domingo, 2 de marzo de 2014

Pantallazos de campaña

*Inédito. Mar del Plata, Provincia de Bs. As. Enero de 2009.



Una sociedad en circuito cerrado de televisión.
Luis Felipe Noé (Una sociedad colonial avanzada)
Pantallazos, golpes de pantalla. Esos a los que tanto argentinos como latinoamericanos venimos acostumbrándonos. Avistamientos de urgencias que no descansan. Paradojales noticias de último momento, paradojales porque siempre hay momentos posteriores. Año electoral, y aún si no lo fuera: año de previsibles campañas que se suceden, cuando no se dan en simultáneo.
Casi siempre sorprendente o curiosa genealogía de las palabras. Campaña: “serie de operaciones militares o de propaganda que se emprenden para lograr un objetivo determinado”. Al parecer, la palabra viene del francés campagne que no sería otra cosa que el campo de batalla. Como la batalla que el héroe imaginario (de los traficantes transnacionales de granos) bautizado con el apelativo telúrico de “El Campo” emprendió contra el Estado nacional (en su carácter de regulador de las relaciones sociales) durante el primer año de la gestión presidencial en curso. Batalla y campo, campañas, operaciones de propaganda dirigidas a públicos formateados por décadas de neoliberalismo. Una batalla donde, como en la guerra, la primera víctima fue la verdad.
Una verdad hecha trizas, fragmentada por las islas de edición, lanzadas como esquirlas en la cara del televidente. No fueron pocos los que con su comporta- miento y movilización respondieron –sin pensar– a los dictados de los principales aparatos ideológicos del mercado. Que reproducen el procedimiento que rige la opinión pública. Instituyese como un poder aparte. Un poder real, no virtual. Con intereses concretos. Contantes y sonantes como lo determina su naturaleza compleja, compuesta por empresas de negocios. Organizadas en una trama cuyas terminales nerviosas están en cada casa, y a la que se conecta la mayoría de las poblaciones.

Cuestión de encuadre
Nos muestran una realidad, la vemos por televisión. Nos escandalizamos por lo que nos muestra, o nos emocionamos, nos preocupamos, nos enojamos. Hay un género para cada cosa. Compramos los productos que, como quien no quiere la cosa, la televisión nos ofrece. Haciendo como que lo central de la programación son los programas y no las tandas publicitarias.
Nos entretenemos. Estamos. En un ámbito virtual que despliega su atmósfera en el ambiente hogareño. Como un airbag, contra nuestras narices, inmersos en un entorno electrónico. Ver para creer ciegamente.
La comunicación masiva se caracteriza por su trivialización de la realidad. Una comunicación que es masiva, afirmaría Pero Grullo, en la medida que masifica. En la medida también que administra la credibilidad, fundamento de la opinión pública. Ya lo decía Scalabrini Ortiz: “¡Creer! He allí toda la magia de la vida”. Administra, que es decir: canaliza cobrando un peaje, mercantilizando la participación. Llame ya! Por unos mangos más iva el mensajito.
Hablamos de ella. Hablamos de lo que ella muestra. En segmentos de la sociedad, la inclusión en el diálogo cotidiano depende del interés que se tenga en uno u otro programa de televisión. Es lo que marca la continuidad entre un día y otro, marcando la tendencia del sentido.
Un sentido pobre. Pero al menos se prende el aparato y está al alcance de cualquiera. O casi.
Adictos a ella, o críticos acérrimos que la miran de reojo. Pero en torno de ella. Estar del otro lado de la pantalla es ser visto potencialmente por todos, porque se trata de un orden de inclusión prácticamente universal, aunque en la gradación de acceso que establece el mercado. Ver lo que ven todos, entonces, es ver televisión. Si la realidad es lo que dicta la opinión pública, que gira en torno de la televisión, entonces, la realidad es lo que muestra la televisión.
La cuestión es para dónde enfoca. Para donde enfocan las cámaras, y cuál es el criterio que determina que las cámaras enfoquen para ahí. Donde mira para mostrar. Qué fragmento. Un gran ojo, omnisciente, que mira para mostrar. Que puede verlo todo, pero que raramente se muestra a sí mismo de manera realista.
El problema, en rigor, es mirar la televisión como quien mira la realidad. Guardaría relación con cierta perspectiva oriental que entiende lo que llamamos realidad como mera apariencia, como una ilusión. Una representación –en el sentido más teatral de la palabra.
Es decir, de algo que está en el lugar de la realidad, pero que no es real, sino apenas una versión acotada de la realidad. La realidad vista a través de un código de interpretación que establece jerarquías de valores para la palabra y la imagen. Que le da un lugar para cada cosa. Que constituye un orden.
Incluso no son pocos los que pasan por alto ciertas cuestiones naturales de las relaciones de mercado y hacen como si nada de eso pudiera afectar la objetividad que establece –más que ejercer– la maquinaria de la comunicación masiva. Objetividad que se asume como una virtud de facto respecto de la información que derrama sobre la sociedad.

Posiciones.
Tomar posición, tomar partido. Tomar determinaciones. Decir: yo de este lado. En lo posible, más allá del mero interés individual. Porque se abre un nuevo tiempo de elecciones. Colectivas, que hacen al conjunto social con su diversidad inherente. Pero con una pertenencia (en) común: el país. Para seguir desandando todo lo que resta de la destrucción sistemática de la conciencia nacional que inició la dictadura y se extendió por un cuarto de siglo.
Para profundizar el camino de las necesarias recuperaciones, reconstrucciones y consolidaciones que inició el país hace poco menos de seis años. Pensando y sintiendo en nacional. Coincidiendo con Zitarrosa en aquello de que hay una forma de amar que es un modo de conciencia. Especialmente respecto del país y el pueblo del que se forma parte.
Los argentinos se dirigen hacia otro punto de inflexión de esos donde se pone en juego su destino como nación. Donde lo que nuevamente está en cuestión no son las desprolijidades de la que ninguna gestión está exenta. Porque lo que subyace a la superficialidad criticona de la oposición es el cuestionamiento no a los detalles sino al trazo grueso del proyecto nacional en marcha –con las dificultades propias y ajenas del caso– desde el 25 de mayo del 2003.
El interés nacional, el interés del conjunto viene cobrando cuerpo desde entonces en el Estado nacional recuperado para las mayorías populares.
Sólo la ingenuidad puede suponer que es la mejora del actual modelo lo que motiva a la oposición en su arremetida cada vez con mayor ánimo destituyente.
Sólo la ingenuidad puede suponer que la oposición representa un proyecto donde se consolidarían los avances, para seguir construyendo sobre ellos un presente y un futuro mejor para el conjunto de los argentinos.
Sólo la ingenuidad, que en política suele distar mucho de ser inocente.
Lo concreto es que en el contexto actual, todo avance de la oposición implica un retroceso para los intereses nacionales. Esto quedó demostrado rotundamente en el transcurso del conflicto con la Sociedad Rural –que aplaudió a todas las dictaduras porque formaba parte de ellas– y sus lacayos pseudo–progresistas que para luchar mejor contra la pobreza se pusieron del lado de los ricos.
Cuídense porque andan sueltos. Como chancho por la casa. Y quieren repetir la historia del año pasado. Pero para evitar que se repita como parodia ya prometieron –por boca de Buzzi, uno de sus monigotes más destacados– los muertos que dicen haber querido evitar la temporada anterior. Aparte, la continuación de su campaña de descalificación de la democracia se viene con una remake del voto calificado. Donde el voto de los patrones vale doble y es más: ya prometen decirle a la gente –como lo hacen con sus peones, con la bendición del Rey Momo– qué votar o qué no votar. Dando por sentado que la gente no sabe lo que más le conviene.
No a la misma gente, sino al club exclusivo de los bolsillos gordos conocida como “El campo”. Como diciéndole a la gente: “Ponete así”. Para jugar al Cleto.

Brancaleones.
Esa actitud de la oposición complaciente con “El campo (de concentración económica)” se confirmó como tendencia firme en cada una de las tenidas subsiguientes en el escenario institucional del parlamento. Todas ellas dirimidas con mayorías más que suficientes a favor de las iniciativas del Estado. Y todas ellas ocasiones de orsai donde los variopintos personajes de la oposición –tan definidos como están por el oportunismo– no perdieron oportunidad de quedar en evidencia, como quien dice, de mostrar la hilacha.
Sea por la movilidad jubilatoria, en cuyo debate ignoraban maliciosamente la relación directa entre la cantidad de trabajadores en blanco y lo que se puede garantizar como pago a los jubilados. Al mismo tiempo y como quien no quiere la cosa se le recriminaba al gobierno haber incorporado más de un millón de personas a los beneficios de la seguridad social. Y después dicen estar a favor de una sociedad más inclusiva.
O más aún, cuando se recuperó de la administración de los aportes por parte del Estado, donde se desgarraron las vestiduras en defensa de las AFJP con una vehemencia que nunca es gratuita. Con loas al Sacro Mercado Financiero, pregonaban que el gobierno tenía que imitar lo que se hacía en el norte, es decir rescatar a las instituciones financieras –allá los bancos, acá las AFJP, todo un monumento al choreo– sin percatarse siquiera si se arruinaba la gente.
O peor todavía, las desopilantes iniciativas para quebrar Aerolíneas Argentinas hasta ver qué se hace, como quien mata al enfermo para luego discutir tranquilos el tratamiento. Finalmente la nacionalización terminó imponiéndose, incluso contra el lobby de alguna línea aérea extranjera a favor de los cielos abiertos que fuera recibido con los brazos y quizás los bolsillos abiertos por más de un “referente” de la oposición. Una oposición que dejó blanco sobre negro los límites de sus propias posibilidades: mucha declaración, mucha conferencia de prensa. Y nada de nada de técnica legislativa, nada de aporte al bien común. Apenas proyectos que no remontan la categoría de mamarracho, garrapateados de apuro, apenas para tener un papel que blandir frente a las cámaras de la tele.

Narices.
La oposición se alista en una decidida vocación por el ¡escándalo!, a tono con los requerimientos de la comunicación masiva para llamar la atención del televidente. Porque en el ¡escándalo! –en la confusión del griterío– lo único que queda claro es lo oscuro de sus pronósticos, que no son más que la expresión del oscuro objeto de sus deseos.
Aunque la falta de claridad en la mayoría de las cuestiones no sea más que el humo de la comunicación masiva, que como aquel humo de los ruralistas, tapan el camino para que no veamos más allá de nuestras narices.
Narices. Esa manera de decir: “llevarlo de las narices”.
Como a los toros. El toro es un animal, como se sabe, pesado. Si se quiere moverlo, trasladarlo, por lo general para mostrarlo, para venderlo, para faenarlo.
Esto es, para hacerlo "cambiar de posición" en beneficio de lo que el otro quiera hacer de él. Si se lo quiere mover, hay que apelar a una zona sensible del cuerpo del toro. Por caso, las narices. Un aro allí. Una cuerda atada al aro y en el otro extremo la mano del peón, que no del dueño necesariamente. Se tira de la cuerda, al toro le duele. El toro se mueve para que no le duela. De esa manera va para el lado que el peón rural –o el patrón de estancia– quiere.
Si hay gente que sabe de esto, es la gente del campo.
No faltó quien dijera que el vice–adolescente Julio Cobos era como un toro. Tampoco faltó quien le pusiera de nombre "Cleto" a un toro de la exposición rural. ¿Será por aquello de "llevarlo de las narices"? ¿Cleto? Sí, el mismo. Ese que no encontró nada mejor que convertirse en emo la madrugada que se definía a favor o en contra una mejor distribución del ingreso en el sector agrario. Para terminar votando –eso sí, con el corazón– a favor de la concentración económica y que los menos favorecidos de esa actividad se jodan literalmente. Pero el emo, en pos de algo de trascendencia, no dudó en trasmutar hacia un remedo de flogger, capaz de todo con tal de salir en la fotito.
En otro contexto, ese afán de “encontrar consensos” entre intereses contradictorios, hubiera rescatado al soldado Ryan, para luego entregárselo a los nazis. Y en el juicio sumario por traición, previo al fusilamiento, tampoco se hubiera privado de sus mohínes y pucheritos de nene incomprendido que metió a la mascota de la familia en el horno prendido para que no tuviera frío.
Noticia vieja, que en definitiva es el destino de toda noticia. Pero es algo que había quedado en el tintero, atragantado. Al menos se puede decir que de aquellas lluvias, estos barros. O entretanto que sirva como excusa, para salir del paso, el hecho de que toda escritura está siempre en el pasado.

