Piensa en esto:
cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena
de rosas, un calabozo de aire. (…) Te regalan el miedo de perderlo, de que te
lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la
seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a
comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el
regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.
(Julio Cortázar. Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj.
Historias
de cronopios y de famas. 1962).
1. Hacia la complejidad.
En el
principio fueron las preguntas. ¿Cómo se relaciona el consumo con la
ciudadanía? ¿Qué relación se establece entre la ciudadanía y la noción de
responsabilidad social? ¿Hasta qué punto es posible demandar responsabilidad
social al consumidor? En la búsqueda, las interrogaciones no cesan de
multiplicarse, lo que a su vez puede considerarse como marca epocal, propia de
una etapa histórica signada por la incertidubre.
La
pregunta por la ciudadanía, a su vez, implica en alguna medida el
reconocimiento de su ausencia parcial o de la necesidad de un replanteo. Preguntarse
por la responsabilidad social del consumidor implica a su vez la doble
interrogación, al estilo de Raymond Carver: ¿De qué hablamos cuando hablamos de
“responsabilidad social”? Y: ¿de qué hablamos cuando hablamos de “consumidor”?
Expresiones
cuyo sentido inmanente es consecuencia de condiciones específicas de emergencia
y evolución histórica, presentan campos de análisis posibles donde la
complejidad aparece como la primera característica. De allí que se trate de nociones
relativamente difusas a simple vista, de un complexus
de discursos y aún disciplinas que se entrecruzan, se contradicen , se
complementan, o simplemente se ignoran entre sí.
No
existen en torno de estos conceptos campos teóricos integrados, a la vez
suficientemente abarcativos y específicos. Su abordaje desde el paradigma
emergente de la complejidad se presenta como una alternativa posible para
establecer algunas hipótesis a partir de repasar puntos significativos de su
derrotero hasta el presente. Edgar Morin ha escrito que si hay una ciencia de
la complejidad, esa ciencia es la historia, porque a través de ella puede
comprenderse mejor la configuración del entramado que la va constituyendo, que
va cambiando el mapa de la situación en el transcurso del tiempo.
2. Una historia
(norte)americana, o casi.
Si la
primera revolución industrial fue centralmente europea, a partir de fines del
s.xix la segunda revolución industrial llevó la impronta cultural de los
Estados Unidos, en cuyo contexto se fue configurando paulatinamente el perfil
del consumidor contemporáneo desde donde se proyectó a la etapa más reciente de
la llamada globalización.
Fue
justamente en los Estados Unidos donde se formó en la
última década del s.xix
la primera asociación de consumidores, llamada Liga de
Consumidores de Nueva York cuyos
objetivos fueron llamativamente congruentes con la perspectiva de lo que tiempo
después se daría en llamar responsabilidad
social empresaria.
Su acción consistía en la confección de “listas blancas” donde se recomendaba el
consumo de productos que se hubieran fabricado en condiciones de respeto de los
derechos de los trabajadores y prescindiendo del trabajo infantil. En los
hechos, nace como un complemento de la tarea sindical, donde los trabajadores
iban tomando conciencia que en su carácter de consumidores podían incidir
progresivamente en el mercado, en un contexto donde predominaba la explotación
y, para decirlo en términos de responsabilidad social, se ejercía
frecuentemente el abuso de posición dominante por parte de los empresarios en
perjuicio de los trabajadores, entendidos como stakeholders directos, como grupo social vinculado con la actividad
de la empresa. Al tiempo que plantea una alternativa de expresión solidaria de
responsabilidad social por parte de los consumidores, la impronta sindical en
los inicios de la defensa del consumidor encontrarían su correlación en la
huelga de consumidores o boicot como
práctica de presión en defensa de sus intereses, como fue el caso de las
huelgas de consumo de 1890 en Ferrol, al noroeste de España y de 1900 en
Barcelona, ambas por aumentos en el precio del gas.
Pero cabe destacar esta relación en los
inicios: trabajadores asumiendo su condición de consumidores para reclamar una
mayor responsabilidad social a la empresa, específicamente en el respeto de sus
derechos laborales. Y el derecho a tener derechos es la base de la ciudadanía. Lo
que implica un reconocimiento como sujeto de derecho por parte del Estado y el
respeto efectivo de esos derechos en el ámbito de los mercados.
