular, algunos segundos al aire en una noticia,
para luego pasar a otro tema.
Guiando —y guionando— la atención del televidente hacia aquello que
los grandes medios consideran que hay que mirar. Esto es, fundamentalmente,
evitando que vean aquello que consideran que hay que ocultar.
Porque la orientación política y las opciones sectoriales por las que
toma partido la comunicación masiva se evidencian tanto en lo que los medios
comunican como en lo que callan, tanto en lo que muestran como en lo que
omiten. Así es que los televidentes terminan viendo exclusivamente lo que los
medios miran al tiempo que venden lo que la gente ve. Porque es en la
comunicación masiva donde se establecen el campo de la visibilidad, con
parámetros y escalas que definen su jerarquía, el oligopolio momentáneo de la
atención, la concentración de los primeros planos y las primeras planas en una
verdadera pelea por el título, siempre arreglada de antemano. En un contexto de
realismo mágico convenientemente empaquetado en un continuo sinfín donde
empalma naturalmente con la atmósfera de fantasía de las tandas publicitarias,
punto de convergencia con los intereses de los anunciantes.
Vaya sólo como ejemplo. La ausencia de los consumidores en las
pantallas no fue un faltazo de las distintas asociaciones que se nuclean en su
defensa. No en una situación de creciente desabastecimiento donde la escasez hace
de la oferta y la demanda una ley con mayor incidencia en la realidad que las
leyes de la física.
En rigor fueron los medios masivos los que les aplicaron el derecho de
admisión y permanencia, opacando un protagonismo que venía al caso y relegando
sus voces a zonas marginales de la comunicación, lejos de la consideración que
suele prodigárseles en momentos donde el objetivo central es promover
expectativas inflacionarias que tienden a naturalizar los aumentos de precios.
Lo preocupante de esto es que viene a recordar la virtualidad más que el
virtuosismo de la defensa del consumidor en la Argentina, por su insalvable
dependencia de los medios masivos para mantener cualquier contacto —ni hablar
de relación— con la sociedad, en un contexto donde el mercado se establece como
una serie de atmósferas controladas, un entorno artificial que determina la
situación del consumidor como la de un no–sujeto en un no–lugar.
4.
Porque algo hubo también de experimento mediático en todo esto. De
exploración a los límites de lo posible, de tentativa que podrá transformarse
en antecedente de alguna probable arremetida futura. Con los medios masivos
oficiando de brazo ejecutor de los intereses concretos del poder económico que
en cuestiones distributivas a lo sumo puede tolerar la teoría del derrame porque
la sabe más una falacia, una ficción. Un poder económico que articula el poder
real de toda sociedad de mercado contemporánea, lo que es decir cualquier sociedad
occidental u occidentalizada de acuerdo a los parámetros impuestos por la
globalización.
Queda claro que cualquier reclamo asumido como propio por los medios
masivos y promovido por ellos puede derivar en manifestaciones multitudinarias,
con más de uno que se moviliza aunque más no sea con la esperanza remota de
aparecer unos segundos en la tele y cobrar una mayor relevancia entre sus
conocidos al día siguiente. Los remanidos quince minutos de fama que auguraba
Warhol para todos en el futuro, se han demostrado reservados sólo para los
elegidos. Hoy son legión aquellos cuya ansia de notoriedad o mero berretín
de figurar se conforma apenas con aparecer saludando en
cámara.
La historia del cacerolismo vino a revelarse graciosamente marxista.
Por una parte aquella tragedia del 2001, por la otra su repetición esta comedia
de ollas devenidas vajilla de plata y aún, —como quedó plasmada en alguna
recorrida por los piquetes más paquetes en las calles de alguno de los barrios
más tradicionales y caros de la Ciudad de Buenos Aires—, blandiendo la campanita
de llamar al personal doméstico.
El problema es que una parte significativa de la sociedad entiende la
realidad como lo que le muestran los medios masivos. Es una cuestión
estratégica y una tarea de la política. Al menos de aquella política dispuesta a
construir un país mejor para el conjunto de los argentinos, acompañando el liderazgo
de la autoridad presidencial. Esa política que falta. La que signifique un
acompañamiento más real que la mera foto o el afiche de ocasión. Más en los
hechos cotidianos que en las adhesiones siempre circunstanciales. En una práctica
política que se manifieste adecuada para contribuir a alcanzar los objetivos
fundamentales del país, complementando y fortaleciendo la iniciativa del Estado
en ese sentido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario