miércoles, 12 de marzo de 2014

Evaluaciones y contextos


por Juan Escobar
Coordinador del Departamento de Responsabilidad Social.
Sociedad Internacional para el Desarrollo, Capítulo Buenos Aires. (SID-Baires).


Si hay algo que define a la Educación es que no se trata de un fin en sí misma, sino de un medio para otro fin. En la mejor tradición argentina, -con raíces en el pensamiento educativo de Manuel Belgrano, en un camino que va de la Ley 1420 a la Reforma Universitaria- el objetivo no es otro que formar individuos autónomos e integrados, comprometidos con la comunidad de la que forman parte y útiles a la sociedad. Esto es, individuos capaces de desarrollar su creatividad, su pensamiento crítico y su inserción activa en la vida social. Un modelo educativo que iluminó distintos momentos de la historia de América Latina. Un modelo inclusivo y de vocación universal. Podría decirse que de estos principios se derivan los criterios con que debemos abordar la evaluación educativa en todos sus niveles.

En tiempos de cambio como los que nos tocan en suerte, ese mandato fundacional, lejos de perder vigencia, se nos presenta como el desafío a concretar en el presente. Un presente continuo, signado por el cambio permanente. Donde el “fin de la Historia” propugnado por Francis Fukuyama parece confirmarse en la soberanía de la noticia. Un presente de cambios que se despliegan sobre el sedimento de transformaciones profundas que han tenido lugar a lo largo del siglo XX.

Es durante el siglo pasado que se acelera el proceso imperial de occidentalización del mundo, para culminar en la etapa actual conocida como Globalización. Una occidentalización que, con las banderas del capitalismo y la democracia, terminó de parcelar el mundo en Estados-nación y consolidando un poder económico dominado por las grandes corporaciones empresarias de alcance global. Corporaciones que ejercen el poder en un nuevo mercado-mundo que, como el “zapallo que se hizo cosmos” de Macedonio Fernández, avanzó hasta casi confundirse con la vida misma.

Este avance del Mercado sobre todas las órbitas de la vida social, característico del capitalismo, fue ganando mayor visibilidad a partir de la consolidación del orden industrial y la progresiva instauración del consumo como procedimiento excluyente para la atención de las necesidades humanas. Se trata del orden industrial que en el siglo XIX incorporó los grandes establecimientos fabriles como modelo organizacional, al punto de proyectarse al formato de escuelas, hospitales y cárceles que pasaron a ser pensadas, diseñadas y construidas como fábricas.

Esos establecimientos fabriles fueron el espacio donde se hizo evidente el abuso de posición dominante de los empresarios sobre los trabajadores, que provocó la formación del movimiento obrero como expresión de la defensa de los trabajadores en cuanto sujetos de derecho. Abuso y reacción que es el primer antecedente de la conceptualización de lo que hoy conocemos como Responsabilidad Social Empresaria.

A fines del siglo XIX comenzarían a surgir las organizaciones de consumidores como reacción a los abusos empresariales en las relaciones de consumo. Y décadas después, surgiría el activismo ambientalista como reacción a las consecuencias de la explotación irresponsable de los recursos naturales y la creciente generación de residuos industriales por parte de las empresas industriales. Quedaría configurado así el espacio de la responsabilidad social empresaria, respecto de los impactos que se generan en las relaciones laborales, las relaciones de consumo y la relación con el medio ambiente.

A partir de la segunda mitad del siglo XX, la proliferación de organizaciones del mercado y organizaciones de la sociedad civil cambió el panorama social donde antes había esencialmente individuos y Estados, para intermediar esta relación con un tejido organizacional que dio lugar a lo que Peter Drucker denominó como “Nuevo Pluralismo”. Una sociedad de organizaciones donde, como reconocería él mismo hacia el final de su vida, “nadie mejor que las organizaciones para ocuparse de la sociedad”. La idea de responsabilidad social nos da la pauta de la manera en que pueden ocuparse de la sociedad en el sentido del bien común y no meramente desde la perspectiva de sus intereses particulares o sectoriales. Esos intereses que suelen conocerse generalmente como “corporativos”.

El avance de las fuerzas del mercado sobre la esfera social fue complementado, y muchas veces facilitado, por una retracción equivalente del Estado. Este avance se aceleró violentamente con el advenimiento de las políticas neoliberales, núcleo ideológico de la globalización, que procedió al desmantelamiento del Estado de bienestar, juzgado y condenado a la luz de criterios mercantiles de rendimiento y eficiencia. El consiguiente proceso privatizador transfirió masivamente funciones asumidas hasta entonces por el Estado, en general: los servicios públicos; en particular, la seguridad social, la salud, medios de transporte y de comunicación masiva, entre otros. América latina fue convertida en un laboratorio de experimentación social de la implementación del capitalismo salvaje a partir de sendas dictaduras en Chile y Argentina que marcaron el rumbo fijado por el dogmatismo de la Escuela de las Américas y la economía de Chicago.

La educación en Argentina no escapó a esta ofensiva, aunque con características distintivas. El vaciamiento de la educación pública, llevada al extremo del abandono estructural y presupuestario que consolidó un deterioro profundo, se movió al compás del impulso de la educación privada, vía la desregulación y una cultura del subsidio sistemático que fomentó el paradigma de la educación como negocio. La temprana implantación del modelo globalizador, hizo que la concentración económica y la exclusión social inherentes a la lógica del libre mercado extremo, pusieran en evidencia sus consecuencias nefastas antes que en otros parajes. Sobre esas ruinas, una nueva oleada democrática se fue articulando en América latina, que con sus luces y sombras, sus logros y cuentas pendientes, no deja de ser la expresión de un aprendizaje colectivo que se orienta a la recuperación de lo público y la reconstrucción del Estado como instrumento de la voluntad y las necesidades de las mayorías.

