*Publicado en la revista Actitud nro. 21 (Diciembre de 2007)
¿El peor? ¿Cuál? ¿Este que se termina? Claro, sí. El peor. ¿Para
quién? ¿De qué estamos hablando? Este que se termina, sindicado por la
oposición como “el peor gobierno de la historia argentina”. ¿Qué intereses concretos,
minoritarios y mezquinos sangran por la herida y se vienen dedicando a pescar
incautos en el océano de la opinión pública? ¿El peor, para quién? Para las
mayorías —por lo que se sabe— de ninguna manera. Se revirtió la tendencia hacia
una creciente desigualdad social y se recuperaron diez años en ese aspecto.
Asimismo bajaron notablemente la pobreza y la desocupación, que antes eran casi
aceptados universalmente como flagelos irresolubles frente a los cuales sólo
había lugar para la resignación. Y no es que los sectores más privilegiados de
la pirámide social se hayan visto perjudicados en este esquema progresivo de
redistribución del ingreso. En términos absolutos, la gran mayoría de la
población vive mejor hoy que al inicio de esta gestión presidencial. Algo que
no tiene que guardar correlación absoluta con lo que cada ciudadano vote en las
elecciones. Que el voto es “meramente” el ejercicio de la soberanía popular en
democracia.
Porque el electorado, se sabe, nunca se equivoca.
Ni acierta. El electorado, “meramente”, decide. Elige, muchas veces a
tientas, su destino.
No se equivoca ni acierta. De hecho, en las elecciones de 2003, más de
las tres cuartas partes del electorado no lograron acertar con un gobierno que
revirtiera la tendencia dominante a lo largo de un cuarto de siglo.
Un gobierno de recuperación. No lograron acertar, y ese gobierno, sin
embargo, tuvo lugar a partir de una deserción y un 22,24% de los votos. Lo
primero que demostró la gestión presidencial iniciada el 25 de mayo de 2003, es
que hay una legitimidad de origen que deriva del caudal electoral y una
legitimidad de gestión que deriva de las acciones concretas del gobierno en
ejercicio de representación del conjunto.
Otros gobiernos de esta etapa de nuestra democracia —Alfonsín, Menem,
De la Rúa— habían emergido con una fuerte legitimidad que se esmerilaba
rápidamente en gestiones que no sabían, no querían o no podían asumir la
representación en el sentido de las demandas sociales mayoritarias. El gobierno
de Néstor Kirchner hizo lo contrario. No sólo en eso. Fundamentalmente en lo
que respecta a la tendencia hacia una sociedad cada vez más injusta, que se
inició con la última dictadura y prosiguió con la democracia incipiente.
Se termina una gestión presidencial que devuelve un país mejor que el
que recibió. Menos injusto. Con menos pobreza. Con más trabajo. Un país mejor,
también para aquellos que no lo creyeron posible por esta vía. Que no
acompañaron el proyecto nacional propuesto al conjunto.
A juzgar por la diversidad que configuró el año electoral que dejamos
atrás, el electorado argentino parece haber elegido la alternativa del mosaico,
de la articulación de contrapesos para el ejercicio del poder democrático, demandando
al mismo tiempo complementariedad en el sentido del bien común.
Pero posiblemente el dato más relevante es que se haya confirmado el
fin de la autosuficiencia electoral de las tradicionales identidades
partidarias. Un rasgo que, por historia, el socialismo conoce mucho mejor que
el radicalismo y el peronismo, en comparación, verdaderos recienvenidos en esta
arena. Esas identidades aparecen diseminadas en diferentes espacios, con
diferentes propuestas, en proporciones variables.
Nutriéndolos y contaminándolos al mismo tiempo. Y su permanencia en el
tiempo dependerá tanto del éxito o el fracaso de las alternativas en que se
embarquen, cuanto de su ritmo de reproducción finalizada la época de los
grandes bloques partidarios que contenían sus divergencias bajo banderas comunes.
Lilita tenía razón, cuando decía que estamos para un país mejor. El
país que sepamos construir colectivamente, asumiendo las responsabilidades
individuales, sectoriales y colectivas correspondientes. Articulando responsabilidades
sociales con las responsabilidades políticas que surgen del mandato de las
urnas. Sobre las bases ciertas de recuperación que dejó sentadas la acción del
Estado nacional conduciendo al conjunto; con un criterio de inclusión
universal; con el liderazgo de un Poder Ejecutivo que reconstruyó la autoridad presidencial
como representación política de la ciudadanía, tras la gestión de un gobierno
que, como dicen sus detractores, deja muchos temas pendientes. ¿Pero qué
querían en apenas poco más de cuatro años? ¿Noruega?
