*Publicado en la revista Actitud nro. 25 (Diciembre de 2008)
No hay nada peor que un bruto con
iniciativa.
Perón
Anomia de la mala.
Anomia rampante, activa, ataque furioso al contrato social. La
violencia del acto convierte a la expresión clima destituyente en un eufemismo.
Una vez más en la puerta del caos, que si en el pasado fue siempre inducido por
intereses que se movían entre bambalinas, nunca sus representantes de carne y
hueso se habían mostrado con tanto desparpajo, hasta la obscenidad.
Apología de la informalidad, del interés particular, de un palmario
ninguneo al Estado como regulador de las relaciones sociales.
Nada distinto a una fuerza del mercado. Los argentinos saben de las
consecuencias de una acción sin restricciones de esas fuerzas del mercado sobre
las poblaciones humanas y sus comunidades, extrayendo todos los beneficios
posibles a cualquier costo, si total lo pagan los demás.
Aquellas mismas fuerzas que protagonizaron décadas de capitalismo
salvaje, sólo que en un contexto algo distinto. Esas cuyas relaciones
transnacionales constituyen la urdimbre de la globalización, donde la vida es entendida
como una sucesión de transacciones comerciales.
El Estado nacional se dirigió a la población en términos políticos y
sorpresivamente un segmento de ella le respondió en términos de mercado. La
esperanza de que el neoliberalismo de campo–de–concentración–económica no
hubiera dejado marcas en los cautivos, esa ilusión democrática se hizo trizas
ante la brutalidad ruralista.
La provocación del corte de rutas por tiempo indeterminado fue un
desafío de guapos a que el Estado reprima, para poder así victimizarse
definitivamente.
Pero el Estado fue coherente en una de las características distintivas
de la nueva etapa, respecto de la tolerancia a las manifestaciones sociales de
cualquier signo.
El Estado argentino, en cuanto sujeto histórico de construcción de la
Nación argentina, se viene recuperando de una globalización compulsiva que le
cambió el contexto, imponiéndole su doctrina de libertad absoluta para los
mercados, con el objeto de segmentar la sociedad, atomizarla en individuos, y
asignarles un lugar en la circulación del dinero. A cara de perro. De manera que
el que pierde sale del juego sin apelación posible.
El tema es que el juego en cuestión no es otra cosa que la vida misma.
De personas de carne y hueso que sufren, algo que para el mercado no cuenta,
por ser un dato innecesario en la ecuación de la oferta y la demanda que es
casi su piedra filosofal.
Sustitución de facto del orden político por un orden mercantil. De un
contrato social por un contrato comercial.
La dinámica de concentración se acelera en proporción a la libertad
del mercado hasta succionar toda la riqueza posible de la sociedad. Esto
acelera la exclusión, hasta que ya no quedan jugadores suficientes para
continuar el juego y el mercado termina devorándose a sí mismo, provocando una
catástrofe social, como en el 2001.
El mercado libre ideal es el que carece de toda restricción legal.
Todos los mercados ilegales son en este sentido “mercados libres ideales”. La
libertad de mercado implica necesariamente la ausencia de derecho. El lugar en
el mercado pasa a definir casi exclusivamente la intensidad de la ciudadanía de
cada individuo.
Instaurada la absoluta libertad de mercado, el tejido social se fue
fragmentando y necrosando a causa de la exclusión masiva. La jibarización del
Estado mutiló severamente sus capacidades de incidir en la realidad, en la
apoteosis del capitalismo salvaje. Ya se sabe: sin Estado no hay ley, no hay
derechos, no hay estado de derecho, no puede haber justicia. Porque el orden
dominante no piensa —ni permite pensar— en esos términos.
Cambio de marco normativo, expulsión del juego, fragmentación del tejido
social, la comunidad deshilachada.
