Las doctrinas no son eternas sino en sus
grandes principios,
pero es necesario ir adaptándolas a los tiempos, al progreso y a las necesidades.
pero es necesario ir adaptándolas a los tiempos, al progreso y a las necesidades.
Juan Domingo Perón (Conducción
política)
Esta debiera ser, quizás, una penúltima nota sobre el peronismo. Como,
casi irremediablemente, toda nota sobre el peronismo. Porque invocarlo es poner
en danza una vez más sus tópicos siempre febriles, para que nos devuelva una de
sus múltiples caras; inevitablemente la preferida del analista de turno, la que
venga a confirmar sus presunciones, sus opiniones previas. Una faceta distinta
cada vez porque, más allá de su complejidad inherente, el peronismo es
poliédrico. Cada cara es parte insoslayable de un mismo cuerpo, tridimensional frente
a una comprensión política generalizada que rara vez deja de ser plana.
Especialmente por parte de quienes pretenden fijarlo, establecerlo, aquietarlo para
su propia tranquilidad.
Todo peronismo escrito es, en alguna medida, un peronismo imaginario.
Un peronismo utópico, siguiendo la línea de su propio canon, ese que establece
como peronismo real no aquel que se dice, sino aquel que se hace.
Así las cosas, todo ejercicio de escritura en torno del fenómeno más
importante de la política argentina —siempre incómodo en la medida de su
persistencia— bordea constantemente el terreno de lo literario, el espacio del
peronismo ficción, allí donde peronistas ¡son todos! y donde para un argentino
no hay nada mejor que otro argentino. De esto se deriva que, en las palabras que
siguen, cualquier parecido con la realidad puede ser producto de una mera
coincidencia.
Hechas las salvedades del caso, vayamos pues a la conquista
—insalvablemente ilusoria— de esa terra incognita
donde, como en la isla de Lost, todo parece estar teñido de cierto
realismo mágico. Lo cual, visto el escaso apego a los hechos que demuestra la
comunicación masiva que alimenta nuestra vida doméstica cotidiana, aparece como
portador de la más estricta actualidad, aunque de signo contrario.
No se trata aquí de ensayar el camino de la historia contrafáctica,
esa que habla de cómo serían las cosas si no hubieran sido como fueron. No se
trata, igualmente, de especular acerca de lo que sucedería si el fulano
viviera, formulación que en otras circunstancias y con otro sujeto ha
sido madre de algún desatino lógico de triste memoria. No se trata, pues, de
ponerse en el lugar de Perón para colegir sus acciones en un tiempo y un
espacio ineluctablemente ajenos, alternativa que oscila entre el ridículo del
que no se vuelve y el camino directo a la hoguera en andas de los propios
compañeros.
De lo que se trata es de aplicar ciertos criterios, que consideraremos
propios del peronismo clásico esos grandes principios, a ciertas cuestiones que
los diarios y las góndolas nos dicen que son problemas de hoy. Esto implica
modelizar al peronismo clásico, fijarlo por unos momentos, reducir su caótica
complejidad a unas pocas variables para interpelar su comportamiento. Un peronismo,
por todo eso, imaginario. Después de todo, el mismo inventor decía que los
límites sólo están en la imaginación.
Ese peronismo clásico —el que se instaló a los codazos en el
imaginario argentino— fue, en cuanto fenómeno, un emergente genuino —aunque
heterodoxo— del orden industrial en cuyo marco se desenvolvió. Un orden industrial
cuyas repercusiones llegaban a estas costas como un eco de lo que acontecía en
los países centrales.
Aquel orden industrial de las fábricas y los obreros, precisamente
industriales, que se constituyeron en arquetipo —genio y figura— del
Trabajador. Ese orden industrial donde se quedaron anclados, en la misma heladera
que Walt Disney, ciertos paleo—desarrollistas como los que se juntan para
homenajear a Frondizi, ese producto —segunda selección— de la proscripción al
peronismo.
