martes, 4 de marzo de 2014

Consumo y ciudadanía


por Juan Escobar*




Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. (…) Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

(Julio Cortázar. Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj. 
Historias de cronopios y de famas. 1962).

1. Hacia la complejidad.
En el principio fueron las preguntas. ¿Cómo se relaciona el consumo con la ciudadanía? ¿Qué relación se establece entre la ciudadanía y la noción de responsabilidad social? ¿Hasta qué punto es posible demandar responsabilidad social al consumidor? En la búsqueda, las interrogaciones no cesan de multiplicarse, lo que a su vez puede considerarse como marca epocal, propia de una etapa histórica signada por la incertidubre. 

La pregunta por la ciudadanía, a su vez, implica en alguna medida el reconocimiento de su ausencia parcial o de la necesidad de un replanteo. Preguntarse por la responsabilidad social del consumidor implica a su vez la doble interrogación, al estilo de Raymond Carver: ¿De qué hablamos cuando hablamos de “responsabilidad social”? Y: ¿de qué hablamos cuando hablamos de “consumidor”?

Expresiones cuyo sentido inmanente es consecuencia de condiciones específicas de emergencia y evolución histórica, presentan campos de análisis posibles donde la complejidad aparece como la primera característica. De allí que se trate de nociones relativamente difusas a simple vista, de un complexus de discursos y aún disciplinas que se entrecruzan, se contradicen , se complementan, o simplemente se ignoran entre sí.

No existen en torno de estos conceptos campos teóricos integrados, a la vez suficientemente abarcativos y específicos. Su abordaje desde el paradigma emergente de la complejidad se presenta como una alternativa posible para establecer algunas hipótesis a partir de repasar puntos significativos de su derrotero hasta el presente. Edgar Morin ha escrito que si hay una ciencia de la complejidad, esa ciencia es la historia, porque a través de ella puede comprenderse mejor la configuración del entramado que la va constituyendo, que va cambiando el mapa de la situación en el transcurso del tiempo.


2. Una historia (norte)americana, o casi.
Si la primera revolución industrial fue centralmente europea, a partir de fines del s.xix la segunda revolución industrial llevó la impronta cultural de los Estados Unidos, en cuyo contexto se fue configurando paulatinamente el perfil del consumidor contemporáneo desde donde se proyectó a la etapa más reciente de la llamada globalización.

Fue justamente en los Estados Unidos donde se formó en la última década del s.xix la primera asociación de consumidores, llamada Liga de Consumidores de Nueva York  cuyos objetivos fueron llamativamente congruentes con la perspectiva de lo que tiempo después se daría en llamar responsabilidad social empresaria.

Su acción consistía en la confección de “listas blancas” donde se recomendaba el consumo de productos que se hubieran fabricado en condiciones de respeto de los derechos de los trabajadores y prescindiendo del trabajo infantil. En los hechos, nace como un complemento de la tarea sindical, donde los trabajadores iban tomando conciencia que en su carácter de consumidores podían incidir progresivamente en el mercado, en un contexto donde predominaba la explotación y, para decirlo en términos de responsabilidad social, se ejercía frecuentemente el abuso de posición dominante por parte de los empresarios en perjuicio de los trabajadores, entendidos como stakeholders directos, como grupo social vinculado con la actividad de la empresa. Al tiempo que plantea una alternativa de expresión solidaria de responsabilidad social por parte de los consumidores, la impronta sindical en los inicios de la defensa del consumidor encontrarían su correlación en la huelga de consumidores o boicot como práctica de presión en defensa de sus intereses, como fue el caso de las huelgas de consumo de 1890 en Ferrol, al noroeste de España y de 1900 en Barcelona, ambas por aumentos en el precio del gas.

Pero cabe destacar esta relación en los inicios: trabajadores asumiendo su condición de consumidores para reclamar una mayor responsabilidad social a la empresa, específicamente en el respeto de sus derechos laborales. Y el derecho a tener derechos es la base de la ciudadanía. Lo que implica un reconocimiento como sujeto de derecho por parte del Estado y el respeto efectivo de esos derechos en el ámbito de los mercados.

Promediando la década de 1930, se constituyó la Consumers Union, que ya desde su nombre denotaba un aire de familia con la actividad sindical y que en la actualidad cuenta con millones de asociados. En 1967 se integraría a la Junta Directiva de Consumers Union (donde participaría a lo largo de ocho años) un joven abogado llamado Ralph Nader que había hecho estremecer a la industria automotriz con la publicación de un libro titulado Unsafe at any speed, cuya traducción más frecuente es “Peligroso a cualquier velocidad”, para luego protagonizar una etapa que reinventaría la defensa de los consumidores.

Se trataba, en rigor, de la etapa abierta por John Fitzgerald Kennedy, siendo presidente, con su famoso discurso del 15 de Marzo de 1962 –que luego quedaría establecido como el Día mundial del consumidor- al congreso de los Estados Unidos. El “Mensaje Especial al congreso en protección del interés de los Consumidores[1]” comenzaba afirmando que decir “consumidores, por definición, nos incluye a todos. Los consumidores integran el mayor sector de la economía, afectando y siendo afectados por casi todas las decisiones económicas públicas y privadas. Las dos terceras partes de los gastos en la economía corresponden a los consumidores. Pero se trata del único grupo importante de la economía que no se encuentra efectivamente organizado, y cuyas opiniones a menudo no son escuchadas”. También hacía un llamamiento a evitar el derroche en el consumo, “así como no aceptamos la ineficiencia en las cuestiones de gobierno”. Pero más allá de las perspectivas optimistas que esbozaba, también resaltaba algunos de los riesgos más frecuentes en las relaciones de consumo: “Si a los consumidores se les ofrecen productos inferiores, si los precios son exorbitantes, si los medicamentos no son seguras ni efectivas, si el consumidor no está en condiciones de elegir con una base de conocimiento, entonces pierde su dólar, su seguridad y su salud se ven amenazadas y el interés nacional se ve perjudicado” Asimismo planteaba que “incrementar los esfuerzos para hacer el mejor uso de los ingresos, puede ser más útil para mejorar el bienestar de la mayoría que los mismos esfuerzos puestos en el sentido de aumentar sus ingresos.”