Amplias zonas de la sociedad liberadas desde entonces de la
intervención estatal, que para el absolutismo de mercado siempre es mala, desde
que pone un coto a las sacras ganancias. La norma, la ley, el marco jurídico,
se las tienen que ver con una realidad nueva, para la cual no fueron pensados.
Una sociedad perforada.
Agujeros de legalidad en la sociedad y en los individuos.
Anomia, ausencia o apartamiento de la norma, allí donde la ley no
rige. Sea ilegalidad o informalidad. Evasión o delincuencia. En ellas, lo que
rige es la cruda y fría ley del mercado. Literalmente, donde no hay derecho.
Sino que lo digan los peones que fueron carne de carnaval y que
hubieran sido los que recibirían los palos si hubiera habido represión. La
fallida revolución feudal prepara la secuela tras una primera parte, que con la
difusión apropiada, resultó ser taquillera en la manipulación del sentido común
de los distraídos de siempre, para regocijo infantil de los oportunistas, porque
les permitió sentirse grandes al menos por un momento, ese momento en el que
aparecían por televisión.
El oso Carolina.
Ícono, símbolo por excelencia del carnaval porteño de las primeras
décadas del siglo pasado, el oso Carolina era un hombre disfrazado de oso, algo
harapiento, con el disfraz hecho de bolsas de arpillera, presumiblemente utilizadas
para transportar arroz, lo que explica el nombre de: Carolina.
El pintoresco personaje no tardó en convertirse en referencia obligada
de los principales diarios de la época, carnaval tras carnaval, hasta
convertirlo en la mismísima estrella del carnaval. Podría decirse, un
antecedente precario de los mediáticos profesionales que pululan hoy en día.
Lo concreto es que la fama inducida por los diarios no fue obstáculo
para que un día alguien lo prendiera fuego.
Noticia que los mismos diarios se encargaran prolijamente de difundir.
Marcando desde entonces, como una maldición, el destino del personaje
mediático. Ese que gana fama mientras es noticia y una vez que es completamente
conocido, pasa a ser noticia su decadencia, su declive inexorable hacia la
incineración final, en espirales de escarnio público hasta que del personaje no
queda mucho más que cenizas. Destino de ser fagocitado, digerido y depuesto por
la maquinaria de la gran prensa.
En la plenitud de la arremetida ruralista, una novedosa expresión del
bestialismo político, Alfredo de Ángeli, llegó a creerse Dios. O al menos, la
estrella indiscutida del carnaval de Gualeguaychú. Su aparición llevó a las pantallas
el entrecruzamiento de asociaciones con diversos personajes conocidos a través
de los medios que iban desde Minguito Tinguitella hasta Luis Landriscina, Luis
Barrionuevo o Luis Juez. La pantalla lo decodificó rápidamente como una mezcla
de Guillermo Patricio Kelly con el Petronilo de Carlitos Balá que se alentaba a
sí mismo diciéndose “Pegá la vuelta, Petronilo.
La Argentina te queda chica, precisás dos números más”. Con sus aires
de aparente noble bruto, eclipsó la ensayada impostación de los mediáticos de
la política que son del gusto de los grandes medios, esos que dan bien en la
comunicación masiva.
En el sistema de la comunicación masiva que gira en torno de la
televisión, la sociedad argentina se muestra tan mezquina de reconocimientos
como frente a quienes contribuyeron a mejorarle la calidad de vida aunque más
no sea en alguna medida apreciable. Porque el estilo mediático vigente en la
comunicación masiva tiene un verdadero pionero y fundador en la antigua chismografía
diseñada por Lucho Avilés, que se reprodujo como un virus hasta contaminarlo
todo. Para terminar de completarse con el aporte de Mauro Viale y su abordaje
de la política como un reality show de lugares comunes que estableció la manera
de comunicar lo que es la política por televisión. Como si se partiera de la
base de que sólo el trazo grueso no aburre.