El orden industrial en estado de naturaleza —esto es, librado a la
mano invisible del mercado— siempre se caracterizó por una palmaria
desigualdad. En la versión incipiente con que se encontró el peronismo en la Argentina,
un sector mayoritario del mercado de trabajo —en términos cuantitativos— se
veía impedido de organizarse para defender sus intereses, porque el Estado no
le reconocía legitimidad alguna. Esto, más allá de los esfuerzos pedagógicos
que el socialismo de Alfredo Palacios venía haciendo desde principios del siglo
XX.
El peronismo clásico reconoció el potencial de ese sector postergado
de la economía y atacó una de las asimetrías centrales de todo mercado
imperfecto, la asimetría de organización entre las partes. Los trabajadores no
sólo se vieron legitimados para organizarse, sino que fueron impulsados a ello.
Organizados en el lugar de trabajo, organizados por rama de actividad
económica, organizados a nivel nacional en una central única. Así se incorporó
al paisaje de la vida institucional el sindicato como unidad organizacional y la
CGT como representación del conjunto de los trabajadores, en una verdadera
reforma estructural, no del Estado, sino de la sociedad argentina.
Esta institucionalización de la participación de los trabajadores hizo
posible la instauración de la negociación colectiva de las condiciones del
contrato laboral, desde que la formalización de ambas partes concurrentes permitía
al Estado arbitrar la relación de una manera eficiente. La negociación
colectiva fue el instrumento institucional que posibilitó una creciente equidad
en la distribución del ingreso, eso que el peronismo entiende como justicia
social. El peronismo clásico mejoró notablemente los mercados laborales
incorporándoles ciudadanía, convirtiendo al conjunto de sus participantes en
sujetos plenos de derecho, tanto en los papeles, como en los hechos, en la
legislación y en la práctica cotidiana, canalizando su cumplimiento efectivo a
través de esas instituciones específicas, los sindicatos, para que los hechos
posteriores confirmaran aquello de que sólo la
organización vence al tiempo.
El orden industrial, —todo concluye
al fin, nada puede escapar— vio terminarse su cuarto de hora. Una
serie de transformaciones, que tuvieron lugar a lo largo del siglo XX, lo
abarrotaron en la historia para dar lugar a un nuevo orden. Un orden ya no
industrial sino tecnológico, sutil por omnipresente. Opacado en un segundo plano
por los efectos especiales de esta globalización que ha sido planificada como
avance de los mercados y retracción de los Estados, donde la inclusión social pasó
de canalizarse a través del trabajo a canalizarse a través del consumo.
La póstuma sociedad de consumo del orden industrial se evidenció como
la antesala de la sociedad de mercado de la globalización. En la primera, ser
consumidor era una posibilidad. En la globalización, ser consumidor se parece
más a un destino, cuando no a una maldición, porque el consumo en la sociedad
de mercado es el procedimiento único establecido para la atención de las
necesidades humanas.
Dos grandes oleajes signaron desde el inicio esta etapa: la
trans—nacionalización de los mercados de consumo y la privatización de los
servicios públicos. Por la primera, cada ciudadano fue sustituido por un
consumidor.
Por la segunda, se le adosó como bonus track la identidad de usuario.
Un cuarto de siglo de globalización compulsiva en la Argentina dejaron
como saldo una estructura de mercados por demás imperfectos. Servicios públicos
convertidos en monopolios, esto es, los peores mercados. Mercados de consumo
dominados por oligopolios. El poder económico dictando la orientación de la
opinión pública a través de la comunicación masiva.
A todo esto, el modelo de defensa del consumidor vigente en el país
continúa sordamente siendo el que diseñó en su momento el ministro estrella de
la dictadura más sangrienta de la historia argentina, José Alfredo Martínez de
Hoz, descendiente de uno de los fundadores de la Sociedad Rural Argentina. Lo
que por estos días se diría todo un hombre de campo que, como los actuales,
también fascinaba a Mariano Grondona.
