Una sociedad en circuito cerrado de
televisión.
Luis Felipe Noé (Una sociedad colonial
avanzada)
Pantallazos, golpes de pantalla. Esos a los que tanto argentinos como
latinoamericanos venimos acostumbrándonos. Avistamientos de urgencias que no
descansan. Paradojales noticias de último momento, paradojales porque siempre
hay momentos posteriores. Año electoral, y aún si no lo fuera: año de
previsibles campañas que se suceden, cuando no se dan en simultáneo.
Casi siempre sorprendente o curiosa genealogía de las palabras.
Campaña: “serie de operaciones militares o de propaganda que se emprenden para
lograr un objetivo determinado”. Al parecer, la palabra viene del francés campagne
que no sería otra cosa que el campo de batalla. Como la batalla que el
héroe imaginario (de los traficantes transnacionales de granos) bautizado con
el apelativo telúrico de “El Campo” emprendió contra el Estado nacional (en su
carácter de regulador de las relaciones sociales) durante el primer año de la
gestión presidencial en curso. Batalla y campo, campañas, operaciones de
propaganda dirigidas a públicos formateados por décadas de neoliberalismo. Una
batalla donde, como en la guerra, la primera víctima fue la verdad.
Una verdad hecha trizas, fragmentada por las islas de edición,
lanzadas como esquirlas en la cara del televidente. No fueron pocos los que con
su comporta- miento y movilización respondieron –sin pensar– a los dictados de
los principales aparatos ideológicos del mercado. Que reproducen el
procedimiento que rige la opinión pública. Instituyese como un poder aparte. Un
poder real, no virtual. Con intereses concretos. Contantes y sonantes como lo
determina su naturaleza compleja, compuesta por empresas de negocios.
Organizadas en una trama cuyas terminales nerviosas están en cada casa, y a la
que se conecta la mayoría de las poblaciones.
Cuestión de encuadre
Nos muestran una realidad, la vemos por televisión. Nos escandalizamos
por lo que nos muestra, o nos emocionamos, nos preocupamos, nos enojamos. Hay un
género para cada cosa. Compramos los productos que, como quien no quiere la
cosa, la televisión nos ofrece. Haciendo como que lo central de la programación
son los programas y no las tandas publicitarias.
Nos entretenemos. Estamos. En un ámbito virtual que despliega su
atmósfera en el ambiente hogareño. Como un airbag, contra nuestras narices,
inmersos en un entorno electrónico. Ver para creer ciegamente.
La comunicación masiva se caracteriza por su trivialización de la
realidad. Una comunicación que es masiva, afirmaría Pero Grullo, en la medida
que masifica. En la medida también que administra la credibilidad, fundamento
de la opinión pública. Ya lo decía Scalabrini Ortiz: “¡Creer! He allí toda la
magia de la vida”. Administra, que es decir: canaliza cobrando un peaje, mercantilizando
la participación. Llame ya! Por unos mangos más iva el mensajito.
Hablamos de ella. Hablamos de lo que ella muestra. En segmentos de la
sociedad, la inclusión en el diálogo cotidiano depende del interés que se tenga
en uno u otro programa de televisión. Es lo que marca la continuidad entre un
día y otro, marcando la tendencia del sentido.
Un sentido pobre. Pero al menos se prende el aparato y está al alcance
de cualquiera. O casi.
Adictos a ella, o críticos acérrimos que la miran de reojo. Pero en
torno de ella. Estar del otro lado de la pantalla es ser visto potencialmente
por todos, porque se trata de un orden de inclusión prácticamente universal, aunque
en la gradación de acceso que establece el mercado. Ver lo que ven todos,
entonces, es ver televisión. Si la realidad es lo que dicta la opinión pública,
que gira en torno de la televisión, entonces, la realidad es lo que muestra la
televisión.
La cuestión es para dónde enfoca. Para donde enfocan las cámaras, y
cuál es el criterio que determina que las cámaras enfoquen para ahí. Donde mira
para mostrar. Qué fragmento. Un gran ojo, omnisciente, que mira para mostrar.