Carriopatías.
Parece ser la eterna pregunta. ¿Es o se hace? Porque Carrió actúa como si fuera la suegra de todos los argentinos. Una suegra universal, sacada de algún burdo chiste machista.
Carrió desafía al contendiente del caso a traspasar los límites del buen gusto. Porque Carrió no es, se hace.
Representa, en el sentido de antiguo acto escolar.
Carrió no es loca, como le dicen. Se hace. La va de loca. Para provocar que más de un desprevenido pise el palito y se lo diga y de esta manera queda ostensiblemente “como nuestros hermanos los indios” ante una opinión pública escandalizada, –y como se la dejan en bandeja, entonces ahí la va de víctima, de perseguida– porque lo políticamente correcto y el mismo buen gusto establecen que no se dice eso de una mujer.
Aparte, si vamos al caso, locas eran las de antes. Las sufragistas, Eva Perón, las mujeres de la Resistencia, las Madres, las Abuelas. Porque en la Argentina, tratar de loca a una mujer con actuación política es inscribirla en un linaje que a Carrió le queda grande.
Lo suyo está más cerca de China Zorrilla que de Alicia Moreau de Justo. Porque Lilita no es más que una actriz menor con pretensiones de Berta Singerman, soñándose una profesional de la declamación.
Alguno podrá pensar que lo que pasa es que no encuentra su público, como diría Jorge Corona. Su prédica venenosa y su platinado de barbie hacen de su invariable bronceado una fija en los chimentos de la tarde. Lo suyo es sin duda la chismografía, las habladurías. El problema que tiene la diva es con el tamaño de su público, que le ajusta un poco demás en la sisa. Con su público sucede como con la frazada corta, si cubre por izquierda se descubre la derecha, si se tapa los hombros se destapa los pies. Aunque vaya mutando incansablemente de matiz político, desparramando su menjunje bizarro de lecturas delirantes, Carrió no logra concitar la atención más que de unos pocos desprevenidos o mareados por la automedicación.
En su megalomanía galopante, ella se quisiera un ícono, algo así como un símbolo viviente, padre y madre de la patria rivotril que sueña con fundar. Pero aunque el Toti Flores le diga que es Evita y se imagine su Paco Jamandreu, le falta más que un hervor, lo que la lleva una y otra vez a contentarse con su poder de autosugestión. Para seguir creyéndosela. Porque a pesar de todo, el espectáculo debe continuar.
Aunque Carrió, con aparecer en la pantalla ya se da por satisfecha. Por eso se la ve siempre tan oronda en su autocomplacencia, siempre desaforada y omnívora.
Sus “armados” siempre intentando emular la foto de los personajes del año de la revista Gente. Pero: las ganas, quedarse con ellas. Porque nunca le alcanza con los notables que junta, ni con el tiempo que logra retenerlos.
Es que a la larga o a la corta termina cansando. No es fácil seguirle el tren, porque su imaginación no conoce sosiego ni límite. Una erudición fingida, un cierto barniz intelectual, abstruso y por eso supuestamente profundo. El pozo para el poste de luz también es profundo.
La va de célebre, un poco a lo Félix Luna, pero el hombre al menos promovió el interés por la historia argentina.
Disfruta de la fama y se le ve en la cara, en esa búsqueda de síntesis entre los platinos reaccionarios de Susana y la verborragia filosa de Moria, lo que se dice, la diva perfecta, aunque deba resignarse en estas cuestiones con ser apenas y obviamente de cabotaje, de vuelo gallináceo, de aquellas que tiene que dar gracias si sobrevive a la temporada. La política suele ser más generosa que el mundo del espectáculo y para Carrió un ámbito más que propicio para hacerse la artista.
Mientras por un lado se hace la artista, por el otro coquetea con los poderes fácticos. Se le suele achacar su declarada incapacidad para gobernar y aún más para gobernarse. Pero es que ella no está para eso.
Ella siente el llamado de la Historia (cuando no es más que un estertor del pasado) que la empuja a ponerse al frente de una nueva revolución libertadora, como una Luisa Vehil rediviva, para servir a intereses igualmente antinacionales. La denuncia a la bartola y a mansalva es antes que nada una promesa de persecuciones, de inquisiciones purificadoras como las que ha padecido el movimiento nacional en otros largos tiempos.
Fiel a su concepción teocrática o a su delirio místico, Carrió le exige milagros al gobierno. Como ningún gobierno puede hacerlos, eso le garantiza la eterna oposición, en la impostación y la impostura propia de todo personaje mediático.
También la va de mantenida, cuando en realidad responde a intereses económicos concretos a los que es funcional, como ha quedado en evidencia durante la asonada ruralista en sus coqueteos iniciales con el bestialismo agrario, genuino corporativismo fascista disfrazado de cordero degollado. Quiso subirse al escenario, es cierto, pero por un público que ella sentía suyo, que se lo debían. La pared del ¡minga! fue más fuerte que su carisma ¡maravilloso! Y se tuvo que quedar al pié y de a pié, como había ido. Mirando desde abajo del escenario, como una más. Escena de “Lo que el viento se llevó” con la heroína caminando entre las ruinas humeantes de su propia egolatría.
Pero si hay algo que llama la atención es su autorreferencialidad absoluta, sin fisuras, su falta de consideración para cualquier evidencia que la contradiga. Un ejemplo de ello es su temprana autoproclamación como líder de la oposición.
Ecuménicamente, de toda la oposición. Más allá de lo que opine el resto. Ella lo dice y basta. Como canta Calle 13: “Pues no me importa / que tu vas a bailar porque YO quiero”. Para que en su pensamiento mágico la mera palabra se convierta en realidad.
Apocalíptica en su comedia de verano recuerda al capítulo de Los Simpsons en que Homero supone descubrir la fecha y la hora del fin del mundo para que finalmente y como es previsible, el Apocalipsis nunca llegue.