Una de las enseñanzas que dejaron las consecuencias del neoliberalismo refiere a la necesaria regulación estatal de las actividades mercantiles. Esta regulación debe corresponderse con el nivel de relevancia, con el grado de impacto de cada actividad en el destino de la comunidad y su incidencia, táctica y estratégica, en la calidad de vida de sus públicos objetivos. Especialmente en actividades como la educación o la salud, que no pueden evaluarse exclusivamente de acuerdo a parámetros mercantiles, porque la importancia de los valores en juego los exceden ampliamente.

Por caso, no sería descabellado evaluar a la empresa educativa en términos de responsabilidad social. La regulación pública de la educación privada, de esta manera, debiera incluir la evaluación de sus impactos concretos, es decir de los resultados de la práctica educativa, máxime cuando es financiada, en mayor o menor medida, con fondos públicos. En pocas palabras, el rendimiento de alumnos, docentes e instituciones de enseñanza privada bien podría verse sujeta a evaluación por parte de los Estados respectivos, con el fin de velar por el buen uso de los fondos públicos destinados a ese fin. E incluso, la proporción de los subsidios se podría vincular en correspondencia con los resultados.

En el caso de la educación pública, los criterios deben ser distintos, ya que la naturaleza misma de la actividad es otra, al no estar atravesada por la finalidad del lucro. La educación vista como actividad presenta la particularidad de que las condiciones de prestación del servicio y las condiciones de trabajo de quienes prestan el servicio coinciden, se superponen, son las mismas. En concreto y sólo a título de ejemplo: el techo de un aula que se cae, puede caer tanto sobre un alumno como de un docente; el hacinamiento lo sufren unos y otros; las inclemencias climáticas no suelen hacer demasiados distingos. Esto nos lleva a que, tras tantos años de abandono, si afrontamos un proceso de evaluación educativa, lo primero que hay que evaluar son las condiciones físicas, materiales, en las que se presta el servicio educativo, así como los recursos con los que se cuenta en cada institución educativa para ese fin. Porque lo primero es asegurarse que la actividad educativa se realiza en un ambiente adecuado. Además de los motivos evidentes, porque se trata de un factor en gran medida determinante, donde condiciones deficitarias generan distorsiones en la evaluación del proceso.

De todas maneras, la evaluación de las condiciones materiales, no puede quedar en el relevamiento del deterioro edilicio o la provisión de servicios básicos, sino que debería llevarnos a preguntarnos por la adecuación global, integral, de las instalaciones de acuerdo a los requerimientos que plantean las necesidades actuales. Pero sucede que esos requerimientos son los que la educación está llamada a responder. Son los que impone la realidad social en cada comunidad. Requerimientos múltiples y diversos de una realidad siempre compleja. Una realidad actual que, como hemos dicho, está signada por el cambio constante y se asienta sobre capas de sucesivas transformaciones que se fueron superponiendo a lo largo de nuestra historia hasta el presente. Para actualizarse, la educación debe dar cuenta de esas transformaciones y preparar individuos que más allá de adaptarse a los cambios, sean artífices del cambio necesario.

En ese sentido, siempre es tiempo de discutir seriamente las características del sistema educativo que necesitamos. Como siempre es tiempo de discutir la salud pública o el sistema de justicia. Para eso es preciso desacralizar nuestras instituciones, nuestro capital simbólico. Comprendiendo que se trata de herramientas que nos damos como sociedad, a las que debemos evaluar para que los resultados se orienten en el sentido deseado, tras las reformas y adecuaciones que haya que emprender. Pero es necesario que el debate trascienda lo meramente coyuntural, la lógica de urgencias que frecuentemente tienden a obviar lo sustancial, muchas veces en beneficio de la cultura del parche, de lo accesorio y cosmético. Discutir, debatir, consensuar, en un ejercicio de la participación ciudadana que define la intensidad de una democracia. Generando los canales adecuados para canalizarla. Y ese canal bien podría ser un nuevo Congreso Pedagógico Nacional, como aquel primero que sentó las bases del consenso que hizo posible la ley 1420. Un nuevo Congreso Pedagógico que aprendiendo de la Historia, tomando cuenta de nuestros valores fundacionales, permita actualizarlos en el debate respecto de la educación que queremos para el país que queremos ser, que debemos construir. En la medida que avancemos en esos consensos estratégicos, en la medida que podamos acordar el proyecto de país que integre las diferencias, podremos definir la educación necesaria para realizarlo. En ese punto, la evaluación educativa cobrará mayor sentido, nos permitirá saber si nos acercamos o nos alejamos de los objetivos fijados a través del debate franco, de la participación y el diálogo entre los distintos sectores interesados. Hasta tanto, no quedará del todo claro qué y para qué evalúan las evaluaciones, y hasta qué punto son útiles a lo que nos sigue haciendo falta.

(Publicado en Consenso Ciudadano - Fascículo 3. Setiembre de 2013
http://iml.org.ar/wp-content/uploads/2013/09/Consenso-Fasciculo-3.pdf)

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