domingo, 2 de marzo de 2014

Televidentes o ciudadanos




*Publicado en la revista Actitud nro. 23 (Abril de 2008)  

Desde el momento en que la opinión pública se articula como un mercado, no parece razonable esperar que se comporte de otra manera que no sea como un mercado, mostrando una tendencia a la autorregulación, que en la práctica implica su regulación desde adentro del mercado, función que recae naturalmente sobre la parte más y mejor organizada, que atendiendo las asimetrías que le son inherentes, suelen ser por lo común las empresas con mayor participación en el reparto.
Un mercado, sí. Altamente imperfecto. Concentrado como todos los mercados que integran el mercado interno argentino, que se traduce en un conglomerado de monopolios y oligopolios donde los intereses del poder económico que de ellos emerge se muestran invariablemente inflexibles a cualquier cambio que vaya en su desmedro, es decir cualquier cambio que no se oriente decididamente en el sentido de siempre mayores ganancias.
Un gran mercado, el de la opinión pública, particularmente centralizado, pero no un mercado cualquiera.
De hecho, se trata de uno de los mercados más característicos de la época actual, sin el cual no hubiera sido posible la configuración de las relaciones sociales conocida como globalización. Porque la globalización se ma- nifiesta ante todo —y todos— como un efecto de comunicación.
Que una de cada dos personas en el mundo tenga teléfono celular es apenas un dato, pero algo nos dice del tiempo en que vivimos. Toda una parafernalia de productos tecnológicos que trascendiendo el mero orden de los objetos, genera de continuo un entorno artificial, electrónico, que codifica elementos y relaciones, estableciendo el sentido del devenir en las poblaciones humanas. Integrado al mercado global cumpliendo precisamente una función integradora, reproduciendo formatos uniformes que trascienden los límites que otrora imponían geografías y culturas.
Como parte del poder económico, es razonable que los medios masivos reflejen el punto de vista del sector de la población al que literalmente pertenecen. Es decir, no tanto por una cuestión de pertenencia sino por una cuestión de propiedad. Por más que, como lo dicta una sistemática estrategia de marketing, se muestren a sí mismos no ya como la representación de la gente, no ya como parte de la gente, sino como la gente misma.
Entendiendo como gente no al conjunto social sino a la parte buena y sana de la población.
Reducción del sujeto social por focalización, sustitución velada del protagonismo social, confusión de subjetividades y a la vez la propia ponderación como medida absoluta de la libertad disponible en su marco, la libertad de decir lo que quiera al micrófono, a la cámara.
Templo de la libertad de expresión —sutilmente subordinada y funcional a las relaciones comerciales que la canalizan haciéndola posible— repugna toda posible regulación estatal de cualesquiera de las actividades que involucra ya que su mera mención es percibida y comunicada como una profanación que nos pone a las puertas del Apocalipsis.
En la relación adversativa que establecen los grandes medios con el Estado, todo parece justificarse para los medios en aras del ecumenismo opositor, donde la pluralidad se reduce a un coro en el que pueden coexistir tanto la izquierda pre–soviética como la derecha pre– industrial entre otras antiguallas y matices, con la sola condición de mantenerse fieles al repertorio temático que imponen los medios masivos al conjunto de la sociedad.
Pero no se trata de una falla lógica en la trama de los discursos que entretejen la malla que nos contiene, que nombra y explica la realidad, estableciendo la naturaleza de las relaciones entre los innumerables elementos que la constituyen y la determinan compleja.
El maniqueísmo mediático da cuenta de una coherencia más profunda, la que habla de intereses que son concretos tanto por estar claramente definidos como por ser fundamentalmente materiales.
Basta reproducir el esquema simple de los buenos y los malos, dividiendo la realidad como si fuera una cancha de fútbol, para hacerse una imagen de este partido en el que a los medios masivos le corresponde tanto el papel de relator como el de árbitro a favor de quienes han sido determinados previamente como parte de “los buenos” de acuerdo a los criterios establecidos por los mismos medios. Un árbitro parcial, porque frente al mal —en cualquiera de las formas en que se lo entiende en el espacio virtual de la opinión pública— la justicia puede parecerse a la indulgencia y la ecuanimidad un beneficio escaso que apenas si alcanza para los propios, en un esquema que sacraliza los intereses afines y demoniza aquellos que puedan resultarles, aunque mas no sea potencialmente, contradictorios.
Un espacio donde las apariencias cuentan; después de todo no hay que olvidar que los tiempos actuales corresponden al reinado de la imagen, donde es real lo que se ve. O más precisamente lo que muestra la televisión.
Donde la lucha de clases que planteaba el marxismo se resuelve en una suerte de división del imaginario social donde a cada segmento de la sociedad le correspondería un rol definido, preestablecido de acuerdo a un canon casi siempre implícito.
Así, la participación de las clases populares, en particular de aquellos en situación de pobreza, suele estar asociada en la pantalla a un repertorio limitado de posibilidades generalmente en torno de la desgracia o el desastre. Al otro extremo económico de la sociedad, el que corresponde a las minorías del mayor privilegio, le corresponden otras secciones de los medios, las páginas pobladas por los ricos y famosos, mezcla de noche y farándula, donde el éxito y la belleza reivindican cierto darwinismo social que los pone por encima del común de los mortales.
Entre uno y otro extremo, los sectores medios que cobran relevancia mediática a través de reclamos siempre airados, de manifestaciones siempre legítimas, de movilizaciones que se presuponen siempre ajenas a todo clientelismo. Podría decirse que los pobres son protagonistas legítimos de la noticia cuando sufren, los ricos cuando festejan y la clase media cuando protesta.