Que puede verlo todo, pero que raramente se muestra a sí mismo de manera
realista.
El problema, en rigor, es mirar la televisión como quien mira la
realidad. Guardaría relación con cierta perspectiva oriental que entiende lo
que llamamos realidad como mera apariencia, como una ilusión. Una representación
–en el sentido más teatral de la palabra.
Es decir, de algo que está en el lugar de la realidad, pero que no es
real, sino apenas una versión acotada de la realidad. La realidad vista a través
de un código de interpretación que establece jerarquías de valores para la
palabra y la imagen. Que le da un lugar para cada cosa. Que constituye un orden.
Incluso no son pocos los que pasan por alto ciertas cuestiones
naturales de las relaciones de mercado y hacen como si nada de eso pudiera
afectar la objetividad que establece –más que ejercer– la maquinaria de la
comunicación masiva. Objetividad que se asume como una virtud de facto respecto
de la información que derrama sobre la sociedad.
Posiciones.
Tomar posición, tomar partido. Tomar determinaciones. Decir: yo de
este lado. En lo posible, más allá del mero interés individual. Porque se abre
un nuevo tiempo de elecciones. Colectivas, que hacen al conjunto social con su
diversidad inherente. Pero con una pertenencia (en) común: el país. Para seguir
desandando todo lo que resta de la destrucción sistemática de la conciencia
nacional que inició la dictadura y se extendió por un cuarto de siglo.
Para profundizar el camino de las necesarias recuperaciones, reconstrucciones
y consolidaciones que inició el país hace poco menos de seis años. Pensando y
sintiendo en nacional. Coincidiendo con Zitarrosa en aquello de que hay
una forma de amar que es un modo de conciencia. Especialmente
respecto del país y el pueblo del que se forma parte.
Los argentinos se dirigen hacia otro punto de inflexión de esos donde
se pone en juego su destino como nación. Donde lo que nuevamente está en
cuestión no son las desprolijidades de la que ninguna gestión está exenta. Porque
lo que subyace a la superficialidad criticona de la oposición es el
cuestionamiento no a los detalles sino al trazo grueso del proyecto nacional en
marcha –con las dificultades propias y ajenas del caso– desde el 25 de mayo del
2003.
El interés nacional, el interés del conjunto viene cobrando cuerpo
desde entonces en el Estado nacional recuperado para las mayorías populares.
Sólo la ingenuidad puede suponer que es la mejora del actual modelo lo
que motiva a la oposición en su arremetida cada vez con mayor ánimo
destituyente.
Sólo la ingenuidad puede suponer que la oposición representa un
proyecto donde se consolidarían los avances, para seguir construyendo sobre
ellos un presente y un futuro mejor para el conjunto de los argentinos.
Sólo la ingenuidad, que en política suele distar mucho de ser inocente.
Lo concreto es que en el contexto actual, todo avance de la oposición
implica un retroceso para los intereses nacionales. Esto quedó demostrado
rotundamente en el transcurso del conflicto con la Sociedad Rural –que aplaudió
a todas las dictaduras porque formaba parte de ellas– y sus lacayos
pseudo–progresistas que para luchar mejor contra la pobreza se pusieron del
lado de los ricos.
Cuídense porque andan sueltos.
Como chancho por la casa. Y quieren repetir la historia del año pasado. Pero para
evitar que se repita como parodia ya prometieron –por boca de Buzzi, uno de sus
monigotes más destacados– los muertos que dicen haber querido evitar la temporada
anterior. Aparte, la continuación de su campaña de descalificación de la
democracia se viene con una remake del voto calificado. Donde el voto de los patrones
vale doble y es más: ya prometen decirle a la gente –como lo hacen con sus
peones, con la bendición del Rey Momo– qué votar o qué no votar. Dando por sentado
que la gente no sabe lo que más le conviene.
No a la misma gente, sino al club exclusivo de los bolsillos gordos
conocida como “El campo”. Como diciéndole a la gente: “Ponete así”. Para jugar
al Cleto.
Brancaleones.