Haciendo referencia a la incidencia de la tecnología en “la comida que consumimos, las medicinas que tomamos y muchos de los electrodomésticos que usamos en nuestros hogares” que “ha incrementado las dificultades del consumidor en contraposición con sus oportunidades; y ha tornado obsoletas muchas de las viejas leyes y regulaciones haciendo necesaria una nueva legislación”.

Este incremento en las dificultades puede vincularse tanto con el crecimiento exponencial de la cantidad de productos con las diversas competencias necesarias que esto trae aparejado, tanto como de la información necesaria para la defensa de sus intereses, en un proceso coadyuvante a la acentuación de la asimetría informativa que junto a la asimetría organizacional caracteriza a los mercados de consumo, en perjuicio del consumidor individual.

Seguidamente hacía referencia a la creciente influencia del marketing que se había configurado como disciplina integrada a lo largo de la década anterior, con claras influencias de la escuela psicológica conocida con el nombre de “conductismo” -en la línea de los “reflejos condicionados” de Pavlov. Uno de cuyos exponentes más relevantes y controversiales fue B. F. Skinner quien hacia el final de su vida no dudó en caracterizar crudamente su disciplina en su libro que lleva el nombre de “Más allá de la libertad y la dignidad[2]” donde planteaba como única alternativa el formateo sistemático de los individuos en los términos expresados en el título como única forma de terminar con los problemas sociales, atacando y corrigiendo toda inadaptación, condicionando las conductas a través de la manipulación de las condiciones objetivas de su situación, su entorno, su ambiente circundante. Criterios que mostraban una clara funcionalidad en mercados ávidos de consumidores, necesitados de generar espacios, atmósferas controladas, acondicionadas para un consumo incesante. Esto brindaría un lugar relevante al conductismo entre lo que se podría llamar, partiendo y adecuando de la expresión de Althusser, como “aparatos ideológicos del mercado” orientados a influir sobre la conducta de los consumidores en el sentido deseado.

En palabras de Kennedy: “La elección del consumidor está influenciada por la publicidad masiva, que utiliza medios de persuasión altamente desarrollados. El consumidor típico no puede saber si los preparados de drogas cumplen con los standares mínimos de seguridad, calidad y eficacia. Por lo general no se sabe cuánto paga por el crédito al consumo; si el preparado de un alimento tiene mayor valor nutricional que otro, si el rendimiento de un producto, en los hechos, satisface sus necesidades, o si la gran economía es en realidad un artículo de saldo (“a bargain”).

A continuación detallaría lo que consideraba como los derechos básicos de los consumidores:

“1.- Derecho de seguridad: para estar protegidos cuando la comercialización de bienes atenta contra la salud o contra la vida.
“2.- Derecho a estar informado: para estar protegido contra la información engañosa o fraudulenta en la publicidad, en el etiquetado, u otras prácticas, y de ser provisto de los factores necesarios para realizar una elección informada.
“3.- Derecho a elegir: para que se le asegure, en la medida de lo posible, el acceso a  una variedad de productos y servicios a precios competitivos; y en aquellas industrias en que esto no es posible y se sustituye por una regulación estatal, asegurar una calidad y servicio satisfactorios a precios justos.
“4.- Derecho a ser oído: para asegurar que el interés de los consumidores sea tenido en consideración de manera total y con especial consideración en la formulación de las políticas gubernamentales, y debe recibir especial tratamiento en los tribunales administrativos. También deben tenerse en cuenta para futuras acciones el interés de los consumidores y los programas existentes deben ser fortalecidos”.

Luego se adentraría en el detalles de las acciones a implementar para finalizar diciendo: “Como todos somos consumidores, estas acciones y propuestas a favor de los consumidores, son a favor de todos.”

En la brecha que abrió ese discurso y el reconocimiento de los perjuicios a los consumidores vendría a desarrollarse la actividad de ese funcionario menor de la administración pública que fue Ralph Nader (abogado asesor del subcomité del senado de los Estados Unidos que investigaba los accidentes automovilísticos en alza) y cuya obsesión inicial por la seguridad en las rutas lo llevaría a poner en entredicho a uno de los íconos fundamentales de la sociedad de consumo como es el automóvil, poniendo la lupa sobre el caso del Chevrolet Corvair, producido por la General Motors, en un proceso de difusión en la opinión pública tras el cual finalmente fue retirado del mercado. A partir de esto su actividad se diversificó y puso atención en otras cuestiones que hacen al interés de los consumidores. En 1968 dirigió un Grupo de Estudios con el objeto de realizar un análisis preliminar sobre la política de protección alimentaria desarrollada por el organismo federal a cargo. Lo titularon “The Chemical Feast[3]” y el contenido del informe daba cuenta de ello. Pero lo curioso de leerlo hoy es encontrar después del prólogo realizado por Nader, la siguiente cita:

“El consumo es el único fin y propósito de toda la producción; y el interés del productor debe tenerse en cuenta sólo en la medida en que sea necesario para favorecer el del consumidor. El principio es tan evidente, que sería absurdo intentar demostrarlo. Pero en el sistema mercantil, el interés del consumidor se sacrifica de forma casi constante al interés del productor: y parece considerarse la producción y no el consumo el fin último y el objeto de toda la industria y el comercio…

“No resulta difícil determinar quiénes han sido los deformadores del sistema mercantil; es evidente que no han sido los consumidores, cuyo intereses se han visto totalmente menospreciados: han sido los productores, cuyos intereses se han respetado escrupulosamente; y entre esta última clase, nuestros mercaderes y manufactureros han sido en gran medida los principales arquitectos de todo ello.”