El resquemor que muchos guardan respecto de Marcelo Tinelli en la
televisión, o antes frente a Gerardo Sofovich, posiblemente se relacione con el
hecho de que al demostrar la relación directa entre niveles de vulgaridad y
eficacia mediática pone en evidencia a la televisión como lo que es, un
entretenimiento. Porque ellos son la televisión, los que entendieron como nadie
sus parámetros, la naturaleza de su dinámica circense.
Algo que, por lo tanto no puede tomarse demasiado en serio, y menos
aún asumir como verdadera la imagen de la realidad que nos ofrece.
Burros.
La sociedad argentina es una verdadera caja de Pandora de donde puede
emerger cualquier cosa. Porque aceptemos que no era previsible que una parte
significativa de la población abrazara con fervor un ataque tan contundente
contra el bien común, entendido como interés general, de todos, del conjunto.
Hasta Miguens y Biolcatti se mostraban asombrados y no exentos de
entusiasmo (aunque sean los abanderados por la exención de responsabilidad
social, y los dos comprados, la escolta). Tamaños productores patrios se
evidenciaban excedidos —justo ellos, para quienes no hubo excesos— por la
adhesión que despertaron en su cruzada por llevársela toda y encima pedir
subsidios para convertir a la tierra en un desierto contaminado.
De repente se descubrieron como ídolos populares y asumieron
rápidamente actitud de capocómicos mayores en la marquesina de un teatro de
revistas.
Contaba Omar, un importante abogado de Quilmes, hincha fanático de
Independiente, que tenía un amigo muy aficionado a las carreras de caballos. Un
día, en referencia a su concurrencia religiosa a la cancha, ese amigo le dice: —Vos
sos un boludo.
—¿Por qué me decís eso? —Porque cuando vos festejás en la cancha, lo
hacés por la que se llevan los jugadores, en cambio, cuando yo festejo en el
hipódromo es porque ganó el caballo al que yo aposté. Festejo por la que me
llevo yo.
Jugadores de ganar o ganar, como le gusta a Buzzi, hubieron siempre.
Lo que llamó la atención fue que les apareciera una hinchada. De esos que hacen
el aguante para que se la lleven
otros.
Aunque no puede dejar de reconocerse una fisonomía bien definida en
esa hinchada. Son los rasgos de los neutros. Esos que se reconocen apolíticos
con orgullo.
Esos a quienes no les importa quién mande siempre que a ellos no les
vaya mal. Para quienes con los militares o con ejem estábamos mejor.
La comunicación masiva generó, con artes de vendedor callejero, la
ilusión de una epopeya, de una verdadera causa nacional, con desfile militar en
la rural y todo, otrora reservada sólo a un minúsculo (de allí lo de oligarquía)
núcleo de privilegiados, en esta oportunidad y en una maravillosa oferta se
hace accesible a la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, invitando a
cualquiera a sentirse por un momento como un auténtico patrón de estancia.
Estación Congreso.
La intensidad del movimiento sedicioso (Se–di–ción,
¿me entiende?) que hizo un esfuerzo denodado para avanzar en
tipologías que la Constitución Nacional condena y están comprendidas en el
Código Penal, en su ataque frontal contra el Estado y la legitimidad
institucional, encontró un alivio en la decisión presidencial de ponerlo a
consideración del Congreso.
El Congreso Nacional venía de cerrar un ciclo, bastante complicado,
que se había iniciado con la aprobación de las leyes de obediencia debida y
punto final, para derrapar a lo largo de una década legitimando privatizaciones
y una sistemática precarización de las relaciones laborales en perjuicio de los
trabajadores, que encontró su máxima expresión en la escandalosa ley Banelco
del presidente dormido, que, valga la redundancia, fue precisamente la reforma
laboral que terminó desbordando el vaso.
Con el estallido social del 2001, asimismo, fue el Congreso Nacional
quien mantuvo la continuidad institucional y evitó el desbarranque final.