Esa actitud de la oposición complaciente con “El campo (de
concentración económica)” se confirmó como tendencia firme en cada una de las
tenidas subsiguientes en el escenario institucional del parlamento. Todas ellas
dirimidas con mayorías más que suficientes a favor de las iniciativas del
Estado. Y todas ellas ocasiones de orsai donde
los variopintos personajes de la oposición –tan definidos como están por el
oportunismo– no perdieron oportunidad de quedar en evidencia, como quien dice,
de mostrar la hilacha.
Sea por la movilidad jubilatoria, en cuyo debate ignoraban
maliciosamente la relación directa entre la cantidad de trabajadores en blanco
y lo que se puede garantizar como pago a los jubilados. Al mismo tiempo y como
quien no quiere la cosa se le recriminaba al gobierno haber incorporado más de
un millón de personas a los beneficios de la seguridad social. Y después dicen
estar a favor de una sociedad más inclusiva.
O más aún, cuando se recuperó de la administración de los aportes por
parte del Estado, donde se desgarraron las vestiduras en defensa de las AFJP
con una vehemencia que nunca es gratuita. Con loas al Sacro Mercado Financiero,
pregonaban que el gobierno tenía que imitar lo que se hacía en el norte, es
decir rescatar a las instituciones financieras –allá los bancos, acá las AFJP,
todo un monumento al choreo– sin percatarse siquiera si se arruinaba la gente.
O peor todavía, las desopilantes iniciativas para quebrar Aerolíneas
Argentinas hasta ver qué se hace, como quien mata al enfermo para luego
discutir tranquilos el tratamiento. Finalmente la nacionalización terminó
imponiéndose, incluso contra el lobby de alguna línea aérea extranjera a favor
de los cielos abiertos que fuera recibido con los brazos y quizás los bolsillos
abiertos por más de un “referente” de la oposición. Una oposición que dejó
blanco sobre negro los límites de sus propias posibilidades: mucha declaración,
mucha conferencia de prensa. Y nada de nada de técnica legislativa, nada de
aporte al bien común. Apenas proyectos que no remontan la categoría de
mamarracho, garrapateados de apuro, apenas para tener un papel que blandir
frente a las cámaras de la tele.
Narices.
La oposición se alista en una decidida vocación por el ¡escándalo!, a
tono con los requerimientos de la comunicación masiva para llamar la atención del
televidente. Porque en el ¡escándalo! –en la confusión del griterío– lo único
que queda claro es lo oscuro de sus pronósticos, que no son más que la
expresión del oscuro objeto de sus deseos.
Aunque la falta de claridad en la mayoría de las cuestiones no sea más
que el humo de la comunicación masiva, que como aquel humo de los ruralistas,
tapan el camino para que no veamos más allá de nuestras narices.
Narices. Esa manera de decir: “llevarlo de las narices”.
Como a los toros. El toro es un animal, como se sabe, pesado. Si se
quiere moverlo, trasladarlo, por lo general para mostrarlo, para venderlo, para
faenarlo.
Esto es, para hacerlo "cambiar de posición" en beneficio de
lo que el otro quiera hacer de él. Si se lo quiere mover, hay que apelar a una
zona sensible del cuerpo del toro. Por caso, las narices. Un aro allí. Una cuerda
atada al aro y en el otro extremo la mano del peón, que no del dueño
necesariamente. Se tira de la cuerda, al toro le duele. El toro se mueve para
que no le duela. De esa manera va para el lado que el peón rural –o el patrón
de estancia– quiere.
Si hay gente que sabe de esto, es la gente del campo.
No faltó quien dijera que el vice–adolescente Julio Cobos era como un
toro. Tampoco faltó quien le pusiera de nombre "Cleto" a un toro de
la exposición rural. ¿Será por aquello de "llevarlo de las narices"? ¿Cleto?
Sí, el mismo. Ese que no encontró nada mejor que convertirse en emo la
madrugada que se definía a favor o en contra una mejor distribución del ingreso
en el sector agrario. Para terminar votando –eso sí, con el corazón– a favor de
la concentración económica y que los menos favorecidos de esa actividad se
jodan literalmente. Pero el emo, en
pos de algo de trascendencia, no dudó en trasmutar hacia un remedo de flogger,
capaz de todo con tal de salir en la fotito.