La cita pertenece al Libro IV, Capítulo VII del libro canónico de la economía política, el Ensayo sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, de Adam Smith. Un texto publicado en 1784. Yendo al libro, nos encontramos con que fue sacado de un contexto donde la evaluación crítica estaba orientada a un mercado en particular, en un momento particular y como parte de una argumentación a favor de una mayor libertad en el comercio internacional. Un mercado que, particularmente, había convertido a los ciudadanos en “compradores forzosos” según la expresión del autor. Una definición que ilumina algunas características de la denominación de “consumidor” y delimita brutalmente su siempre declamada soberanía. Con todo, estas palabras de Smith parecen no haber perdido su cuota de actualidad, desvaneciendo en el camino las buenas intenciones manifestadas por Kennedy.

3. Vuelta a la complejidad.
La complejidad del proceso de globalización pone en entredicho numerosas categorías utilizadas para describir una realidad en transformación continua. El pensamiento de la complejidad que fue tomando forma a partir de contribuciones diversas a lo largo del siglo veinte, sobre la base de avances en los campos de la biología y la física, se presenta como una alternativa para afrontar los problemas y construir sentido en un presente signado por la multiplicidad de factores que interactúan.

En su libro "Marco histórico constructivo para estilos sociales, proyectos nacionales y sus estrategias", el científico argentino Oscar Varsavsky propone un abordaje a la realidad para transformarla que puede resultar convergente con el pensamiento complejo a cuya configuración a lo largo del siglo XX han contribuido los aportes de gente como Edgar Morin, Kevin Kelly o Joël de Rosnay entre otros. Varsavsky plantea un método que define como "de aproximaciones sucesivas de escala" que vayan de la visión del astronauta -que ve lo general del conjunto- a la visión del bombero -fijado en la particularidad de lo emergente. Estas sucesivas aproximaciones y alejamientos pueden servir como medio para aprehender la realidad a partir de lo empíricamente comprobable, en un recorrido propio que siga esta pauta planteada por Varsavsky.

Así, en el espacio del universo físico -la primera dimensión de la realidad reconocible-, nos encontramos con el tercer planeta del sistema solar, que se caracteriza por tener agua y a partir de ella se desarrolla lo que se conoce como biósfera, un megasistema complejo que recubre la superficie de la Tierra y en donde se manifiesta la vida. Esa dimensión de lo viviente se organiza en especies, constituidas por individuos, que son a la vez portadores de vida y de las necesidades que su continuidad implica atender. Necesidades que son a la vez individuales y comunes entre los individuos de cada especie.

Estas necesidades propias de todo individuo viviente abarcan tres dimensiones. La primera refiere a las necesidades físicas, que hacen al hábitat adecuado para la continuidad de la vida. La segunda abarca las necesidades biológicas y finalmente las necesidades de información. Información funcional a la atención de las necesidades precedentes, a través de su comunicación con el entorno físico y viviente.

Entre esas especies, se encuentra la especie humana, que se diferencia del resto por el hecho de codificar la información con símbolos, en representaciones. Usando palabras de Cassirer, esto convierte al humano en el único animal simbólico, lo que incorpora una nueva dimensión que organiza a las anteriores, así como a la dimensión social que incorpora la presencia misma de la especie humana, su carácter gregario, que hoy se concentra en un 80% en formaciones urbanas donde constituyen su comunidad, que se inscribe en una escala de integraciones que comienza en lo individual un camino de incorporación al mundo.

4. Comunidades en un mercado global.
El individuo tiende a integrarse en unidades mayores para atender de manera más eficiente sus necesidades. En la vida cotidiana, el individuo humano forma parte inicialmente de una familia, que se integra en un colectivo social de referencia inmediata, a través del cual se incorpora a la comunidad que surge de habitar y compartir el mismo territorio más o menos delimitado. Esa comunidad se organiza para su continuidad a través de la política, lo que constituye al ámbito local en célula de la organización estatal. En el ámbito local es donde se ejerce la ciudadanía y se padecen sus limitaciones en forma cotidiana, en el lugar donde transcurre la vida de esos ciudadanos. Pero esos ciudadanos sólo son tales en la medida que lo legitima un Estado nacional, esa forma organizativa que se difundió hasta cubrir cuatro de los cinco continentes en la segunda mitad del siglo pasado. Estos Estados representando naciones tienen generalmente mayores oportunidades de insertarse en el orden planetario en la medida que se integran previamente a bloques continentales. Por caso, la Unión Europea o el proyecto siempre postergado de unidad sudamericana.
El orden global de la actualidad es a la vez producto y reproductor de la creciente primacía del poder económico de alcance mundial sobre el poder político de los Estados nacionales, en un proceso de siglos que se precipitó en algunas pocas décadas. Ese poder económico suele expresarse a través de las corporaciones empresarias que protagonizan el comercio internacional, impulsando la conformación del Mercado-mundo que caracteriza al proceso llamado globalización. Generando un contexto donde el mercado en red trasciende las barreras continentales, nacionales y locales para conectar al individuo a un sistema que lo sitúa en un primer peldaño de consumidor. Un peldaño del que no se puede bajar sino hacia la exclusión social, ya que constituye el procedimiento establecido –prácticamente excluyente- para la atención de las necesidades humanas.

Una de las características salientes de la globalización es su carácter compulsivo, que estableció progresivamente un nuevo orden basado en la mercantilización del mundo, cuyo sistema nervioso está animado por el comercio. El individuo común se vincula al mercado-mundo de la globalización a través de la atención de sus necesidades cotidianas. Al hacerlo, se convierte efectivamente en lo que el mercado designa con el nombre de consumidor.