Atavismos.
De todas maneras, sería conveniente no confundir identidad con mero
atavismo. Corrían los tiempos iniciales de fervor alfonsinista y un periodista,
pletórico de oficialismo desde su espacio en una radio por entonces estatal y
encuadrada en la estrategia propagandística del gobierno, entrevistaba a
Norberto Imbelloni, destacado protagonista de lo que se dio en llamar el “peronismo
de la derrota” y con cierto paternalismo canchero pretendía reflexionar con él
acerca de una supuestamente necesaria actualización semántica de la palabra
“gorila”. Palabras más, palabras menos, le preguntaba si ese apelativo no había
dejado de referirse exclusivamente a los más acérrimos enemigos declarados del
peronismo, para pasar a denominar a todo aquel de vocación claramente antipopular.
La respuesta de Imbelloni fue tajante. Palabras más, palabras menos:
“de ninguna manera”, contestó, reclamando para el gorila su especificidad
antiperonista. Fin de la cuestión. Eran tiempos en que el “Chacho” Jaroslavsky imaginaba
a Alfonsín como un “Perón democrático”.
Tiempos en que el entusiasmo de algunos soñaba con un “Tercer
movimiento histórico” conducido por el radicalismo, subsumiendo y domesticando
al peronismo, con un sindicalismo a imagen y semejanza del gusto de las clases
medias. Expresión de lo que Rodolfo Kusch llamaba “un cierto elitismo de
sectores medios”.
Pero la realidad suele ser brutalmente inapelable frente a las
desmedidas ilusiones sin asidero a las que frecuentemente se aferra nuestra
clase media y en relación con la utopía alfonsinista, más temprano que tarde y
parafraseando a Cortázar en su “Conducta en los velorios”, amargo fue su
desengaño. Nobleza obliga, cabe decir que más allá de todo resultadismo
bilardista, nada de lo dicho implica ningunear los escasos aunque
ineludibles méritos de aquella primera experiencia en la gestión de nuestra
democracia recuperada.
Una democracia desde entonces siempre imperfecta, pero no por eso
menos nuestra. O quizás por eso, justamente, nuestra.
“El domingo en la tribuna un gordo se resbaló. / Si supieran la
avalancha que por el gordo se armó. / Rodando por los tablones hasta el suelo
fue a parar, mientras todos los muchachos se pusieron a gritar: / Deben ser los
gorilas deben ser, / que andarán por allí. / Deben ser los gorilas deben ser /
que andarán por aquí…” La historia es conocida. Aldo Cammarotta escribió la
letra de esta canción para un segmento de “La revista dislocada” de Délfor y de
allí la palabra “gorila” saltó a la historia, tras ser asumida por el sector
más reaccionario de la Revolución Fusiladora. La cosa venía, al parecer, de
“Mogambo”, una película dirigida por John Ford en 1953, recientemente reeditada
en formato digital, con Ava Gardner, Grace Nelly y Clark Gable. A partir de
allí, el “gorilismo” se incorporó a la fauna política autóctona y nunca la
abandonó, despertando en estertores de su eterna agonía, cada vez que algo le hace
pensar en un nuevo “aluvión zoológico” en ciernes.
Cabe preguntarse: el gorilismo ¿es un atavismo? Según se lo entiende
genéricamente, —como la tendencia a repetir cuestiones propias de un tiempo más
o menos remoto—, la respuesta no podría se otra que la afirmativa. Pero fue un
personaje bastante siniestro llamado Cesare Lombroso quien le dio al “atavismo”
tintes desopilantes sólo atenuados por su brutalidad y trascendencia nefasta en
el tiempo. Lombroso prefiguró el cruel reino de la imagen de nuestros días, a
través de la condena por la apariencia y el prejuicio, con sus particulares
teorías sobre la “portación de cara”, en un canal siempre abierto al odio
racial. O social.
Todos ellos, atributos del siempre añejo “gorilismo” argentino, con su
historia sangrienta signada por la intolerancia extrema. A todas luces peor que
aquello a lo que nació odiando, a aquello que consagró advesativamente una
existencia que no dejó nada bueno para el país. Un “gorilismo” que dejaría de
ser lombrosiano si se observara con más detenimiento a sí mismo. Negando siempre
toda posible evolución. Siempre triste, solitario y final.