Frente al caos, su diversidad inherente respondió en un sentido que aplacó las
aguas. Una diversidad que, como diría Pero Grullo es la manifestación
institucional de la diversidad presente en la sociedad, que surge de ella,
expresándola, lo que constituye su rol específico en la división de poderes del
Estado. Con todo, su imagen ante la opinión pública, y particularmente ante los
sectores medios, continuaba teñida por el desprestigio de la etapa anterior.
El lugar del Congreso de la Nación como institución que trasciende los
nombres de los circunstanciales diputados y senadores, parecía marcado por
cierta indeterminación e incertidumbre.
Con el inicio de las recuperaciones del 2003, el Congreso supo
acompañar, en un camino que llevó a constituir una mayoría sólida para avanzar
en el sentido de un Proyecto Nacional crecientemente inclusivo.
La crisis provocada por la riqueza aguerrida marketineada con la marca
“Campo”, llenó de esperanza a una oposición sin destino que se abalanzó
alborozada en los brazos de esa mezcla aberrante de madre tierra con el becerro
de oro. Como moscas, sobrevolaron coqueteando emocionados ante cualquier
posible financiamiento de las próximas campañas electorales. A los jugadores
rurales se le había sumado la hinchada de los neutrales y ahora la corte de los
milagros opositores en tren de comparsa, configurando una de esas cruzadas
nacionales (por el alcance de las emisiones) que por su carácter novedoso
logran concitar la atención siempre dispersa de los televidentes, dando una nueva
dimensión al segundo de pauta publicitaria, que no es otra cosa que el precio
puro y duro de estar en televisión.
La oposición disfrutó como nunca de su momento de gloria. Una gloria
de Feliz Domingo, de impunidad consentida por las cámaras de televisión, con
licencia para matar mediáticamente al gobierno, funcionales al juego del poder
económico —del que forman parte los grandes medios— en cuanto a marcarle la
cancha al Estado mismo, a sus posibilidades de acción y transformación de la
realidad.
La expresión legislativa de la oposición salió de su letargo de siglos
para ponerse al frente de la estudiantina.
Los intereses personales jugaron en contra y la balanza definió el
derrame en el sentido contrario a una mejor distribución de la riqueza hacia el
interior de un mercado caracterizado por la concentración, la evasión
impositiva y la informalidad en las relaciones laborales, siempre caldo de
explotación.
La gota que inclinó la cancha en contra, no fue más que un trivial
voto “no positivo” que, con una coherencia extraña —al estilo del protagonista
de “Desde el jardín” de Jerzy Kosinsky—, resultó ser “no positivo” para el
cambio que sigue necesitando el país.
Tras los festejos de la parcialidad y de lo más profundo de la runfla
de alta estirpe emergieron frondosos armados, a cual más pintoresco llegando
hasta el delirio.
Pero todos rigurosamente impresentables, con lo cual el ángel del
campo comenzó a ver declinar el precio de sus acciones a medida que una
creciente porción de desprevenidos se iban dando cuenta de cómo eran las cosas.
Con la cuestión de Aerolíneas Argentinas, la dinámica tomó otro cariz.
Lo que se evidenció en la acción legislativa fue una llamativa
institucionalidad en acción.
La apertura a la diversidad y un intenso trabajo político generaron una
instancia de consolidación del sentido del Proyecto Nacional en curso.
El Congreso va encontrando su lugar. Porque si de lo que se trata en
esta nueva etapa es de consolidar las recuperaciones para seguir avanzando
hacia un país más justo, esa consolidación cuenta con un decisivo componente
legislativo. Porque el estado de derecho, como la misma intensidad de la
democracia, dependen también de la adecuación de su marco normativo, que favorezca
una acción transformadora progresiva en el cuerpo social, integrándolo. Porque
el verdadero enemigo del sistema no son los diversos cachivaches de alquiler que
los medios muestran defendiendo los intereses particulares más inconfesables.
El verdadero enemigo de la democracia es la anomia.
Ese lugar ajeno a las leyes que rigen para todos.
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