domingo, 2 de marzo de 2014

Anomia rampante



*Publicado en la revista Actitud nro. 25 (Diciembre de 2008)  


No hay nada peor que un bruto con iniciativa.
Perón
Anomia de la mala.
Anomia rampante, activa, ataque furioso al contrato social. La violencia del acto convierte a la expresión clima destituyente en un eufemismo. Una vez más en la puerta del caos, que si en el pasado fue siempre inducido por intereses que se movían entre bambalinas, nunca sus representantes de carne y hueso se habían mostrado con tanto desparpajo, hasta la obscenidad.
Apología de la informalidad, del interés particular, de un palmario ninguneo al Estado como regulador de las relaciones sociales.
Nada distinto a una fuerza del mercado. Los argentinos saben de las consecuencias de una acción sin restricciones de esas fuerzas del mercado sobre las poblaciones humanas y sus comunidades, extrayendo todos los beneficios posibles a cualquier costo, si total lo pagan los demás.
Aquellas mismas fuerzas que protagonizaron décadas de capitalismo salvaje, sólo que en un contexto algo distinto. Esas cuyas relaciones transnacionales constituyen la urdimbre de la globalización, donde la vida es entendida como una sucesión de transacciones comerciales.
El Estado nacional se dirigió a la población en términos políticos y sorpresivamente un segmento de ella le respondió en términos de mercado. La esperanza de que el neoliberalismo de campo–de–concentración–económica no hubiera dejado marcas en los cautivos, esa ilusión democrática se hizo trizas ante la brutalidad ruralista.
La provocación del corte de rutas por tiempo indeterminado fue un desafío de guapos a que el Estado reprima, para poder así victimizarse definitivamente.
Pero el Estado fue coherente en una de las características distintivas de la nueva etapa, respecto de la tolerancia a las manifestaciones sociales de cualquier signo.
El Estado argentino, en cuanto sujeto histórico de construcción de la Nación argentina, se viene recuperando de una globalización compulsiva que le cambió el contexto, imponiéndole su doctrina de libertad absoluta para los mercados, con el objeto de segmentar la sociedad, atomizarla en individuos, y asignarles un lugar en la circulación del dinero. A cara de perro. De manera que el que pierde sale del juego sin apelación posible.
El tema es que el juego en cuestión no es otra cosa que la vida misma. De personas de carne y hueso que sufren, algo que para el mercado no cuenta, por ser un dato innecesario en la ecuación de la oferta y la demanda que es casi su piedra filosofal.
Sustitución de facto del orden político por un orden mercantil. De un contrato social por un contrato comercial.
La dinámica de concentración se acelera en proporción a la libertad del mercado hasta succionar toda la riqueza posible de la sociedad. Esto acelera la exclusión, hasta que ya no quedan jugadores suficientes para continuar el juego y el mercado termina devorándose a sí mismo, provocando una catástrofe social, como en el 2001.
El mercado libre ideal es el que carece de toda restricción legal. Todos los mercados ilegales son en este sentido “mercados libres ideales”. La libertad de mercado implica necesariamente la ausencia de derecho. El lugar en el mercado pasa a definir casi exclusivamente la intensidad de la ciudadanía de cada individuo.
Instaurada la absoluta libertad de mercado, el tejido social se fue fragmentando y necrosando a causa de la exclusión masiva. La jibarización del Estado mutiló severamente sus capacidades de incidir en la realidad, en la apoteosis del capitalismo salvaje. Ya se sabe: sin Estado no hay ley, no hay derechos, no hay estado de derecho, no puede haber justicia. Porque el orden dominante no piensa —ni permite pensar— en esos términos.
Cambio de marco normativo, expulsión del juego, fragmentación del tejido social, la comunidad deshilachada.
Amplias zonas de la sociedad liberadas desde entonces de la intervención estatal, que para el absolutismo de mercado siempre es mala, desde que pone un coto a las sacras ganancias. La norma, la ley, el marco jurídico, se las tienen que ver con una realidad nueva, para la cual no fueron pensados. Una sociedad perforada.
Agujeros de legalidad en la sociedad y en los individuos.
Anomia, ausencia o apartamiento de la norma, allí donde la ley no rige. Sea ilegalidad o informalidad. Evasión o delincuencia. En ellas, lo que rige es la cruda y fría ley del mercado. Literalmente, donde no hay derecho.
Sino que lo digan los peones que fueron carne de carnaval y que hubieran sido los que recibirían los palos si hubiera habido represión. La fallida revolución feudal prepara la secuela tras una primera parte, que con la difusión apropiada, resultó ser taquillera en la manipulación del sentido común de los distraídos de siempre, para regocijo infantil de los oportunistas, porque les permitió sentirse grandes al menos por un momento, ese momento en el que aparecían por televisión.
El oso Carolina.
Ícono, símbolo por excelencia del carnaval porteño de las primeras décadas del siglo pasado, el oso Carolina era un hombre disfrazado de oso, algo harapiento, con el disfraz hecho de bolsas de arpillera, presumiblemente utilizadas para transportar arroz, lo que explica el nombre de: Carolina.