En otro contexto, ese afán de “encontrar consensos” entre intereses
contradictorios, hubiera rescatado al soldado Ryan, para luego entregárselo a
los nazis. Y en el juicio sumario por traición, previo al fusilamiento, tampoco
se hubiera privado de sus mohínes y pucheritos de nene incomprendido que metió
a la mascota de la familia en el horno prendido para que no tuviera frío.
Noticia vieja, que en definitiva es el destino de toda noticia. Pero
es algo que había quedado en el tintero, atragantado. Al menos se puede decir
que de aquellas lluvias, estos barros. O entretanto que sirva como excusa, para
salir del paso, el hecho de que toda escritura está siempre en el pasado.
Carriopatías.
Parece ser la eterna pregunta. ¿Es o se hace? Porque Carrió actúa como
si fuera la suegra de todos los argentinos. Una suegra universal, sacada de
algún burdo chiste machista.
Carrió desafía al contendiente del caso a traspasar los límites del
buen gusto. Porque Carrió no es, se hace.
Representa, en el sentido de antiguo acto escolar.
Carrió no es loca, como le dicen. Se hace. La va de loca. Para
provocar que más de un desprevenido pise el palito y se lo diga y de esta
manera queda ostensiblemente “como nuestros hermanos los indios” ante una opinión
pública escandalizada, –y como se la dejan en bandeja, entonces ahí la va de
víctima, de perseguida– porque lo políticamente correcto y el mismo buen gusto
establecen que no se dice eso de una mujer.
Aparte, si vamos al caso, locas eran las de antes. Las sufragistas,
Eva Perón, las mujeres de la Resistencia, las Madres, las Abuelas. Porque en la
Argentina, tratar de loca a una mujer con actuación política es inscribirla en
un linaje que a Carrió le queda grande.
Lo suyo está más cerca de China Zorrilla que de Alicia Moreau de
Justo. Porque Lilita no es más que una actriz menor con pretensiones de Berta
Singerman, soñándose una profesional de la declamación.
Alguno podrá pensar que lo que pasa es que no encuentra su público,
como diría Jorge Corona. Su prédica venenosa y su platinado de barbie hacen de
su invariable bronceado una fija en los chimentos de la tarde. Lo suyo es sin
duda la chismografía, las habladurías. El problema que tiene la diva es con el tamaño
de su público, que le ajusta un poco demás en la sisa. Con su público sucede
como con la frazada corta, si cubre por izquierda se descubre la derecha, si se
tapa los hombros se destapa los pies. Aunque vaya mutando incansablemente de
matiz político, desparramando su menjunje bizarro de lecturas delirantes, Carrió
no logra concitar la atención más que de unos pocos desprevenidos o mareados
por la automedicación.
En su megalomanía galopante, ella se quisiera un ícono, algo así como
un símbolo viviente, padre y madre de la patria rivotril que sueña con fundar.
Pero aunque el Toti Flores le diga que es Evita y se imagine su Paco Jamandreu,
le falta más que un hervor, lo que la lleva una y otra vez a contentarse con su
poder de autosugestión. Para seguir creyéndosela. Porque a pesar de todo, el
espectáculo debe continuar.
Aunque Carrió, con aparecer en la pantalla ya se da por satisfecha.
Por eso se la ve siempre tan oronda en su autocomplacencia, siempre desaforada
y omnívora.
Sus “armados” siempre intentando emular la foto de los personajes del
año de la revista Gente. Pero: las ganas, quedarse con ellas. Porque nunca le
alcanza con los notables que junta, ni con el tiempo que logra retenerlos.
Es que a la larga o a la corta termina cansando. No es fácil seguirle
el tren, porque su imaginación no conoce sosiego ni límite. Una erudición
fingida, un cierto barniz intelectual, abstruso y por eso supuestamente profundo.
El pozo para el poste de luz también es profundo.
La va de célebre, un poco a lo Félix Luna, pero el hombre al menos
promovió el interés por la historia argentina.
