por Juan Escobar
Coordinador del Departamento de Responsabilidad
Social.
Sociedad Internacional para el Desarrollo, Capítulo Buenos Aires. (SID-Baires).
Sociedad Internacional para el Desarrollo, Capítulo Buenos Aires. (SID-Baires).
Si hay algo
que define a la Educación es que no se trata de un fin en sí misma, sino de un
medio para otro fin. En la mejor tradición argentina, -con raíces en el
pensamiento educativo de Manuel Belgrano, en un camino que va de la Ley 1420 a la Reforma
Universitaria- el objetivo no es otro que formar individuos autónomos e integrados,
comprometidos con la comunidad de la que forman parte y útiles a la sociedad.
Esto es, individuos capaces de desarrollar su creatividad, su pensamiento
crítico y su inserción activa en la vida social. Un modelo educativo que
iluminó distintos momentos de la historia de América Latina. Un modelo
inclusivo y de vocación universal. Podría decirse que de estos principios se
derivan los criterios con que debemos abordar la evaluación educativa en todos
sus niveles.
En tiempos
de cambio como los que nos tocan en suerte, ese mandato fundacional, lejos de
perder vigencia, se nos presenta como el desafío a concretar en el presente. Un
presente continuo, signado por el cambio permanente. Donde el “fin de la
Historia” propugnado por Francis Fukuyama parece confirmarse en la soberanía de
la noticia. Un presente de cambios que se despliegan sobre el sedimento de
transformaciones profundas que han tenido lugar a lo largo del siglo XX.
Es durante
el siglo pasado que se acelera el proceso imperial de occidentalización del
mundo, para culminar en la etapa actual conocida como Globalización. Una
occidentalización que, con las banderas del capitalismo y la democracia,
terminó de parcelar el mundo en Estados-nación y consolidando un poder
económico dominado por las grandes corporaciones empresarias de alcance global.
Corporaciones que ejercen el poder en un nuevo mercado-mundo que, como el
“zapallo que se hizo cosmos” de Macedonio Fernández, avanzó hasta casi
confundirse con la vida misma.
Este avance
del Mercado sobre todas las órbitas de la vida social, característico del
capitalismo, fue ganando mayor visibilidad a partir de la consolidación del
orden industrial y la progresiva instauración del consumo como procedimiento
excluyente para la atención de las necesidades humanas. Se trata del orden
industrial que en el siglo XIX incorporó los grandes establecimientos fabriles
como modelo organizacional, al punto de proyectarse al formato de escuelas,
hospitales y cárceles que pasaron a ser pensadas, diseñadas y construidas como
fábricas.
Esos
establecimientos fabriles fueron el espacio donde se hizo evidente el abuso de
posición dominante de los empresarios sobre los trabajadores, que provocó la
formación del movimiento obrero como expresión de la defensa de los trabajadores
en cuanto sujetos de derecho. Abuso y reacción que es el primer antecedente de
la conceptualización de lo que hoy conocemos como Responsabilidad Social
Empresaria.
A fines del
siglo XIX comenzarían a surgir las organizaciones de consumidores como reacción
a los abusos empresariales en las relaciones de consumo. Y décadas después,
surgiría el activismo ambientalista como reacción a las consecuencias de la
explotación irresponsable de los recursos naturales y la creciente generación
de residuos industriales por parte de las empresas industriales. Quedaría
configurado así el espacio de la responsabilidad social empresaria, respecto de
los impactos que se generan en las relaciones laborales, las relaciones de
consumo y la relación con el medio ambiente.
A partir de
la segunda mitad del siglo XX, la proliferación de organizaciones del mercado y
organizaciones de la sociedad civil cambió el panorama social donde antes había
esencialmente individuos y Estados, para intermediar esta relación con un
tejido organizacional que dio lugar a lo que Peter Drucker denominó como “Nuevo
Pluralismo”. Una sociedad de organizaciones donde, como reconocería él mismo
hacia el final de su vida, “nadie mejor que las organizaciones para ocuparse de
la sociedad”. La idea de responsabilidad social nos da la pauta de la manera en
que pueden ocuparse de la sociedad en el sentido del bien común y no meramente
desde la perspectiva de sus intereses particulares o sectoriales. Esos
intereses que suelen conocerse generalmente como “corporativos”.
El avance de
las fuerzas del mercado sobre la esfera social fue complementado, y muchas
veces facilitado, por una retracción equivalente del Estado. Este avance se
aceleró violentamente con el advenimiento de las políticas neoliberales, núcleo
ideológico de la globalización, que procedió al desmantelamiento del Estado de
bienestar, juzgado y condenado a la luz de criterios mercantiles de rendimiento
y eficiencia. El consiguiente proceso privatizador transfirió masivamente
funciones asumidas hasta entonces por el Estado, en general: los servicios
públicos; en particular, la seguridad social, la salud, medios de transporte y
de comunicación masiva, entre otros. América latina fue convertida en un
laboratorio de experimentación social de la implementación del capitalismo
salvaje a partir de sendas dictaduras en Chile y Argentina que marcaron el
rumbo fijado por el dogmatismo de la Escuela de las Américas y la economía de
Chicago.
La
educación en Argentina no escapó a esta ofensiva, aunque con características
distintivas. El vaciamiento de la educación pública, llevada al extremo del
abandono estructural y presupuestario que consolidó un deterioro profundo, se
movió al compás del impulso de la educación privada, vía la desregulación y una
cultura del subsidio sistemático que fomentó el paradigma de la educación como
negocio. La temprana implantación del modelo globalizador, hizo que la
concentración económica y la exclusión social inherentes a la lógica del libre
mercado extremo, pusieran en evidencia sus consecuencias nefastas antes que en
otros parajes. Sobre esas ruinas, una nueva oleada democrática se fue
articulando en América latina, que con sus luces y sombras, sus logros y
cuentas pendientes, no deja de ser la expresión de un aprendizaje colectivo que
se orienta a la recuperación de lo público y la reconstrucción del Estado como
instrumento de la voluntad y las necesidades de las mayorías.