Peronismos imaginarios.
Un fantasma recorre los discursos de campaña. Es el peronismo. Parece ser inevitable. En cuanto el clima nuevamente comienza a calentarse al compás del calendario, cuando va arreciando la inminencia, ese fantasma electoral comienza una vez más a recorrer la política argentina con su sombra terrible. En la medida que se acercan los comicios vuelve a subirle el precio, para caer estrepitosamente a cero al día siguiente de conocerse el resultado.
Como si fuera el talismán del que todos quieren poseer una parte. Una pata. Para que el armado se pueda sostener. Ingrediente o cucarda siempre inasible, impalpable; porque es casi siempre imaginario.
Peronismos imaginarios, tantos como peronistas. Y sin embargo poco cantaría Viglietti.
Ese peronismo sin el que no se puede, pero que sin embargo con el que para algunos no se debería.
Porque les resulta lógicamente imposible, fisiológicamente insoportable. Tolerado apenas en dosis homeopáticas, en proporciones que puedan digerir, siempre diminutos fragmentos que se crean en condiciones de domesticar.
Peronismos imaginarios, virtuales. Peronismos cuentapropistas, inorgánicos. Sólo ortodoxos de sus intereses personales.
En general disidentes de la propia doctrina, lo que les da una enorme libertad de acción para declararse prescindentes de las reconstrucciones todavía pendientes. Con el carnet en alto, son capaces de hablar hasta con los extraterrestres –siguiendo el camino iniciático del inefable puntano– o con el diablo mesmo, ante la mera expectativa de un lugar expectable en alguna lista.