Disfruta de la fama y se le ve en la cara, en esa búsqueda de síntesis
entre los platinos reaccionarios de Susana y la verborragia filosa de Moria, lo
que se dice, la diva perfecta, aunque deba resignarse en estas cuestiones con
ser apenas y obviamente de cabotaje, de vuelo gallináceo, de aquellas que tiene
que dar gracias si sobrevive a la temporada. La política suele ser más generosa
que el mundo del espectáculo y para Carrió un ámbito más que propicio para
hacerse la artista.
Mientras por un lado se hace la artista, por el otro coquetea con los
poderes fácticos. Se le suele achacar su declarada incapacidad para gobernar y
aún más para gobernarse. Pero es que ella no está para eso.
Ella siente el llamado de la Historia (cuando no es más que un
estertor del pasado) que la empuja a ponerse al frente de una nueva revolución
libertadora, como una Luisa Vehil rediviva, para servir a intereses igualmente antinacionales.
La denuncia a la bartola y a mansalva es antes que nada una promesa de
persecuciones, de inquisiciones purificadoras como las que ha padecido el
movimiento nacional en otros largos tiempos.
Fiel a su concepción teocrática o a su delirio místico, Carrió le
exige milagros al gobierno. Como ningún gobierno puede hacerlos, eso le
garantiza la eterna oposición, en la impostación y la impostura propia de todo
personaje mediático.
También la va de mantenida, cuando en realidad responde a intereses
económicos concretos a los que es funcional, como ha quedado en evidencia
durante la asonada ruralista en sus coqueteos iniciales con el bestialismo
agrario, genuino corporativismo fascista disfrazado de cordero degollado. Quiso
subirse al escenario, es cierto, pero por un público que ella sentía suyo, que
se lo debían. La pared del ¡minga! fue más fuerte que su carisma ¡maravilloso!
Y se tuvo que quedar al pié y de a pié, como había ido. Mirando desde abajo del
escenario, como una más. Escena de “Lo que el viento se llevó” con la heroína
caminando entre las ruinas humeantes de su propia egolatría.
Pero si hay algo que llama la atención es su autorreferencialidad
absoluta, sin fisuras, su falta de consideración para cualquier evidencia que
la contradiga. Un ejemplo de ello es su temprana autoproclamación como líder de
la oposición.
Ecuménicamente, de toda la oposición. Más allá de lo que opine el
resto. Ella lo dice y basta. Como canta Calle 13: “Pues no me importa / que tu
vas a bailar porque YO quiero”. Para que en su pensamiento mágico la mera
palabra se convierta en realidad.
Apocalíptica en su comedia de verano recuerda al capítulo de Los
Simpsons en que Homero supone descubrir la fecha y la hora del fin del mundo
para que finalmente y como es previsible, el Apocalipsis nunca llegue.
Peronismos imaginarios.
Un fantasma recorre los discursos de campaña. Es el peronismo. Parece
ser inevitable. En cuanto el clima nuevamente comienza a calentarse al compás
del calendario, cuando va arreciando la inminencia, ese fantasma electoral
comienza una vez más a recorrer la política argentina con su sombra terrible.
En la medida que se acercan los comicios vuelve a subirle el precio, para caer
estrepitosamente a cero al día siguiente de conocerse el resultado.
Como si fuera el talismán del que todos quieren poseer una parte. Una
pata. Para que el armado se pueda sostener. Ingrediente o cucarda siempre
inasible, impalpable; porque es casi siempre imaginario.
Peronismos imaginarios, tantos como peronistas. Y sin embargo poco
cantaría Viglietti.
Ese peronismo sin el que no se puede, pero que sin embargo con el que
para algunos no se debería.
Porque les resulta lógicamente imposible, fisiológicamente
insoportable. Tolerado apenas en dosis homeopáticas, en proporciones que puedan
digerir, siempre diminutos fragmentos que se crean en condiciones de domesticar.
Peronismos imaginarios, virtuales. Peronismos cuentapropistas,
inorgánicos. Sólo ortodoxos de sus intereses personales.