Podría decirse, pero es tan esquemático que parece sacado de la televisión.
El hecho de estar en el medio puede dar la sensación de estar en el centro, de ser el punto de referencia insoslayable para definir el arriba y el abajo, así como también la izquierda y la derecha. Extremismo del extremo centro en un país como la Argentina donde, como dice Luis Felipe Noé en su libro Una sociedad colonial avanzada, aquella lucha de clases se reduce a la lucha por la clase media. Porque con su propio estigma autorreferencial a cuestas, la clase media sólo existe para sí misma, en la escala social sólo es tenida en consideración por ella misma, ya que vistos de abajo todos parecen ricos y vistos de arriba todos parecen pobres. La clase media termina siendo así, sólo un tema de la clase media. O sea, que hablar de la clase media, criticarla y aún atacarla, suele ser un signo característico de la pertenencia a ella.
Sectores medios que se sintieron populares cuando la necrosis de la pauperización comenzó a alcanzarlos, producto de la crisis del modelo neoliberal al que habían acompañado con euforia variable concordante con una relación ciclotímica siempre yendo y volviendo de la ilusión de las promesas a la desilusión de los resultados.
Pero aquellos albures populistas de tardío fin de siglo, resultaron no ser otra cosa que salpicaduras de un barro ajeno que fueron diluyéndose con la persistente recuperación económica, a partir de lo cual los sentimientos fueron dejando de confundirse para volver a sus cauces habituales.
La solidaridad con los menos favorecidos fue cediendo así al recelo, recuperados paulatinamente los ahorros y la posición social, la problemática central de los sectores medios se fue corriendo hacia su histórica pretensión de linaje, que ha sido la identificación ilusoria con los “sectores altos” con quienes sólo tienen en común el hecho de mirar desde arriba a los “sectores bajos” de la sociedad. Encontrando nuevamente el punto en común de que tanto para unos como para otros la inseguridad suele tener cara de pobre. Un cambio de perspectiva que posiblemente tuvo como punto de inflexión la desgracia sufrida por el no–ingeniero Blumberg y su devenir posterior que significó la consagración definitiva de la inseguridad como caballito de batalla de la comunicación masiva en su interpelación a los poderes del Estado democrático. La ecuación es simple, porque si bien toda posible sensación de seguridad es siempre relativa e imperfecta, cualquier sensación de inseguridad tiende a ser absoluta, especialmente si es promovida de manera sostenida por el efecto multiplicador dirigido a todas las pantallas.
La realidad planteada como escenario por los grandes medios en Argentina ofrece al observador el desarrollo dramático de un relato incesante y de apariencia múltiple en el que —puestos a identificar regularidades, situaciones recurrentes— puede reconocerse a simple vista el "doble standard" de un maniqueísmo donde no son las acciones las que califican la moral de los sujetos, sino al contrario: son los sujetos quienes califican las acciones. Es decir, donde algo es bueno o malo, loable o indeseable, justo o abusivo, dependiendo de quién lo haga. Frente a los cortes de ruta, por caso, los medios masivos prodigan trato diferencial de acuerdo a quienes los protagonicen. Lo mismo para los actos de fuerza. Un lock—out patronal se transforma así en un “reclamo del campo”. A pesar de que los perjuicios que prometen a la sociedad en caso de no verse satisfechos sus planteos, exceden con mucho los que hubieran hecho hablar de salvajismo en el caso de que los impulsores fueran sindicatos de trabajadores u organizaciones piqueteras, la posición de los grandes medios oscila entre la neutralidad y el apoyo. Pero la construcción mítica de ese colectivo social sintetizado como “El Campo”, parece sin embargo mostrar en el anclaje territorial que denota la metáfora un cierto atavismo feudal, ya que pone el eje en el lugar antes que en las poblaciones humanas que lo habitan. La diferencia es notable, porque referirse al “campo”, así, es hablar, en definitiva, de los dueños de la tierra. Lo que de esta manera acota más claramente el perfil del verdadero actor social en conflicto.
Sin embargo, es respecto de otra problemática, posiblemente más preocupante, como es la inseguridad vial, donde queda en evidencia el lugar que los grandes medios asignan a los diferentes actores sociales y entre ellos, a sí mismos. En esta cuestión, la población está invitada a seguir por los medios la evolución creciente de la siniestralidad por accidentes de tránsito que la misma sociedad protagoniza. Una mortalidad que es consecuencia de comportamientos anómicos, acaso atávicos, donde la norma sólo es aplicable a los otros. No hay tipificada una “delincuencia al volante” por parte de cierto periodismo afín a la mirada represiva frente a la pobreza. Será porque no son pobres los que tienen los autos más potentes. Los medios se limitan a dar el parte diario de los muertos. A ser el reflejo bobo de una sociedad que en gran medida se limita a mirarse por televisión. Aunque también es cierto de que se trata de una sociedad todavía convaleciente, tras una sucesión de hechos traumáticos, una verdadera historia de exacciones que dejaron el tejido social hecho girones.
Aún así, la sociedad fue recuperando su Estado y con la acción del Estado fue recuperando su economía. Falta aún cierta revolución de las conciencias que le permita ver a la sociedad que en este punto y para seguir, hace falta que reconozca la necesidad de recuperarse a sí misma, de asumirse en proceso de rehabilitación.
Esto es, recuperando en mayor medida la iniciativa y la voluntad de cambio, de trabajo cooperativo, de participación ciudadana. Para constituirse en la base y el motor de la etapa de institucionalización si no definitiva, al menos sustentable que el país está llamado a darse con el liderazgo del Estado nacional, para consolidar el crecimiento y avanzar con mayores certezas en el sentido de un desarrollo con equidad para el conjunto de los argentinos.
 

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