En 1980 inspiró la creación de la primera asociación de defensa del
consumidor. En la misma línea, los noventa trajeron la novedad de la ley de
defensa del consumidor y su incorporación en el texto constitucional.
En los hechos, nada de todo esto implicó garantía alguna para los
ciudadanos en situación de mercado.
De manera complementaria, el sindicalismo nunca dejó de mirar la
cuestión con cierta desconfianza, posiblemente por las resonancias del
personaje que había empezado esa historia en tiempos de la persecución más dura
a las organizaciones de los trabajadores. Años de estar a la defensiva —con
todo un sistema en contra por lo que representaban sus instituciones para la
distribución del ingreso— no les permitió ver que ellos también, indefectiblemente,
eran consumidores.
Para confirmarlo, ahí estaba sin embargo la tan remanida noción de salario
real, que define el poder adquisitivo vinculando justamente lo que el
individuo cobra como trabajador (el salario nominal), y el panorama con el que
se las tiene que ver en cuanto consumidor (el nivel general de precios). Pero
el sindicalismo se había organizado y ejercitado en la lucha por mejorar el
ingreso de sus representados. Faltaba en su imaginario, por determinismo
histórico, la otra variante de la defensa del salario que es la eficiencia del
gasto, el rendimiento de lo que se cobra.
Tras la fiebre de la plata dulce —la apertura indiscriminada de los
mercados de consumo a tono con la globalización— vuelve la democracia en un
país que ya era otro. Para entonces, amén de unas cuantas asociaciones de
consumidores que comenzaban a pulular, la cuestión no tenía la relevancia que
cobraría en los 90’.
A poco andar, el primer intendente porteño de esta etapa democrática,
Julio César Saguier, envía al Consejo Deliberante un proyecto por el cual se
creaban asociaciones vecinales de consumidores. A razón de una por barrio, se
federaban en una asociación de consumidores de la ciudad. Al plantearse como
una institución de derecho público no–estatal, se
incorporaba organización social a la sociedad con el reconocimiento del Estado.
La idea de una organización social con representación territorial que
defendiera los intereses de los (ciudadanos en su carácter de) consumidores en
el ámbito de la ciudad, sin embargo, no prosperó. Con todo, esa figura persiste
en un inciso perdido de la actual ley de defensa del consumidor de la ciudad,
aunque más no sea porque los legisladores tampoco se percataron de lo que se
trataba.
Casi podría decirse que el olvidado planteo de Saguier, (nada menos
que un Saguier), es una idea objetivamente peronista.
Una idea puesta en el marco del peronismo imaginario donde, justamente, la
lucha que se libra es por la idea. Pero no va al caso. La cuestión es interrogarnos
por la utilidad de una herramienta institucional como ésta en un marco parecido
al actual.
Una organización social con legitimidad específica, en un espacio
territorial definido estatalmente y por tanto con una definida articulación
organizacional que garantice un funcionamiento democrático, estaría habilitada para
defender los intereses de sus representados en cualquier negociación que sea de
su incumbencia específica.
Por ejemplo, con los distribuidores de alimentos en ese territorio.
Estaría legitimada asimismo para intervenir en las contrataciones de
empresas para la gestión de los servicios públicos en ese territorio. O
plantear cambios a cualquiera de esos contratos de adhesión donde al ciudadano de
a pié sólo le cabe firmar o quedarse afuera.
Siempre, como lo establece la legislación vigente, de manera amigable.
Porque tampoco es cuestión de llegar al punto en el que nadie quiera vender.
Por el contrario, una organización territorial de los consumidores se
encontraría en condiciones para impulsar lo que se conoce como comercio justo,
que contribuiría decididamente a una mejora paulatina del mercado interno en
una función de esclarecimiento orientada hacia un consumo responsable, tan
ausente entre nosotros.