Entre la playa y la gestión
Esas raíces buscan trascender en nuevos brotes que se manifiestan en
una oposición casi siempre dispuesta a darle esa posibilidad. Posiblemente sea
Carrió la que más afán ha demostrado por revivir ese cadáver político del
gorilismo atávico y ponerlo de su lado, en el manifiesto sacrificio de
constituirse en lo mejor de lo peor, de ese arco que va de lo conservador a lo
reaccionario, cual reencarnación burlesca de una Victoria Ocampo ungida en
prenda de unidad de la derecha. Tras la derrota electoral, Carrió pretende
consolidar su mediático liderazgo opositor en una disputa imaginaria con
Mauricio Macri. Y lo hace emulando los defectos que le imputan a Macri los que
no lo quieren. Así se pone Carrió a hacer declaraciones desde una playa de
Punta del Este. En su eterna posición ciega y sorda, del tipo “si la realidad
me contradice, peor para ella”, deja de lado toda responsabilidad en la
construcción de algún bien común, incitando a sus simpatizantes a una nueva
diáspora. Un bien común siempre incompatible con la intolerancia y la supresión
del otro como única vía de solución a los problemas, que parece haberse hecho
carne en su vanidad política. Pero la contradicción entre la vanidad y la
política, la obliga a recluirse al sol. Sumergiéndose prematuramente en el período
vacacional, rauda y veloz. Con el sólo objeto existencial de posicionarse como
la primera de la temporada y asegurarse un lugar en las revistas del verano.
Como toda una diva, rodeada de un esplendor incorpóreo y caprichoso.
Entretanto, Macri se apresta, por el contrario, a hacer frente a la
colisión con el mundo real. Ese que en la política se conoce como el ámbito de
la gestión pública.
Lo que es decir, solucionar los problemas de la gente. Eso que una
frase inquietante de Don José de San Martín, el padre de la Patria, daba a
entender que no era como para generarse demasiadas expectativas: “El
conocimiento exacto que tengo de América, me dice que un Washington o un
Franklin que se pusiese a la cabeza de nuestros gobiernos, no tendría mejor
suceso que el de los demás hombres que han mandado, es decir, desacreditarse
empeorando el mal”. En el plano nacional, el país torció ese destino porque dio
en suerte con el gobernante adecuado. Pero en el plano local, particularmente
en la Ciudad de Buenos Aires, ese acecho siempre está a la vuelta de la
esquina. No parece que son tantos los matices los que el jefe de gobierno
electo tiene por delante, y lo que se le presenta es derivar hacia dos
posiciones probables. Porque la Ciudad de Buenos Aires puede convertirse de un
momento para otro en su tumba política o en el pedestal que le permita subir un
nivel y encabezar la alternativa por derecha en la próxima disputa electoral, algo
que hoy parece un futuro más que lejano. En ese transcurso intentará no
diluirse en las páginas intrascendentes de la historia municipal como
“meramente” un intendente más.
Los servicios públicos en la ciudad constituyen uno de los principales
riesgos para un jefe de gobierno con aspiraciones de ir por más. Por ellos,
Macri se enfrenta al desafío de una regulación eficiente de los mercados, particularmente
por provenir del campo de la Empresa.
Y hablamos de mercados en la ciudad más importante del país y la más
desigual. Donde es fundamental la incidencia de una regulación eficiente de los
servicios públicos en la calidad de vida de la población.
Sin olvidar que se trata de una ciudad eternamente descontenta,
siempre dispuesta a la disconformidad. Y que una regulación eficiente dista
mucho de cualquier actitud condescendiente con las empresas prestadoras y está
siempre sujeta a evaluación de un tejido social de satisfacción siempre
inestable.
El futuro llegó
Tras la legitimación del proyecto nacional propuesto a la sociedad
durante la gestión presidencial de Néstor Kirchner, se inicia una nueva etapa
en la recuperación del país. Tras la definición del electorado, siempre
múltiple y compleja, se abre una nueva instancia de responsabilidad.
Una responsabilidad colectiva en la construcción de esta democracia
siempre imperfecta, pero cada vez más conciente de que como en la canción de
Zitarrosa, “crece desde el pié” y donde la ciudadanía aún tiene mucho que
aportar. Donde, frente a los resultados de la acción de un Estado con clara
vocación nacional y popular, queda claro el sentido de la contribución y la
cooperación que hacen falta. Una democracia donde confluyen responsabilidades
sociales y políticas, responsabilidades individuales y sectoriales.
Donde ya es hora que las partes dejen de conspirar contra el todo.
Donde el conjunto de la sociedad comprenda, de una vez por todas, que no se
trata meramente de distribuir responsabilidades sino de asumirlas, cada
individuo y cada sector en la medida que le corresponde, en el sentido concreto
del bien común.
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