Inseguridad televisada.
Hay inseguridad. En los televidentes. La televisión promueve frontalmente toda una doctrina del encierro y para el encierro. Del encierro de los delincuentes para que el televidente pueda salir a la calle. Pero hasta tanto queden en libertad sujetos dispuestos a delinquir, el encierro es para el televidente en su casa. Lo más cerca posible de la televisión. Para terminar formando parte de lo que se dice un “público cautivo”.
Como lo diría un canal de noticias: “si hay inseguridad, no salís a la calle; si no salís a la calle, los delincuentes tienen la vía libre; si los delincuentes tienen la vía libre, la inseguridad aumenta. Entonces te encerrás en tu casa, donde tu única vinculación con el exterior pasa a ser la televisión; y la televisión te dice todo el tiempo que hay inseguridad...” Groucho Marx –otro Marx que debiera ponerse de moda con la crisis financiera global– decía creer en el potencial educativo de la televisión, porque cuando alguien prendía el aparato, él se retiraba a leer un buen libro.
¿Hay inseguridad? Hay, por caso, delincuencia, criminalidad. No “hay” inseguridad, sino que mas bien se “siente” inseguridad. Miedo. Pánico. Terror. Que como se sienten, por eso mismo se pueden infundir, si hay quien se ocupe de ello. No es que haya inseguridad, porque esa noseguridad lo que viene exigiendo, de Blumberg para acá, es lisa y llanamente su contrario: se–gu–ri–dad, me entiende? En el sentido de expresiones tales como “fuerzas de seguridad” o “doctrina de la seguridad”, pero a lo Bush. En los hechos: represión. Movimiento en el que se potencia lo peor de la Argentina troglodita.
De modo que, encierro para todo el mundo. Pero el hit de la temporada parece ser “Prisión para los chicos”.
Sombra terrible de Rascovsky yo te invoco, para que desde el fondo de las últimas décadas, vengas a exponer tus ideas sobre cierta tendencia que pretendiste universal, de los grupos humanos a sacrificar a los niños. Eso de lo que hablaba en su libro “El filicidio”, poniendo como ejemplo a la práctica difundida de la guerra, donde a los que se manda a morir es a los más jóvenes. Que de allí vendría lo de “Infantería”.
O veamos la edad promedio de los argentinos “desaparecidos” en la guerra que las fuerzas armadas declararon a la sociedad, no sin la ferviente colaboración de numerosos y calificados civiles convertidos al credo castrense de manera conveniente.
Unos cuantos quieren bajar, a toda costa, la edad de imputabilidad. Incluso, hasta el absurdo. Que el Estado los castigue con dureza. Para que aprendan. Sin considerar todo lo que el Estado les debía dar y sin embargo no pudo garantizarle.
Ver al habitante menor de edad como delincuente a priori, es negar palmariamente que es un sujeto de derechos. Que este país a través de sus instituciones, asume instrumentos internacionales, como la Convención de los Derechos del Niño, que si la idea es ponerse riguroso, hay que ver en qué proporciones se cumple. Y qué hace la sociedad para que así sea.
Este país, como les gusta decir a algunos, estableció la obligatoriedad de la educación para los menores de edad. Diez años. Cuando el Estado se encuentra con habitantes menores de edad en situación de riesgo, sería saludable que el Estado –especialmente el Estado local– estableciera los procedimientos para preservarlos del riesgo, supliendo el abandono. Asumiendo quizá no tanto una actitud paternalista, de la que nuestra historia siempre asoció al autoritarismo, sino más bien una actitud mas afín a la democracia. Digamos, “maternalista”.
Que en definitiva de niños se trata, más o menos crecidos, más o menos terribles, más o menos salvajes.
 

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