Definida inicialmente por su matriz industrial, la figura del consumidor individual se configura en el pasaje del orden industrial –donde la inserción social se realizaba a través del trabajo- al orden tecnológico, donde la inserción social pasa a realizarse a través del consumo. Una etapa en cuyo transcurso la máquina mecánica va cediendo paulatinamente protagonismo a la máquina electrónica. El consumidor individual se va constituyendo en el relevo del trabajador organizado en cuanto canal de participación establecido para el ciudadano común en la economía.

La globalización se constituye en una atmósfera envolvente a través de los mercados de consumo y de servicios. Para cotejar en qué medida un individuo se encuentra globalizado basta con observar el origen de la ropa que lleva puesta, del teléfono celular que usa, de los electrodomésticos que tiene en la casa, de los alimentos que ingiere, de las computadoras de las que dispone, de las distintas cosas que usa o tiene porque fueron adquiridas a través de la transacción comercial en cuanto procedimiento establecido para la atención de sus necesidades.

5. Neos
Nuevas categorías complejas fueron cobrando centralidad en la etapa más reciente de la globalización, que se desplegó en el transcurso de las dos últimas décadas del siglo veinte en correlación con la efímera hegemonía del neoliberalismo como estrella mediática de la opinión pública.

Animado por un individualismo feroz, que en ultima ratio implicaría la ruptura de todo vínculo comunitario basado en la solidaridad, postulaba la virtud del egoísmo de la que fue abanderada la guionista cinematográfica Ayn Rand, devenida filósofa “objetivista” de manera funcional a quienes llevan las de ganar en este esquema. Verdadera religión de mercado, demonizó al Estado como enemigo de una libertad individual que sólo hallaría su plenitud en transacciones comerciales entre particulares sin otra restricción que la de la ley de la oferta y la demanda.

Los efectos catastróficos de su aplicación sobre las sociedades que ejerció su dominio, fueron poniendo de relieve los costos sociales que, en la medida que se incrementaban, no hacían sino desmentir las siempre incumplidas promesas de bienestar generalizado que pregonaban los defensores del absolutismo de mercado, donde las libertades individuales quedaban subsumidas en la libertad del mercado, en las transacciones comerciales que lo animan. La dinámica de concentración de los beneficios y socialización de los costos a escala global demostró una indudable eficacia en cuanto a incrementar la pobreza y generar sociedades crecientemente desiguales, libradas a la voracidad de un criterio que tiende a sustituir todo valor por un precio.

Así, el Mercado, imponiéndose como el "único asignador eficiente de los recursos disponibles", pasa no sólo a asignar los recursos y los precios, sino que además instala su propia lógica de cuantificación y su propia dinámica como ejes de la vida de las poblaciones, al tiempo que también asigna roles e incluso identidades a quienes se encuentran en su órbita de influencia. De esta manera, los ciudadanos pasan a ser consumidores y el Estado ve reducida paulatinamente su función de regulador de la vida social.

En este contexto, la figura del consumidor tiende a ser paulatinamente la vía de acceso excluyente para la participación del hombre común en la economía, que lo cuantifica proporcionalmente a su concurrencia en el Mercado. Donde, como lo expresó entusiasta el economista Schumpeter en su Teoría del desenvolvimiento económico: "Los individuos tienen solamente influencia en tanto que son consumidores, en tanto que expresan una demanda". O, en pocas palabras, donde se lo tiene en cuenta en la medida de lo que paga para consumir, de los precios que paga o se compromete a pagar, en definitiva donde su existencia depende de lo que gasta.


6. Responsabilidad social.
La responsabilidad social es uno de los paradigmas emergentes de esta etapa histórica signada por la globalización mercantil. La noción de responsabilidad social se instala a partir de la demanda de diferentes grupos sociales frente al abuso de posición dominante ejercido por empresas y las consecuencias negativas derivadas de esas prácticas. De esta manera se fue difundiendo la idea de responsabilidad social empresaria, vinculada a la gestión de los impactos que la actividad de la empresa genera en la sociedad en general tanto como en la calidad de vida de los diversos grupos relacionados directamente.

Con todo, la noción de responsabilidad social puede hacerse extensiva a otros tipos de organización, desde el momento que excede los límites de la actividad específica de las empresas y puede asimilarse a la relación de cualquier tipo de organización y su entorno social. Es decir, a las externalidades que cada organización genera con su actividad, respecto de los distintos stakeholders vinculados con ella, dentro y fuera de la organización. Es más, la noción de responsabilidad social es aplicable a cada individuo que se integra a la comunidad generalmente a través de una organización.

La responsabilidad social emerge de la participación en el mercado y de sus efectos en la calidad de vida de las poblaciones vinculadas con su actividad. La responsabilidad social –individual, organizacional, sectorial- es proporcional a la participación efectiva en las decisiones que la actividad del mercado presupone. Esto es, a la posición que ocupa cada uno en el mercado. Cuando esa posición es dominante en un mercado, la responsabilidad social que le corresponde es mayor, pero el hecho de no ocupar la posición dominante en un mercado no exime de responsabilidad social a la parte en cuestión, como es el caso de los consumidores, ya que constituyen partícipes necesarios para el funcionamiento efectivo del mercado, a su existencia misma.