Una representación con esa legitimidad podría constituirse en la columna
vertebral de la demanda dirigida a las empresas por una mayor responsabilidad
social —algo que no puede quedar librado exclusivamente a la buena voluntad de
las empresas— cuando la experiencia dice que el nivel de responsabilidad social
empresaria depende de la intensidad con que la demanden, principalmente, los
consumidores.
Incluso, llegado el caso, a la hora de los bifes, si nada de esto
resultara suficiente frente a un continuo e injustificado incremento de los
precios —como suele suceder— siempre quedaría el recurso de convocar a huelgas
de consumo. Una alternativa que, obviamente, no sería recomendable ejercer a
lo ruralista, sino con mesura. O bien, reclamar
resarcimientos por daños en vía judicial.
Eso sin contar lo que hoy establece la ley como misiones de las
asociaciones de consumidores y el hecho de que no haya emergido un sujeto
social en capacidad de desarrollarlo satisfactoriamente. Porque la complejidad de
los mercados de consumo sólo puede ser abordada —aunque más no sea en sus
cuestiones más críticas— por organizaciones con la escala adecuada, esas que
hoy no existen.
En tiempos de Internet, esas organizaciones podrían articular una red
de comunicación para atacar la asimetría de información entre los consumidores
y el resto de los actores económicos. Hay experiencias al respecto.
Con mayor información en manos de los consumidores, éstos pueden hacer
rendir mejor su dinero, con diferencias notables en el rendimiento de sus
ingresos.
Su existencia misma impactaría en la otra asimetría fundamental, la de
organización entre las partes.
Una idea inicialmente para la ciudad de los no
tan buenos aires. Una idea, si existiera eso que suele llamarse voluntad
política, potencial y extrañamente replicable en cada municipio del país, cuyos
integrantes podrían ser elegidos en la base local a través de la votación universal
de los consumidores—ciudadanos y en las mismas elecciones generales donde
suelen eligirse sus representantes políticos. Para confluir en federaciones provinciales.
En una construcción legislativa que derive naturalmente en una central única
que represente al conjunto nacional en su carácter de consumidores y usuarios.
No sería absurdo que el financiamiento proviniera de una porción —a
convenir— del impuesto al valor agregado que en los hechos es un impuesto al
consumo.
Constituida como una institución de
derecho público no—estatal, es decir, como una organización
social, se trataría de una nueva reforma estructural de la sociedad, acorde a
las exigencias de estos tiempos.
El Estado democrático, en el peronismo imaginario, debiera generar —producir, en
un sentido industrial— organización social, llave en mano, para entregar a la sociedad.
Particularmente en una Argentina, donde, si hay una vanguardia en el cambio, no
sólo es política sino que además ocupa la primera magistratura, con su recambio,
desde mayo de 2003. Se lo podría considerar una forma práctica de reconstituir
el tejido social en concepto de lo que se conoce como servicio público.
Canales de ejercicio de la ciudadanía para una defensa de sus
intereses de manera ordenada y conforme a derecho. Una ciudadanía más activa en
una sociedad con herramientas adecuadas para defenderse por sus propios medios,
con legitimidad reconocida por el Estado democrático.
No lo dijo Mao, lo dijo el finado John Fitzgerald Kennedy, de los
Kennedy de Massachusetts: “Los consumidores integran el mayor sector de la
economía, afectando y siendo afectados por casi todas las decisiones económicas
públicas y privadas. (…) Pero se trata del único grupo importante de la
economía que no se encuentra efectivamente organizado”.
Son esas cosas que tiene el peronismo imaginario, que le encuentra un
lugar casi a cualquier cosa que le sea útil para que, en teoría, la gente —en
su contexto, el Pueblo— viva mejor. Pero el velo de fantasía de la opinión pública
mediatizada que suele cubrir la realidad concreta del país se ha mostrado de
manera recurrente reactivo e intolerante al peronismo imaginario y sus utopías.
¿Utopía? Ese lugar no existe. Por
lo tanto si no hay donde buscarlo, habrá que construirlo.
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