Una de las
enseñanzas que dejaron las consecuencias del neoliberalismo refiere a la
necesaria regulación estatal de las actividades mercantiles. Esta regulación
debe corresponderse con el nivel de relevancia, con el grado de impacto de cada
actividad en el destino de la comunidad y su incidencia, táctica y estratégica,
en la calidad de vida de sus públicos objetivos. Especialmente en actividades
como la educación o la salud, que no pueden evaluarse exclusivamente de acuerdo
a parámetros mercantiles, porque la importancia de los valores en juego los
exceden ampliamente.
Por caso,
no sería descabellado evaluar a la empresa educativa en términos de
responsabilidad social. La regulación pública de la educación privada, de esta
manera, debiera incluir la evaluación de sus impactos concretos, es decir de
los resultados de la práctica educativa, máxime cuando es financiada, en mayor
o menor medida, con fondos públicos. En pocas palabras, el rendimiento de
alumnos, docentes e instituciones de enseñanza privada bien podría verse sujeta
a evaluación por parte de los Estados respectivos, con el fin de velar por el
buen uso de los fondos públicos destinados a ese fin. E incluso, la proporción
de los subsidios se podría vincular en correspondencia con los resultados.
En el caso
de la educación pública, los criterios deben ser distintos, ya que la
naturaleza misma de la actividad es otra, al no estar atravesada por la
finalidad del lucro. La educación vista como actividad presenta la
particularidad de que las condiciones de prestación del servicio y las
condiciones de trabajo de quienes prestan el servicio coinciden, se superponen,
son las mismas. En concreto y sólo a título de ejemplo: el techo de un aula que
se cae, puede caer tanto sobre un alumno como de un docente; el hacinamiento lo
sufren unos y otros; las inclemencias climáticas no suelen hacer demasiados
distingos. Esto nos lleva a que, tras tantos años de abandono, si afrontamos un
proceso de evaluación educativa, lo primero que hay que evaluar son las
condiciones físicas, materiales, en las que se presta el servicio educativo,
así como los recursos con los que se cuenta en cada institución educativa para
ese fin. Porque lo primero es asegurarse que la actividad educativa se realiza
en un ambiente adecuado. Además de los motivos evidentes, porque se trata de un
factor en gran medida determinante, donde condiciones deficitarias generan
distorsiones en la evaluación del proceso.
De todas
maneras, la evaluación de las condiciones materiales, no puede quedar en el
relevamiento del deterioro edilicio o la provisión de servicios básicos, sino
que debería llevarnos a preguntarnos por la adecuación global, integral, de las
instalaciones de acuerdo a los requerimientos que plantean las necesidades
actuales. Pero sucede que esos requerimientos son los que la educación está
llamada a responder. Son los que impone la realidad social en cada comunidad.
Requerimientos múltiples y diversos de una realidad siempre compleja. Una
realidad actual que, como hemos dicho, está signada por el cambio constante y
se asienta sobre capas de sucesivas transformaciones que se fueron
superponiendo a lo largo de nuestra historia hasta el presente. Para
actualizarse, la educación debe dar cuenta de esas transformaciones y preparar
individuos que más allá de adaptarse a los cambios, sean artífices del cambio
necesario.
En ese
sentido, siempre es tiempo de discutir seriamente las características del
sistema educativo que necesitamos. Como siempre es tiempo de discutir la salud
pública o el sistema de justicia. Para eso es preciso desacralizar nuestras
instituciones, nuestro capital simbólico. Comprendiendo que se trata de
herramientas que nos damos como sociedad, a las que debemos evaluar para que
los resultados se orienten en el sentido deseado, tras las reformas y
adecuaciones que haya que emprender. Pero es necesario que el debate trascienda
lo meramente coyuntural, la lógica de urgencias que frecuentemente tienden a
obviar lo sustancial, muchas veces en beneficio de la cultura del parche, de lo
accesorio y cosmético. Discutir, debatir, consensuar, en un ejercicio de la
participación ciudadana que define la intensidad de una democracia. Generando
los canales adecuados para canalizarla. Y ese canal bien podría ser un nuevo
Congreso Pedagógico Nacional, como aquel primero que sentó las bases del
consenso que hizo posible la ley 1420. Un nuevo Congreso Pedagógico que
aprendiendo de la Historia, tomando cuenta de nuestros valores fundacionales,
permita actualizarlos en el debate respecto de la educación que queremos para
el país que queremos ser, que debemos construir. En la medida que avancemos en
esos consensos estratégicos, en la medida que podamos acordar el proyecto de
país que integre las diferencias, podremos definir la educación necesaria para
realizarlo. En ese punto, la evaluación educativa cobrará mayor sentido, nos
permitirá saber si nos acercamos o nos alejamos de los objetivos fijados a
través del debate franco, de la participación y el diálogo entre los distintos
sectores interesados. Hasta tanto, no quedará del todo claro qué y para qué
evalúan las evaluaciones, y hasta qué punto son útiles a lo que nos sigue
haciendo falta.
(Publicado en Consenso Ciudadano - Fascículo 3. Setiembre de 2013
http://iml.org.ar/wp-content/uploads/2013/09/Consenso-Fasciculo-3.pdf)
No hay comentarios:
Publicar un comentario