Así como el abuso de la posición dominante de las empresas fabriles en el mercado laboral generó la necesidad organizacional del sindicalismo moderno ya en el siglo diecinueve, y el abuso de la posición dominante de las empresas en los mercados de consumo provocó la aparición de asociaciones para la defensa de los consumidores, ya desde comienzos del siglo veinte en los países centrales del orden industrial, los perjuicios ambientales causados principalmente por la actividad de las empresas, tanto directamente en lo que hace a los recursos insumidos, al proceso de producción y a la disposición de los residuos industriales, cuanto indirectamente en lo que refiere a los residuos derivados del consumo, dieron lugar a la aparición de la inquietud ecologista que encontraría un espacio fundacional en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano, reunida en Estocolmo del 5 al 16 de junio de 1972 , al establecer la noción de sustentabilidad respecto de la comunidad humana en el espacio y el tiempo. Posiblemente sea la de comunidad, una de las nociones clave para establecer las respectivas responsabilidades de los actores económicos, ya que responsabilidad social y comunidad guardan una estrecha relación que trasciende los límites meramente económicos para encuadrarlo en la realidad de los seres humanos y su vida en común. El paradigma emergente de la responsabilidad social puede aportar una perspectiva para afrontar el principal desafío que presenta el actual proceso de globalización, que es el conflicto muchas veces manifiesto entre capitalismo y democracia, a partir del ejercicio de una ciudadanía más plena.

7. Regulación defensiva.
El mercado-mundo que aparece configurado en los inicios del siglo xxi cuando la más reciente etapa de la globalización que abarcó el último cuarto del siglo pasado. La figura del consumidor, justamente, ha ganado una mayor centralidad en el transcurso de esta etapa. Un desplazamiento sutil que ha llevado a asumirlo en muchos casos acríticamente, con la coartada perfecta de la inevitabilidad. En más de un sentido, podría afirmarse que cuando hablamos del consumidor nos estamos refiriendo a un individuo globalizado. Y el participio pasivo no es casual, porque la figura del consumidor parece estar signada por la marca de la heteronomía y de cierto sometimiento que conlleva ser funcional a los intereses de otros, muchas veces en perjuicio de los propios.

Esta heteronomía propia del consumidor se deriva de las condiciones de acceso al mercado y de la naturaleza misma de los mercados de consumo, de la marcada imperfección que los define, así como de las asimetrías en su desmedro, tanto en lo que se refiere al nivel de organización como lo que respecta a la cantidad y calidad de información de la que dispone. Esa heteronomía inherente al consumidor individual en el mercado se fue poniendo en evidencia en la medida que se iba descascarando la fachada monumental del mito de la soberanía del consumidor, en un proceso que encontraba sus raíces a comienzos del siglo veinte.

El mercado-mundo constituye un entorno artificial para promover el consumo, una atmósfera envolvente que durante el orden industrial fue centralmente de cosas y en el orden tecnológico es centralmente de representaciones. Un mercado-mundo en el que los economistas neoliberales aún dicen que el consumidor es soberano, que reina en el mercado, pero es un mero eco extemporáneo de las admoniciones de hombres como Von Mises, apóstol del neoliberalismo extremo:

“La economía basada en el lucro hace prosperar a quienes supieron satisfacer las necesidades de las gentes de la manera mejor y más barata. Sólo complaciendo a los consumidores es posible enriquecerse. Los capitalistas pierden su dinero en cuanto dejan de invertirlo en aquellas empresas que mejor atienden la demanda del público. En un plebiscito donde cada céntimo confiere derecho a votar, los consumidores a diario deciden quiénes deben poseer y dirigir las factorías, los comercios y las explotaciones agrícolas. El control de los factores de producción constituye una función social sujeta a confirmación o revocación de los consumidores soberanos[4]”.

Lo que nos recuerda la perspectiva democrática es, por el contrario que el consumidor es ciudadano, que su lugar en el mundo es su ciudadanía. La ciudadanía como lugar, como espacio de acción. Viene a recordarnos que el consumidor no es otra cosa que el ciudadano mismo en situación de mercado.

En situación de mercado, el consumidor legitima con su dinero la distribución de costos y beneficios que conllevó la producción de lo que compra. Legitima los costos sociales que pudiera haber implicado la realización de los derechos que adquiere. Cuando esos derechos se desmaterializan, se desvanecen, muestran el costado indeseable de la intangibilidad: se revelan como una mera ilusión. Entonces, cuando el consumidor se siente en alguna medida estafado y le asiste la razón, con todo, se encuentra solo. Salvo que se encuentre en situación de queja con otro consumidor en idéntica situación, generalmente sin otro efecto que aumentar la frustración ante la falta de respuestas satisfactorias. El consumidor se encuentra solo. Con sus problemas. Recibiendo un perjuicio por el que pagó. Un perjuicio que viene a sumarse a todos aquellos producidos previamente a la transacción que los legitimara. El consumidor se encuentra solo en un mundo que en ese momento se le antoja dividido por un mostrador. Todo lo que haga en adelante para que le sea resarcido aquello por lo que pagó, será más que una pérdida de tiempo, una pérdida de dinero: un lucro cesante. Trámites, desplazamientos, llamadas telefónicas, todos costos que se van sumando graciosamente al precio. No tener en cuenta los perjuicios sociales generados en la realización de un producto, puede derivar en la trampa de sufrir los efectos de esa misma lógica.

Porque donde tienen lugar relaciones de mercado al margen de una regulación del Estado democrático, lo que rige efectivamente es la falta de garantías que surge de la aplicación de la ley del más fuerte. El contrato entre las partes puede convertirse con mayor facilidad en un fraude, en desmedro de la parte más débil de la relación. Promesas que no se cumplen, supuestos básicos de buena fe que hacen a la confianza necesaria para concretar las transacciones, que se ven defraudados en la medida de la ausencia de un Estado que provea de justicia.

Pero tanto la destrucción de las capacidades estatales de regulación que le dieron vía libre, como toda la historia de abusos de la posición dominante que caracterizó brutalmente al orden industrial y se incrementó con la transición al actual orden tecnológico de la globalización, hicieron que la opinión pública incrementara sus demandas de una mayor responsabilidad social por parte de las corporaciones que inciden muchas veces en forma determinante en la vida cotidiana de las poblaciones.