Promediando la década de 1930, se
constituyó la Consumers Union,
que ya desde su nombre denotaba un aire
de familia con la actividad sindical y que en la actualidad cuenta con
millones de asociados. En 1967 se integraría a la Junta Directiva de Consumers
Union (donde participaría a lo largo de ocho años) un joven abogado llamado
Ralph Nader que había hecho estremecer a la industria automotriz con la
publicación de un libro titulado Unsafe
at any speed, cuya traducción más frecuente es “Peligroso a cualquier
velocidad”, para luego protagonizar una etapa que reinventaría la defensa de
los consumidores.
Se trataba, en rigor, de la etapa abierta
por John Fitzgerald Kennedy, siendo presidente, con su famoso discurso del 15
de Marzo de 1962 –que luego quedaría establecido como el Día mundial del
consumidor- al congreso de los Estados Unidos. El “Mensaje Especial al congreso
en protección del interés de los Consumidores”
comenzaba afirmando que decir “consumidores, por definición, nos incluye a
todos. Los consumidores integran el mayor sector de la economía, afectando y
siendo afectados por casi todas las decisiones económicas públicas y privadas.
Las dos terceras partes de los gastos en la economía corresponden a los
consumidores. Pero se trata del único grupo importante de la economía que no se
encuentra efectivamente organizado, y cuyas opiniones a menudo no son
escuchadas”. También hacía un llamamiento a evitar el derroche en el consumo,
“así como no aceptamos la ineficiencia en las cuestiones de gobierno”. Pero más
allá de las perspectivas optimistas que esbozaba, también resaltaba algunos de
los riesgos más frecuentes en las relaciones de consumo: “Si a los consumidores
se les ofrecen productos inferiores, si los precios son exorbitantes, si los
medicamentos no son seguras ni efectivas, si el consumidor no está en
condiciones de elegir con una base de conocimiento, entonces pierde su dólar,
su seguridad y su salud se ven amenazadas y el interés nacional se ve
perjudicado” Asimismo planteaba que “incrementar los esfuerzos para hacer el
mejor uso de los ingresos, puede ser más útil para mejorar el bienestar de la
mayoría que los mismos esfuerzos puestos en el sentido de aumentar sus
ingresos.”
Haciendo referencia a la incidencia de la
tecnología en “la comida que consumimos, las medicinas que tomamos y muchos de
los electrodomésticos que usamos en nuestros hogares” que “ha incrementado las
dificultades del consumidor en contraposición con sus oportunidades; y ha
tornado obsoletas muchas de las viejas leyes y regulaciones haciendo necesaria
una nueva legislación”.
Este incremento en las dificultades puede
vincularse tanto con el crecimiento exponencial de la cantidad de productos con
las diversas competencias necesarias que esto trae aparejado, tanto como de la
información necesaria para la defensa de sus intereses, en un proceso coadyuvante
a la acentuación de la asimetría informativa que junto a la asimetría
organizacional caracteriza a los mercados de consumo, en perjuicio del
consumidor individual.
Seguidamente hacía referencia a la creciente
influencia del marketing que se había configurado como disciplina integrada a
lo largo de la década anterior, con claras influencias de la escuela
psicológica conocida con el nombre de “conductismo” -en la línea de los
“reflejos condicionados” de Pavlov. Uno de cuyos exponentes más relevantes y
controversiales fue B. F. Skinner quien hacia el final de su vida no dudó en
caracterizar crudamente su disciplina en su libro que lleva el nombre de “Más
allá de la libertad y la dignidad”
donde planteaba como única alternativa el formateo sistemático de los
individuos en los términos expresados en el título como única forma de terminar
con los problemas sociales, atacando y corrigiendo toda inadaptación,
condicionando las conductas a través de la manipulación de las condiciones
objetivas de su situación, su entorno, su ambiente circundante. Criterios que
mostraban una clara funcionalidad en mercados ávidos de consumidores,
necesitados de generar espacios, atmósferas controladas, acondicionadas para un
consumo incesante. Esto brindaría un lugar relevante al conductismo entre lo
que se podría llamar, partiendo y adecuando de la expresión de Althusser, como
“aparatos ideológicos del mercado” orientados a influir sobre la conducta de los
consumidores en el sentido deseado.
