*Publicado en la revista Actitud nro. 23 (Abril de 2008)
Desde el momento en que la opinión pública se articula como un
mercado, no parece razonable esperar que se comporte de otra manera que no sea
como un mercado, mostrando una tendencia a la autorregulación, que en la
práctica implica su regulación desde adentro del mercado, función que recae
naturalmente sobre la parte más y mejor organizada, que atendiendo las
asimetrías que le son inherentes, suelen ser por lo común las empresas con
mayor participación en el reparto.
Un mercado, sí. Altamente imperfecto. Concentrado como todos los
mercados que integran el mercado interno argentino, que se traduce en un
conglomerado de monopolios y oligopolios donde los intereses del poder económico
que de ellos emerge se muestran invariablemente inflexibles a cualquier cambio
que vaya en su desmedro, es decir cualquier cambio que no se oriente decididamente
en el sentido de siempre mayores ganancias.
Un gran mercado, el de la opinión pública, particularmente centralizado,
pero no un mercado cualquiera.
De hecho, se trata de uno de los mercados más característicos de la
época actual, sin el cual no hubiera sido posible la configuración de las
relaciones sociales conocida como globalización. Porque la globalización se ma-
nifiesta ante todo —y todos— como un efecto de comunicación.
Que una de cada dos personas en el mundo tenga teléfono celular es
apenas un dato, pero algo nos dice del tiempo en que vivimos. Toda una
parafernalia de productos tecnológicos que trascendiendo el mero orden de los
objetos, genera de continuo un entorno artificial, electrónico, que codifica
elementos y relaciones, estableciendo el sentido del devenir en las poblaciones
humanas. Integrado al mercado global cumpliendo precisamente una función
integradora, reproduciendo formatos uniformes que trascienden los límites que
otrora imponían geografías y culturas.
Como parte del poder económico, es razonable que los medios masivos
reflejen el punto de vista del sector de la población al que literalmente
pertenecen. Es decir, no tanto por una cuestión de pertenencia sino por una cuestión
de propiedad. Por más que, como lo dicta una sistemática estrategia de
marketing, se muestren a sí mismos no ya como la representación de la gente, no
ya como parte de la gente, sino como la gente misma.
Entendiendo como gente no al conjunto social sino a la parte buena y
sana de la población.
Reducción del sujeto social por focalización, sustitución velada del
protagonismo social, confusión de subjetividades y a la vez la propia
ponderación como medida absoluta de la libertad disponible en su marco, la
libertad de decir lo que quiera al micrófono, a la cámara.
Templo de la libertad de expresión —sutilmente subordinada y funcional
a las relaciones comerciales que la canalizan haciéndola posible— repugna toda
posible regulación estatal de cualesquiera de las actividades que involucra ya
que su mera mención es percibida y comunicada como una profanación que nos pone
a las puertas del Apocalipsis.
En la relación adversativa que establecen los grandes medios con el
Estado, todo parece justificarse para los medios en aras del ecumenismo
opositor, donde la pluralidad se reduce a un coro en el que pueden coexistir tanto
la izquierda pre–soviética como la derecha pre– industrial entre otras
antiguallas y matices, con la sola condición de mantenerse fieles al repertorio
temático que imponen los medios masivos al conjunto de la sociedad.
Pero no se trata de una falla lógica en la trama de los discursos que
entretejen la malla que nos contiene, que nombra y explica la realidad,
estableciendo la naturaleza de las relaciones entre los innumerables elementos que
la constituyen y la determinan compleja.
El maniqueísmo mediático da cuenta de una coherencia más profunda, la
que habla de intereses que son concretos tanto por estar claramente definidos
como por ser fundamentalmente materiales.