En general disidentes de la propia doctrina, lo que les da una enorme
libertad de acción para declararse prescindentes de las reconstrucciones
todavía pendientes. Con el carnet en alto, son capaces de hablar hasta con los
extraterrestres –siguiendo el camino iniciático del inefable puntano– o con el
diablo mesmo, ante la mera expectativa de un lugar expectable en alguna lista.
Inseguridad televisada.
Hay inseguridad. En los televidentes. La televisión promueve
frontalmente toda una doctrina del encierro y para el encierro. Del encierro de
los delincuentes para que el televidente pueda salir a la calle. Pero hasta
tanto queden en libertad sujetos dispuestos a delinquir, el encierro es para el
televidente en su casa. Lo más cerca posible de la televisión. Para terminar formando
parte de lo que se dice un “público cautivo”.
Como lo diría un canal de noticias: “si hay inseguridad, no salís a la
calle; si no salís a la calle, los delincuentes tienen la vía libre; si los
delincuentes tienen la vía libre, la inseguridad aumenta. Entonces te encerrás en
tu casa, donde tu única vinculación con el exterior pasa a ser la televisión; y
la televisión te dice todo el tiempo que hay inseguridad...” Groucho Marx –otro
Marx que debiera ponerse de moda con la crisis financiera global– decía creer
en el potencial educativo de la televisión, porque cuando alguien prendía el
aparato, él se retiraba a leer un buen libro.
¿Hay inseguridad? Hay, por caso, delincuencia, criminalidad. No “hay”
inseguridad, sino que mas bien se “siente” inseguridad. Miedo. Pánico. Terror.
Que como se sienten, por eso mismo se pueden infundir, si hay quien se ocupe de
ello. No es que haya inseguridad, porque esa noseguridad lo que viene
exigiendo, de Blumberg para acá, es lisa y llanamente su contrario:
se–gu–ri–dad, me entiende? En el sentido de expresiones tales como “fuerzas de
seguridad” o “doctrina de la seguridad”, pero a lo Bush. En los hechos:
represión. Movimiento en el que se potencia lo peor de la Argentina troglodita.
De modo que, encierro para todo el mundo. Pero el hit de la temporada
parece ser “Prisión para los chicos”.
Sombra terrible de Rascovsky yo te invoco, para que desde el fondo de
las últimas décadas, vengas a exponer tus ideas sobre cierta tendencia que pretendiste
universal, de los grupos humanos a sacrificar a los niños. Eso de lo que
hablaba en su libro “El filicidio”, poniendo como ejemplo a la práctica difundida
de la guerra, donde a los que se manda a morir es a los más jóvenes. Que de
allí vendría lo de “Infantería”.
O veamos la edad promedio de los argentinos “desaparecidos” en la
guerra que las fuerzas armadas declararon a la sociedad, no sin la ferviente
colaboración de numerosos y calificados civiles convertidos al credo castrense
de manera conveniente.
Unos cuantos quieren bajar, a toda costa, la edad de imputabilidad.
Incluso, hasta el absurdo. Que el Estado los castigue con dureza. Para que
aprendan. Sin considerar todo lo que el Estado les debía dar y sin embargo no
pudo garantizarle.
Ver al habitante menor de edad como delincuente a priori, es negar
palmariamente que es un sujeto de derechos. Que este país a través de sus
instituciones, asume instrumentos internacionales, como la Convención de los
Derechos del Niño, que si la idea es ponerse riguroso, hay que ver en qué
proporciones se cumple. Y qué hace la sociedad para que así sea.
Este país, como les gusta decir a algunos, estableció la obligatoriedad
de la educación para los menores de edad. Diez años. Cuando el Estado se
encuentra con habitantes menores de edad en situación de riesgo, sería
saludable que el Estado –especialmente el Estado local– estableciera los
procedimientos para preservarlos del riesgo, supliendo el abandono. Asumiendo
quizá no tanto una actitud paternalista, de la que nuestra historia siempre
asoció al autoritarismo, sino más bien una actitud mas afín a la democracia.
Digamos, “maternalista”.
Que en definitiva de niños se trata, más o menos crecidos, más o menos
terribles, más o menos salvajes.
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