La regulación de los mercados debe responder a principios de equidad que no se desprenden de la maximización desconsiderada de los intereses particulares. Es necesaria una regulación defensiva y por lo tanto preventiva de los posibles daños a los que se expone a los ciudadanos, como consecuencia de la primacía del interés particular y la arbitrariedad que encuentran impunidad en relaciones marcadamente asimétricas como las que se dan en el mercado.

Las consecuencias de la aplicación del neoliberalismo en América Latina demostraron la necesidad de un Estado regulador que sepa expresar el bien común frente a los intereses particulares. La experiencia latinoamericana con las dictaduras que fueron funcionales a una globalización compulsiva, puede aportar argumentos suficientes confirmando que ese Estado no puede ser otro que el Estado democrático. Es decir un Estado con legitimidad suficiente para recuperar de manera satisfactoria la regulación de las relaciones sociales y, entre ellas, especialmente las relaciones económicas. La participación del Estado en la etapa de euforia neoliberal desmontando las barreras que obstruían el avance de un capitalismo salvaje frente al que ofició de facilitador en contra de los intereses mayoritarios de sus ciudadanos, hizo que se instalara una demanda creciente de que la participación del Estado democrático en la economía se orientara en el sentido de una creciente equidad, expresada en una distribución del ingreso que evolucione de manera congruente.


8. El Mercado, sus residuos y las acciones de la Sociedad
El consumo, entonces, opera como un procedimiento que legitima prima facie el proceso de producción de la mercancía adquirida o las condiciones de prestación de los  servicios contratados, de manera que las decisiones tomadas por los consumidores, a través de la formalización de la transacción se convierte solidariamente responsable de las decisiones del resto de los actores económicos que intervienen en la relación, ya que de hecho se constituye en el eslabón que da sentido al conjunto de la cadena de valor, ya que legitima asimismo la distribución de costos y beneficios que se materializan en el producto adquirido.

El hecho de encontrarse generalmente en el extremo opuesto de la posición dominante no releva al consumidor de su correspondiente responsabilidad social. Particularmente cuando la función de consumo que le da un lugar en el mercado, constituye la condición de posibilidad misma de la existencia del mercado. De esta manera se articulan las responsabilidades de los consumidores en lo individual con las responsabilidades colectivas de los consumidores en conjunto, en el marco de las comunidades que integran, en cuanto co-responsables de las externalidades negativas que esos mercados generan. Entre las cuales la sistemática producción de residuos no es menor, atendiendo el pasivo ambiental que contribuyen de continuo a incrementar.

La contaminación ambiental se fue consolidando como problema en el transcurso del proceso que se inició con lo que se conoce como primera Revolución Industrial, particularmente a partir de la disposición continuada de los residuos industriales en el medio ambiental. Esa Revolución Industrial marcó el comienzo de una nueva etapa, signada por una creciente brecha entre la producción y el consumo, que estableció una división de aguas entre los actores económicos, separándolos en productores y consumidores.

Al ingresar en la etapa de la producción masiva, desde mediados del siglo XX en los países más desarrollados, fue creciendo la incidencia de los residuos resultantes de un consumo (por reflejo) también masivo, hasta cobrar entidad propia en cuanto problema.

Ese consumo, con sus variaciones, determinará una consiguiente generación de desperdicios; porque la basura que generamos es un reflejo de nuestra participación (lo que la doctrina económica denomina concurrencia) en el mercado, tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo en su diversidad y otras características de target, hecho que lo convierte en un indicador de nuestro status social en el orden establecido por el mercado.

Una mirada global de esta situación, pone en evidencia que el expansionismo del Mercado sobre las poblaciones humanas tuvo su reflejo en una acumulación exponencial de los residuos provenientes del consumo. Hoy, el problema de la basura, se eleva -literalmente- en las afueras de los centros urbanos, ocupando territorio y amenazando con cambiar el paisaje, conformando verdaderas cordilleras de desperdicios en escala.

Hay una particularidad de esos residuos, mayoritariamente domiciliarios, que por obvia y cotidiana, pasa generalmente inadvertida. Esos residuos, en una gran proporción, fueron parte de productos que fueron comercializados, es decir que alguien compró (pagando un precio) para satisfacer alguna necesidad. Esa satisfacción de las necesidades a través de transacciones comerciales, es lo que la economía define con el nombre de consumo.

De esta manera, esos residuos –sólo relevantes en cuanto los perjuicios que causan– aparecen como un derivado inherente al funcionamiento de una clase específica de mercado, el que agrupa los llamados mercados de consumo, que constituyen la base de la estructura económica, por tratarse del canal a través del cual fluyen los recursos de los individuos hacia las empresas, que son a su vez quienes impulsan y direccionan la dinámica de estos mercados.

Podríamos decir entonces que esa basura que desechamos diariamente, se trata, en realidad de desperdicios del mercado, ya que han sido en algún momento parte de un intercambio comercial, han recorrido el aparato circulatorio de la economía integrados en productos hasta que alguno de nosotros pagó un precio para adquirirlo, para sacarlo del mercado. Pero, si hay que darle al César lo que es del César, ¿por qué no le devolver estos desperdicios al Mercado? ¿Por qué no vemos en ellos valor alguno? Posiblemente una respuesta sea que los vemos desde el lugar que el Mercado nos asignó. Los vemos en nuestro carácter de consumidores. Lo vemos como un efecto del gasto –como una pérdida aceptada desde el comienzo–, de un consumo del que formaron parte.