Basta reproducir el esquema simple de los buenos y los malos,
dividiendo la realidad como si fuera una cancha de fútbol, para hacerse una
imagen de este partido en el que a los medios masivos le corresponde tanto el
papel de relator como el de árbitro a favor de quienes han sido determinados
previamente como parte de “los buenos” de acuerdo a los criterios establecidos por
los mismos medios. Un árbitro parcial, porque frente al mal —en cualquiera de
las formas en que se lo entiende en el espacio virtual de la opinión pública—
la justicia puede parecerse a la indulgencia y la ecuanimidad un beneficio
escaso que apenas si alcanza para los propios, en un esquema que sacraliza los
intereses afines y demoniza aquellos que puedan resultarles, aunque mas no sea
potencialmente, contradictorios.
Un espacio donde las apariencias cuentan; después de todo no hay que
olvidar que los tiempos actuales corresponden al reinado de la imagen, donde es
real lo que se ve. O más precisamente lo que muestra la televisión.
Donde la lucha de clases que planteaba el marxismo se resuelve en una
suerte de división del imaginario social donde a cada segmento de la sociedad le
correspondería un rol definido, preestablecido de acuerdo a un canon casi
siempre implícito.
Así, la participación de las clases populares, en particular de
aquellos en situación de pobreza, suele estar asociada en la pantalla a un
repertorio limitado de posibilidades generalmente en torno de la desgracia o el
desastre. Al otro extremo económico de la sociedad, el que corresponde a las
minorías del mayor privilegio, le corresponden otras secciones de los medios,
las páginas pobladas por los ricos y famosos, mezcla de noche y farándula,
donde el éxito y la belleza reivindican cierto darwinismo social que los pone
por encima del común de los mortales.
Entre uno y otro extremo, los sectores medios que cobran relevancia
mediática a través de reclamos siempre airados, de manifestaciones siempre
legítimas, de movilizaciones que se presuponen siempre ajenas a todo
clientelismo. Podría decirse que los pobres son protagonistas legítimos de la
noticia cuando sufren, los ricos cuando festejan y la clase media cuando
protesta.
Podría decirse, pero es tan esquemático que parece sacado de la
televisión.
El hecho de estar en el medio puede dar la sensación de estar en el
centro, de ser el punto de referencia insoslayable para definir el arriba y el
abajo, así como también la izquierda y la derecha. Extremismo del extremo centro
en un país como la Argentina donde, como dice Luis Felipe Noé en su libro Una
sociedad colonial avanzada, aquella lucha de clases se reduce a la lucha
por la clase media. Porque con su propio estigma autorreferencial a cuestas, la
clase media sólo existe para sí misma, en la escala social sólo es tenida en consideración
por ella misma, ya que vistos de abajo todos parecen ricos y vistos de arriba
todos parecen pobres. La clase media termina siendo así, sólo un tema de la
clase media. O sea, que hablar de la clase media, criticarla y aún atacarla,
suele ser un signo característico de la pertenencia a ella.
Sectores medios que se sintieron populares cuando la necrosis de la
pauperización comenzó a alcanzarlos, producto de la crisis del modelo
neoliberal al que habían acompañado con euforia variable concordante con una
relación ciclotímica siempre yendo y volviendo de la ilusión de las promesas a
la desilusión de los resultados.
Pero aquellos albures populistas de tardío fin de siglo, resultaron no
ser otra cosa que salpicaduras de un barro ajeno que fueron diluyéndose con la
persistente recuperación económica, a partir de lo cual los sentimientos fueron
dejando de confundirse para volver a sus cauces habituales.
La solidaridad con los menos favorecidos fue cediendo así al recelo,
recuperados paulatinamente los ahorros y la posición social, la problemática
central de los sectores medios se fue corriendo hacia su histórica pretensión de
linaje, que ha sido la identificación ilusoria con los “sectores altos” con
quienes sólo tienen en común el hecho de mirar desde arriba a los “sectores
bajos” de la sociedad. Encontrando nuevamente el punto en común de que tanto
para unos como para otros la inseguridad suele tener cara de pobre. Un cambio
de perspectiva que posiblemente tuvo como punto de inflexión la desgracia
sufrida por el no–ingeniero Blumberg y su devenir posterior que significó la
consagración definitiva de la inseguridad como caballito de batalla de la
comunicación masiva en su interpelación a los poderes del Estado democrático.