En palabras de Kennedy: “La elección del
consumidor está influenciada por la publicidad masiva, que utiliza medios de
persuasión altamente desarrollados. El consumidor típico no puede saber si los
preparados de drogas cumplen con los standares
mínimos de seguridad, calidad y eficacia. Por lo general no se sabe cuánto paga
por el crédito al consumo; si el preparado de un alimento tiene mayor valor
nutricional que otro, si el rendimiento de un producto, en los hechos,
satisface sus necesidades, o si la gran economía es en realidad un artículo de
saldo (“a bargain”).
A continuación detallaría lo que
consideraba como los derechos básicos de los consumidores:
“1.- Derecho de seguridad: para estar protegidos cuando
la comercialización de bienes atenta contra la salud o contra la vida.
“2.- Derecho a estar informado: para estar protegido
contra la información engañosa o fraudulenta en la publicidad, en el
etiquetado, u otras prácticas, y de ser provisto de los factores necesarios
para realizar una elección informada.
“3.- Derecho a elegir: para que se le asegure, en la
medida de lo posible, el acceso a una
variedad de productos y servicios a precios competitivos; y en aquellas
industrias en que esto no es posible y se sustituye por una regulación estatal,
asegurar una calidad y servicio satisfactorios a precios justos.
“4.- Derecho a ser oído: para asegurar que el interés
de los consumidores sea tenido en consideración de manera total y con especial
consideración en la formulación de las políticas gubernamentales, y debe
recibir especial tratamiento en los tribunales administrativos. También deben
tenerse en cuenta para futuras acciones el interés de los consumidores y los
programas existentes deben ser fortalecidos”.
Luego se adentraría en el detalles de las
acciones a implementar para finalizar diciendo: “Como todos somos consumidores,
estas acciones y propuestas a favor de los consumidores, son a favor de todos.”
En la brecha que abrió ese discurso y el
reconocimiento de los perjuicios a los consumidores vendría a desarrollarse la
actividad de ese funcionario menor de la administración pública que fue Ralph
Nader (abogado asesor del subcomité del senado de los Estados Unidos que
investigaba los accidentes automovilísticos en alza) y cuya obsesión inicial
por la seguridad en las rutas lo llevaría a poner en entredicho a uno de los
íconos fundamentales de la sociedad de consumo como es el automóvil, poniendo
la lupa sobre el caso del Chevrolet Corvair, producido por la General Motors, en un proceso de
difusión en la opinión pública tras el cual finalmente fue retirado del
mercado. A partir de esto su actividad se diversificó y puso atención en otras
cuestiones que hacen al interés de los consumidores. En 1968 dirigió un Grupo
de Estudios con el objeto de realizar un análisis preliminar sobre la política
de protección alimentaria desarrollada por el organismo federal a cargo. Lo
titularon “The Chemical Feast”
y el contenido del informe daba cuenta de ello. Pero lo curioso de leerlo hoy
es encontrar después del prólogo realizado por Nader, la siguiente cita:
“El consumo es el único fin y
propósito de toda la producción; y el interés del productor debe tenerse en
cuenta sólo en la medida en que sea necesario para favorecer el del consumidor.
El principio es tan evidente, que sería absurdo intentar demostrarlo. Pero en
el sistema mercantil, el interés del consumidor se sacrifica de forma casi
constante al interés del productor: y parece considerarse la producción y no el
consumo el fin último y el objeto de toda la industria y el comercio…
“No resulta difícil
determinar quiénes han sido los deformadores del sistema mercantil; es evidente
que no han sido los consumidores, cuyo intereses se han visto totalmente
menospreciados: han sido los productores, cuyos intereses se han respetado
escrupulosamente; y entre esta última clase, nuestros mercaderes y
manufactureros han sido en gran medida los principales arquitectos de todo
ello.”
La cita
pertenece al Libro IV, Capítulo VII del
libro canónico de la economía política, el Ensayo sobre la naturaleza y las
causas de la riqueza de las naciones, de Adam Smith. Un texto publicado en 1784. Yendo al libro, nos encontramos
con que fue sacado de un contexto donde la evaluación crítica estaba orientada
a un mercado en particular, en un momento particular y como parte de una
argumentación a favor de una mayor libertad en el comercio internacional. Un
mercado que, particularmente, había convertido a los ciudadanos en “compradores
forzosos” según la expresión del autor. Una definición que ilumina algunas
características de la denominación de “consumidor” y delimita brutalmente su
siempre declamada soberanía. Con todo, estas palabras de Smith parecen no haber
perdido su cuota de actualidad, desvaneciendo en el camino las buenas
intenciones manifestadas por Kennedy.