Mientras está en el aparato circulatorio del mercado (fabricación, distribución y comercialización) el producto conserva un valor simbólico (que lo hace deseable) un valor de cambio (que lo hace pasible de intercambio) y un valor de uso (que lo hace satisfactor temporario de una necesidad). A partir de que un individuo lo adquiere para atender una necesidad, el producto pierde (totalmente si es consumible o parcialmente si es utilizable) su valor de cambio expresado en el precio, desde el momento que es retirado de la circulación comercial, es decir desde que se lo compra sin la intención manifiesta de volver a venderlo.

En el ámbito social de la economía doméstica a la que pertenece el consumidor cobra relevancia el valor de uso del producto. Un valor de uso que, por su parte, se agotará en la medida que sea consumible, o decrecerá si es utilizable por efecto de lo que se conoce como obsolescencia planificada. De una manera o de otra, la tendencia natural del producto en estas aguas cuyas mareas son movilizadas por el mercado, –en un trayecto que va del instante al mediano plazo–, es a convertirse (parcial o totalmente) en residuo, o al menos generarlos en alguna medida apreciable. En el ámbito de la economía doméstica, estos residuos pueden dividirse básicamente en materia orgánica e inorgánica. En términos generales ambos tipos de residuo sólido, pueden responder a una clasificación básica que los divide en residuos de consumo (orgánicos) y residuos de presentación o uso (inorgánicos).

Pero lo que caracteriza a ambos en el contexto de la economía doméstica –actuando integrada y complementariamente a la dinámica del mercado– es esa pérdida tanto del valor de uso como del valor de cambio. Por lo cual se procede a desecharlo mediante los mecanismos habituales, lo que es decir generalmente para su disposición en una parte determinada del medio ambiente. Se lo transfiere así de la esfera de lo particular a la esfera de lo colectivo. La economía doméstica se encuentra en la periferia del mercado de consumo, por lo cual sirve de puente entre el mercado y la sociedad, adquiriendo productos del mercado para luego incorporarlos al ámbito de la sociedad (de la que la economía doméstica forma parte) y finalmente al medio ambiente donde se desarrolla su vida común, en forma de desperdicios.

Puede decirse que son considerados como desperdicios por encontrarse fuera del mercado y no es que se los considere fuera del mercado porque sean desperdicios: porque la pérdida del valor de cambio es la consecuencia de su salida del mercado para ingresar a la economía doméstica de la que es parte el consumidor.

Pero esto es así porque vemos al residuo desde un punto de vista que, no es el punto de vista de las fuerzas que conducen la vida del mercado, sino una perspectiva complementaria y funcional a ellas. Y por eso no pensamos en ellos como insumos útiles, como recursos de los que se puede sacar provecho. Si en cuanto consumidores no adquirimos el producto con ánimo de lucro, es completamente improbable que miremos con esa perspectiva a sus despojos. Porque el consumidor como tal no puede ser consciente de que también produce algo como consecuencia del hecho de consumir: es un productor de basura.

Los desperdicios no tienen valor de cambio, ni valor de uso, ni valor simbólico, porque el mercado no se los asigna explícitamente (en un marco donde el Mercado tiende a hegemonizar la asignación de los valores y los precios) porque ya cumplieron con su finalidad en ese contexto. Por esa causa el Mercado se desentiende de ellos para externalizarlos hacia la sociedad (en cuanto a su costo, en el precio que se pagó también por ellos) y su ambiente (en cuanto a la disposición final).

Si nuestra voluntad de ciudadanos, miembros de una comunidad humana que comparte un territorio en común, antes que individuos partícipes de una mera sociedad de mercado, se orienta a revertir estos costos sociales, el cambio cultural ha de ser de carácter social en cuanto colectivo (y no meramente de tipo individual) para lograr alguna eficacia.

Posiblemente debamos volver a poner al Estado y al Mercado en el lugar de las herramientas, definiendo socialmente los objetivos que deben cumplir y la manera de hacerlo. Sólo las comunidades actuando de manera integrada pueden emprender las acciones necesaria para la reincorporación de los residuos orgánicos al ciclo del ecosistema, separándolos de aquellos que no son biodegradables y generando alternativas de disposición racionales y productivas, especialmente para los residuos peligrosos de todo tipo. Sólo un sujeto colectivo organizado puede conducir la clasificación y reincorporación creativa al circuito económico del mercado.

9. Nosotros y los mercados.
Llegados a este punto de la historia -que desde la revolución francesa fue una historia centralmente política-, parece asaltarnos la sensación de encontrarnos en una esquina. Un cruce de caminos donde nuestro presente aparece confuso, caótico. Pero que cobra sentido en la linealidad que nos ofrece el otro camino retrospectivo, al momento de preguntarnos cómo llegamos hasta aquí.

El nuevo siglo nos sitúa en este cruce de caminos entre la historia política -con sus conflictos, que dejan a nuestras espaldas un camino zigzaguente y en apariencia errático- y la historia económica, esa suerte de historia subrepticia, de intereses concretos y creciente incidencia en la vida cotidiana de las poblaciones por parte de un poder material cuyo devenir hace más comprensible nuestra realidad de hoy.

Un poder económico que logró globalizar su influencia a partir de la expansión del mercado, que impone sus reglas de juego, reduciendo las relaciones sociales a una mera cuestión transaccional. Globalización, o mejor, globalizaciones. Sucesivas, superpuestas, solapadas, convergentes. Globalización de las finanzas. Globalización de las comunicaciones. Globalización, en definitiva, del comercio. Mercados sin fronteras. El siglo XX como campo de batalla entre el Estado y el Mercado, entre la política y la economía por la hegemonía cultural. En su transcurso, el pasaje del orden industrial al orden tecnológico. En la síntesis de Bauman, de una ética del trabajo a una estética del consumo. Ciudadanos que se ven reducidos a la condición de usuarios y consumidores. Que valen por la plata que tienen en la cartera de la dama o el bolsillo del caballero. Hasta los niños pasan a ser vistos como mercados por el marketing: mercados de consumo, mercados de influencia, mercados a futuro. El hombre unidimensional de Marcuse, definido por el dinero que puede gastar.