El pintoresco personaje no tardó en convertirse en referencia obligada de los principales diarios de la época, carnaval tras carnaval, hasta convertirlo en la mismísima estrella del carnaval. Podría decirse, un antecedente precario de los mediáticos profesionales que pululan hoy en día.
Lo concreto es que la fama inducida por los diarios no fue obstáculo para que un día alguien lo prendiera fuego.
Noticia que los mismos diarios se encargaran prolijamente de difundir. Marcando desde entonces, como una maldición, el destino del personaje mediático. Ese que gana fama mientras es noticia y una vez que es completamente conocido, pasa a ser noticia su decadencia, su declive inexorable hacia la incineración final, en espirales de escarnio público hasta que del personaje no queda mucho más que cenizas. Destino de ser fagocitado, digerido y depuesto por la maquinaria de la gran prensa.
En la plenitud de la arremetida ruralista, una novedosa expresión del bestialismo político, Alfredo de Ángeli, llegó a creerse Dios. O al menos, la estrella indiscutida del carnaval de Gualeguaychú. Su aparición llevó a las pantallas el entrecruzamiento de asociaciones con diversos personajes conocidos a través de los medios que iban desde Minguito Tinguitella hasta Luis Landriscina, Luis Barrionuevo o Luis Juez. La pantalla lo decodificó rápidamente como una mezcla de Guillermo Patricio Kelly con el Petronilo de Carlitos Balá que se alentaba a sí mismo diciéndose “Pegá la vuelta, Petronilo.
La Argentina te queda chica, precisás dos números más”. Con sus aires de aparente noble bruto, eclipsó la ensayada impostación de los mediáticos de la política que son del gusto de los grandes medios, esos que dan bien en la comunicación masiva.
En el sistema de la comunicación masiva que gira en torno de la televisión, la sociedad argentina se muestra tan mezquina de reconocimientos como frente a quienes contribuyeron a mejorarle la calidad de vida aunque más no sea en alguna medida apreciable. Porque el estilo mediático vigente en la comunicación masiva tiene un verdadero pionero y fundador en la antigua chismografía diseñada por Lucho Avilés, que se reprodujo como un virus hasta contaminarlo todo. Para terminar de completarse con el aporte de Mauro Viale y su abordaje de la política como un reality show de lugares comunes que estableció la manera de comunicar lo que es la política por televisión. Como si se partiera de la base de que sólo el trazo grueso no aburre.
El resquemor que muchos guardan respecto de Marcelo Tinelli en la televisión, o antes frente a Gerardo Sofovich, posiblemente se relacione con el hecho de que al demostrar la relación directa entre niveles de vulgaridad y eficacia mediática pone en evidencia a la televisión como lo que es, un entretenimiento. Porque ellos son la televisión, los que entendieron como nadie sus parámetros, la naturaleza de su dinámica circense.
Algo que, por lo tanto no puede tomarse demasiado en serio, y menos aún asumir como verdadera la imagen de la realidad que nos ofrece.
Burros.
La sociedad argentina es una verdadera caja de Pandora de donde puede emerger cualquier cosa. Porque aceptemos que no era previsible que una parte significativa de la población abrazara con fervor un ataque tan contundente contra el bien común, entendido como interés general, de todos, del conjunto.
Hasta Miguens y Biolcatti se mostraban asombrados y no exentos de entusiasmo (aunque sean los abanderados por la exención de responsabilidad social, y los dos comprados, la escolta). Tamaños productores patrios se evidenciaban excedidos —justo ellos, para quienes no hubo excesos— por la adhesión que despertaron en su cruzada por llevársela toda y encima pedir subsidios para convertir a la tierra en un desierto contaminado.
De repente se descubrieron como ídolos populares y asumieron rápidamente actitud de capocómicos mayores en la marquesina de un teatro de revistas.
Contaba Omar, un importante abogado de Quilmes, hincha fanático de Independiente, que tenía un amigo muy aficionado a las carreras de caballos. Un día, en referencia a su concurrencia religiosa a la cancha, ese amigo le dice: —Vos sos un boludo.
—¿Por qué me decís eso? —Porque cuando vos festejás en la cancha, lo hacés por la que se llevan los jugadores, en cambio, cuando yo festejo en el hipódromo es porque ganó el caballo al que yo aposté. Festejo por la que me llevo yo.
Jugadores de ganar o ganar, como le gusta a Buzzi, hubieron siempre. Lo que llamó la atención fue que les apareciera una hinchada. De esos que hacen el aguante para que se la lleven otros.
Aunque no puede dejar de reconocerse una fisonomía bien definida en esa hinchada. Son los rasgos de los neutros. Esos que se reconocen apolíticos con orgullo.
Esos a quienes no les importa quién mande siempre que a ellos no les vaya mal. Para quienes con los militares o con ejem estábamos mejor.
La comunicación masiva generó, con artes de vendedor callejero, la ilusión de una epopeya, de una verdadera causa nacional, con desfile militar en la rural y todo, otrora reservada sólo a un minúsculo (de allí lo de oligarquía) núcleo de privilegiados, en esta oportunidad y en una maravillosa oferta se hace accesible a la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, invitando a cualquiera a sentirse por un momento como un auténtico patrón de estancia.