3. Vuelta a la complejidad.
La
complejidad del proceso de globalización pone en entredicho numerosas
categorías utilizadas para describir una realidad en transformación continua.
El pensamiento de la complejidad que fue tomando forma a partir de contribuciones
diversas a lo largo del siglo veinte, sobre la base de avances en los campos de
la biología y la física, se presenta como una alternativa para afrontar los
problemas y construir sentido en un presente signado por la multiplicidad de
factores que interactúan.
En su
libro "Marco histórico constructivo para estilos sociales, proyectos
nacionales y sus estrategias", el científico argentino Oscar Varsavsky
propone un abordaje a la realidad para transformarla que puede resultar
convergente con el pensamiento complejo a cuya configuración a lo largo del
siglo XX han contribuido los aportes de gente como Edgar Morin, Kevin Kelly o
Joël de Rosnay entre otros. Varsavsky plantea un método que define como
"de aproximaciones sucesivas de escala" que vayan de la visión del
astronauta -que ve lo general del conjunto- a la visión del bombero -fijado en
la particularidad de lo emergente. Estas sucesivas aproximaciones y
alejamientos pueden servir como medio para aprehender la realidad a partir de
lo empíricamente comprobable, en un recorrido propio que siga esta pauta
planteada por Varsavsky.
Así, en
el espacio del universo físico -la primera dimensión de la realidad
reconocible-, nos encontramos con el tercer planeta del sistema solar, que se
caracteriza por tener agua y a partir de ella se desarrolla lo que se conoce
como biósfera, un megasistema complejo que recubre la superficie de la Tierra y en donde se
manifiesta la vida. Esa dimensión de lo viviente se organiza en especies,
constituidas por individuos, que son a la vez portadores de vida y de las
necesidades que su continuidad implica atender. Necesidades que son a la vez
individuales y comunes entre los individuos de cada especie.
Estas
necesidades propias de todo individuo viviente abarcan tres dimensiones. La primera
refiere a las necesidades físicas, que hacen al hábitat adecuado para la
continuidad de la vida. La segunda abarca las necesidades biológicas y
finalmente las necesidades de información. Información funcional a la atención
de las necesidades precedentes, a través de su comunicación con el entorno
físico y viviente.
Entre
esas especies, se encuentra la especie humana, que se diferencia del resto por
el hecho de codificar la información con símbolos, en representaciones. Usando
palabras de Cassirer, esto convierte al humano en el único animal simbólico, lo
que incorpora una nueva dimensión que organiza a las anteriores, así como a la
dimensión social que incorpora la presencia misma de la especie humana, su
carácter gregario, que hoy se concentra en un 80% en formaciones urbanas donde
constituyen su comunidad, que se inscribe en una escala de integraciones que
comienza en lo individual un camino de incorporación al mundo.
4. Comunidades en un mercado
global.
El
individuo tiende a integrarse en unidades mayores para atender de manera más
eficiente sus necesidades. En la vida cotidiana, el individuo humano forma
parte inicialmente de una familia, que se integra en un colectivo social de
referencia inmediata, a través del cual se incorpora a la comunidad que surge
de habitar y compartir el mismo territorio más o menos delimitado. Esa
comunidad se organiza para su continuidad a través de la política, lo que
constituye al ámbito local en célula de la organización estatal. En el ámbito
local es donde se ejerce la ciudadanía y se padecen sus limitaciones en forma
cotidiana, en el lugar donde transcurre la vida de esos ciudadanos. Pero esos
ciudadanos sólo son tales en la medida que lo legitima un Estado nacional, esa
forma organizativa que se difundió hasta cubrir cuatro de los cinco continentes
en la segunda mitad del siglo pasado. Estos Estados representando naciones
tienen generalmente mayores oportunidades de insertarse en el orden planetario
en la medida que se integran previamente a bloques continentales. Por caso, la Unión Europea o el
proyecto siempre postergado de unidad sudamericana.
El
orden global de la actualidad es a la vez producto y reproductor de la
creciente primacía del poder económico de alcance mundial sobre el poder
político de los Estados nacionales, en un proceso de siglos que se precipitó en
algunas pocas décadas. Ese poder económico suele expresarse a través de las
corporaciones empresarias que protagonizan el comercio internacional,
impulsando la conformación del Mercado-mundo que caracteriza al proceso llamado
globalización. Generando un contexto donde el mercado en red trasciende las
barreras continentales, nacionales y locales para conectar al individuo a un
sistema que lo sitúa en un primer peldaño de consumidor. Un peldaño del que no
se puede bajar sino hacia la exclusión social, ya que constituye el
procedimiento establecido –prácticamente excluyente- para la atención de las
necesidades humanas.