La del presente es la encrucijada de la globalización, donde se desdibuja ante nosotros el camino que tenemos por delante. De lo que se trata, justamente, es de hacer ese camino al andar. De proyectar hacia el futuro el camino que nos lleve al lugar donde queremos llegar. Ese camino es el de la reconstrucción del Estado democrático como estado de derecho, que promueva el ejercicio de una ciudadanía plena, para incrementar paulatinamente la intensidad de nuestras democracias.

Hay algunas enseñanzas, sin embargo, que nos dejaron aquellos años oscuros. Lester Turrow dice en su libro El futuro del capitalismo, que la diferencia básica entre el capitalismo y la democracia, consiste en que la democracia no es compatible con la esclavitud. Hoy sabemos por experiencia que los derechos, tanto individuales como sociales, sólo pueden resguardarse en democracia. Que la democracia sólo es posible sobre la base del estado de derecho y por lo tanto de la existencia de un Estado nacional que pueda garantizarlo.

Pero la democracia se realiza en el ámbito local, se corporiza en la vida cotidiana de las poblaciones y se legitima por la atención de sus necesidades. Porque los acuciantes problemas sociales sólo pueden encontrar solución efectiva a partir del ámbito local, que es el lugar donde vive la gente, donde demandan atención sus necesidades. Por eso es en el ámbito local donde se ejerce efectivamente la ciudadanía, aunque se halle garantizada por la existencia y la acción de un Estado nacional. La base de la unidad nacional es la universalización de la ciudadanía en un modelo de inclusión universal que implica la igualdad ante la ley como pauta de convivencia social.

La diferencia es la pertenencia que nos ofrece la historia política desde la perspectiva democrática, mientras que la historia económica ha sido siempre, una historia de otros. Pero no dejarla en manos de esos otros que regulan los mercados desde su interior, acentuando las relaciones asimétricas establecidas a fuerza de concentrar el poder que surge de la organización y la información. Sino asumiendo el ineludible conflicto entre la democracia y el mercado. Entre el bien común y el interés particular. Domesticar entonces a los mercados en los que participamos, hacerlos más amigables, asumiendo nuestro carácter de ciudadanos, organizando y ejerciendo como ciudadanos el poder de compra que tenemos como consumidores.

Es fundamental avanzar en una adecuación organizacional que posibilite el cumplimiento efectivo del contrato social para recuperar terreno a la anomia producida por el individualismo cerrado de la atmósfera mercantil y la inadecuación normativa a las transformaciones profundas que experimentó el cuerpo social en el doble movimiento de avance del Mercado y retracción del Estado. Esto implica asimismo fortalecer la estructura institucional del Estado en el ámbito municipal para una articulación reticular efectiva de las economías locales. La intensidad de las democracias se recupera en una doble construcción donde el Estado nacional articula el marco adecuado para su desarrollo y el ámbito local brinda el soporte para una interacción proactiva con las organizaciones sociales a fin de hacer posible un desarrollo integral de las comunidades.

El “consumidor” está llamado a convertirse en ciudadano responsable, para contribuir a la regulación efectiva de los mercados desde su interior, instrumentando su poder de compra para promover una mayor competencia y contribuir a una distribución más equitativa de la información entre quienes concurren en su dinámica, desde una apertura ideológica que permita la articulación de las alianzas estratégicas necesarias entre sectores diversos.

Una democracia se consolida no tanto por lo que hagan los gobiernos sino por lo que hace la sociedad misma con ella para consolidarla. La cuestión central no es lo que hace el gobierno, sino lo que hace la sociedad en su conjunto. Con su democracia, con sus instituciones, con su ciudadanía. Con la democracia, porque su intensidad depende del nivel de participación social, del compromiso manifiesto. Con sus instituciones por el grado de adecuación que alcance en correlación con sus necesidades. Con la ciudadanía, por la manera en que la ejerce, incorporándola a su vida cotidiana trascendiendo la mera participación a través del sufragio que, aisladamente, delimita una versión mínima y esporádica del ejercicio de la ciudadanía. La democracia contemporánea está llamada a ser el ámbito de la responsabilidad colectiva. Pero que se trata de una responsabilidad social con el conjunto que está determinada por el lugar de cada individuo y cada organización en la escala social. Donde todos somos responsables, pero no en la misma medida.

Porque de cara al futuro deseado, una vez más, lo central es lo que hace la sociedad, en conjunto, frente a esta encrucijada. Porque como dijo Stanislaw Jerzy Lec: “Lo que cuenta de un problema es su peso bruto. Nosotros incluidos.”


Publicado en STOLAR, Ezequiel – STOLAR Daniel, (2009), Responsabilidad Social Empresaria, Valletta Ediciones, Buenos Aires, Argentina.


* Director de promoción de la Responsabilidad Social – SBE - FCE-UBA. Coordinador del Departamento de Responsabilidad Social de SID-Baires. E-mail: soyjuanescobar@gmail.com

[1] http://www.jfklink.com/speeches/jfk/publicpapers/1962/jfk93_62.html
[2] Beyond freedom & dignity, publicado originalmente por Alfred A Knopf, publisher, New York, 1971. Hay traducción al español: Editorial Fontanella, Barcelona, 1972.
[3] El festín químico, redactado por James S. Turner. Dopesa, Barcelona, 1973.
[4] Ludwig von Mises. La mentalidad anticapitalista. I Las características sociales del capitalismo y las causas psicológicas de su vilipendio. 1) El consumidor soberano. Ediciones de la Bolsa de Comercio, Buenos Aires, 1979.

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