Estación Congreso.
La intensidad del movimiento sedicioso (Se–di–ción, ¿me entiende?) que hizo un esfuerzo denodado para avanzar en tipologías que la Constitución Nacional condena y están comprendidas en el Código Penal, en su ataque frontal contra el Estado y la legitimidad institucional, encontró un alivio en la decisión presidencial de ponerlo a consideración del Congreso.
El Congreso Nacional venía de cerrar un ciclo, bastante complicado, que se había iniciado con la aprobación de las leyes de obediencia debida y punto final, para derrapar a lo largo de una década legitimando privatizaciones y una sistemática precarización de las relaciones laborales en perjuicio de los trabajadores, que encontró su máxima expresión en la escandalosa ley Banelco del presidente dormido, que, valga la redundancia, fue precisamente la reforma laboral que terminó desbordando el vaso.
Con el estallido social del 2001, asimismo, fue el Congreso Nacional quien mantuvo la continuidad institucional y evitó el desbarranque final. Frente al caos, su diversidad inherente respondió en un sentido que aplacó las aguas. Una diversidad que, como diría Pero Grullo es la manifestación institucional de la diversidad presente en la sociedad, que surge de ella, expresándola, lo que constituye su rol específico en la división de poderes del Estado. Con todo, su imagen ante la opinión pública, y particularmente ante los sectores medios, continuaba teñida por el desprestigio de la etapa anterior.
El lugar del Congreso de la Nación como institución que trasciende los nombres de los circunstanciales diputados y senadores, parecía marcado por cierta indeterminación e incertidumbre.
Con el inicio de las recuperaciones del 2003, el Congreso supo acompañar, en un camino que llevó a constituir una mayoría sólida para avanzar en el sentido de un Proyecto Nacional crecientemente inclusivo.
La crisis provocada por la riqueza aguerrida marketineada con la marca “Campo”, llenó de esperanza a una oposición sin destino que se abalanzó alborozada en los brazos de esa mezcla aberrante de madre tierra con el becerro de oro. Como moscas, sobrevolaron coqueteando emocionados ante cualquier posible financiamiento de las próximas campañas electorales. A los jugadores rurales se le había sumado la hinchada de los neutrales y ahora la corte de los milagros opositores en tren de comparsa, configurando una de esas cruzadas nacionales (por el alcance de las emisiones) que por su carácter novedoso logran concitar la atención siempre dispersa de los televidentes, dando una nueva dimensión al segundo de pauta publicitaria, que no es otra cosa que el precio puro y duro de estar en televisión.
La oposición disfrutó como nunca de su momento de gloria. Una gloria de Feliz Domingo, de impunidad consentida por las cámaras de televisión, con licencia para matar mediáticamente al gobierno, funcionales al juego del poder económico —del que forman parte los grandes medios— en cuanto a marcarle la cancha al Estado mismo, a sus posibilidades de acción y transformación de la realidad.
La expresión legislativa de la oposición salió de su letargo de siglos para ponerse al frente de la estudiantina.
Los intereses personales jugaron en contra y la balanza definió el derrame en el sentido contrario a una mejor distribución de la riqueza hacia el interior de un mercado caracterizado por la concentración, la evasión impositiva y la informalidad en las relaciones laborales, siempre caldo de explotación.
La gota que inclinó la cancha en contra, no fue más que un trivial voto “no positivo” que, con una coherencia extraña —al estilo del protagonista de “Desde el jardín” de Jerzy Kosinsky—, resultó ser “no positivo” para el cambio que sigue necesitando el país.
Tras los festejos de la parcialidad y de lo más profundo de la runfla de alta estirpe emergieron frondosos armados, a cual más pintoresco llegando hasta el delirio.
Pero todos rigurosamente impresentables, con lo cual el ángel del campo comenzó a ver declinar el precio de sus acciones a medida que una creciente porción de desprevenidos se iban dando cuenta de cómo eran las cosas.
Con la cuestión de Aerolíneas Argentinas, la dinámica tomó otro cariz. Lo que se evidenció en la acción legislativa fue una llamativa institucionalidad en acción. La apertura a la diversidad y un intenso trabajo político generaron una instancia de consolidación del sentido del Proyecto Nacional en curso.
El Congreso va encontrando su lugar. Porque si de lo que se trata en esta nueva etapa es de consolidar las recuperaciones para seguir avanzando hacia un país más justo, esa consolidación cuenta con un decisivo componente legislativo. Porque el estado de derecho, como la misma intensidad de la democracia, dependen también de la adecuación de su marco normativo, que favorezca una acción transformadora progresiva en el cuerpo social, integrándolo. Porque el verdadero enemigo del sistema no son los diversos cachivaches de alquiler que los medios muestran defendiendo los intereses particulares más inconfesables.
El verdadero enemigo de la democracia es la anomia.
Ese lugar ajeno a las leyes que rigen para todos.

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