La ecuación es simple, porque si bien toda posible sensación de seguridad es
siempre relativa e imperfecta, cualquier sensación de inseguridad tiende a ser
absoluta, especialmente si es promovida de manera sostenida por el efecto multiplicador
dirigido a todas las pantallas.
La realidad planteada como escenario por los grandes medios en
Argentina ofrece al observador el desarrollo dramático de un relato incesante y
de apariencia múltiple en el que —puestos a identificar regularidades,
situaciones recurrentes— puede reconocerse a simple vista el "doble
standard" de un maniqueísmo donde no son las acciones las que califican la
moral de los sujetos, sino al contrario: son los sujetos quienes califican las
acciones. Es decir, donde algo es bueno o malo, loable o indeseable, justo o
abusivo, dependiendo de quién lo haga. Frente a los cortes de ruta, por caso, los
medios masivos prodigan trato diferencial de acuerdo a quienes los protagonicen.
Lo mismo para los actos de fuerza. Un lock—out patronal se transforma así en un
“reclamo del campo”. A pesar de que los perjuicios que prometen a la sociedad
en caso de no verse satisfechos sus planteos, exceden con mucho los que hubieran
hecho hablar de salvajismo en el caso de que los impulsores fueran sindicatos
de trabajadores u organizaciones piqueteras, la posición de los grandes medios
oscila entre la neutralidad y el apoyo. Pero la construcción mítica de ese
colectivo social sintetizado como “El Campo”, parece sin embargo mostrar en el anclaje
territorial que denota la metáfora un cierto atavismo feudal, ya que pone el
eje en el lugar antes que en las poblaciones humanas que lo habitan. La
diferencia es notable, porque referirse al “campo”, así, es hablar, en
definitiva, de los dueños de la tierra. Lo que de esta manera acota más
claramente el perfil del verdadero actor social en conflicto.
Sin embargo, es respecto de otra problemática, posiblemente más
preocupante, como es la inseguridad vial, donde queda en evidencia el lugar que
los grandes medios asignan a los diferentes actores sociales y entre ellos, a
sí mismos. En esta cuestión, la población está invitada a seguir por los medios
la evolución creciente de la siniestralidad por accidentes de tránsito que la
misma sociedad protagoniza. Una mortalidad que es consecuencia de
comportamientos anómicos, acaso atávicos, donde la norma sólo es aplicable a
los otros. No hay tipificada una “delincuencia al volante” por parte de cierto
periodismo afín a la mirada represiva frente a la pobreza. Será porque no son
pobres los que tienen los autos más potentes. Los medios se limitan a dar el
parte diario de los muertos. A ser el reflejo bobo de una sociedad que en gran
medida se limita a mirarse por televisión. Aunque también es cierto de que se
trata de una sociedad todavía convaleciente, tras una sucesión de hechos
traumáticos, una verdadera historia de exacciones que dejaron el tejido social hecho
girones.
Aún así, la sociedad fue recuperando su Estado y con la acción del
Estado fue recuperando su economía. Falta aún cierta revolución de las
conciencias que le permita ver a la sociedad que en este punto y para seguir, hace
falta que reconozca la necesidad de recuperarse a sí misma, de asumirse en
proceso de rehabilitación.
Esto es, recuperando en mayor medida la iniciativa y la voluntad de
cambio, de trabajo cooperativo, de participación ciudadana. Para constituirse
en la base y el motor de la etapa de institucionalización si no definitiva, al
menos sustentable que el país está llamado a darse con el liderazgo del Estado
nacional, para consolidar el crecimiento y avanzar con mayores certezas en el
sentido de un desarrollo con equidad para el conjunto de los argentinos.
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