Una de
las características salientes de la globalización es su carácter compulsivo,
que estableció progresivamente un nuevo orden basado en la mercantilización del
mundo, cuyo sistema nervioso está animado por el comercio. El individuo común
se vincula al mercado-mundo de la globalización a través de la atención de sus
necesidades cotidianas. Al hacerlo, se convierte efectivamente en lo que el
mercado designa con el nombre de consumidor.
Definida
inicialmente por su matriz industrial, la figura del consumidor individual se
configura en el pasaje del orden industrial –donde la inserción social se
realizaba a través del trabajo- al orden tecnológico, donde la inserción social
pasa a realizarse a través del consumo. Una etapa en cuyo transcurso la máquina
mecánica va cediendo paulatinamente protagonismo a la máquina electrónica. El
consumidor individual se va constituyendo en el relevo del trabajador
organizado en cuanto canal de participación establecido para el ciudadano común
en la economía.
La
globalización se constituye en una atmósfera envolvente a través de los
mercados de consumo y de servicios. Para cotejar en qué medida un individuo se
encuentra globalizado basta con observar el origen de la ropa que lleva puesta,
del teléfono celular que usa, de los electrodomésticos que tiene en la casa, de
los alimentos que ingiere, de las computadoras de las que dispone, de las
distintas cosas que usa o tiene porque fueron adquiridas a través de la
transacción comercial en cuanto procedimiento establecido para la atención de
sus necesidades.
5. Neos
Nuevas
categorías complejas fueron cobrando centralidad en la etapa más reciente de la
globalización, que se desplegó en el transcurso de las dos últimas décadas del
siglo veinte en correlación con la efímera hegemonía del neoliberalismo como
estrella mediática de la opinión pública.
Animado
por un individualismo feroz, que en ultima ratio implicaría la ruptura de todo
vínculo comunitario basado en la solidaridad, postulaba la virtud del egoísmo
de la que fue abanderada la guionista cinematográfica Ayn Rand, devenida
filósofa “objetivista” de manera funcional a quienes llevan las de ganar en
este esquema. Verdadera religión de mercado, demonizó al Estado como enemigo de
una libertad individual que sólo hallaría su plenitud en transacciones
comerciales entre particulares sin otra restricción que la de la ley de la
oferta y la demanda.
Los
efectos catastróficos de su aplicación sobre las sociedades que ejerció su
dominio, fueron poniendo de relieve los costos sociales que, en la medida que
se incrementaban, no hacían sino desmentir las siempre incumplidas promesas de
bienestar generalizado que pregonaban los defensores del absolutismo de
mercado, donde las libertades individuales quedaban subsumidas en la libertad
del mercado, en las transacciones comerciales que lo animan. La dinámica de
concentración de los beneficios y socialización de los costos a escala global
demostró una indudable eficacia en cuanto a incrementar la pobreza y generar
sociedades crecientemente desiguales, libradas a la voracidad de un criterio
que tiende a sustituir todo valor por un precio.
Así, el
Mercado, imponiéndose como el "único asignador eficiente de los recursos
disponibles", pasa no sólo a asignar los recursos y los precios, sino que
además instala su propia lógica de cuantificación y su propia dinámica como
ejes de la vida de las poblaciones, al tiempo que también asigna roles e
incluso identidades a quienes se encuentran en su órbita de influencia. De esta
manera, los ciudadanos pasan a ser consumidores y el Estado ve reducida
paulatinamente su función de regulador de la vida social.
En este
contexto, la figura del consumidor tiende a ser paulatinamente la vía de acceso
excluyente para la participación del hombre común en la economía, que lo
cuantifica proporcionalmente a su concurrencia en el Mercado. Donde, como lo
expresó entusiasta el economista Schumpeter en su Teoría del desenvolvimiento
económico: "Los individuos tienen solamente influencia en tanto que son
consumidores, en tanto que expresan una demanda". O, en pocas palabras,
donde se lo tiene en cuenta en la medida de lo que paga para consumir, de los
precios que paga o se compromete a pagar, en definitiva donde su existencia
depende de lo que gasta.
6. Responsabilidad social.
La
responsabilidad social es uno de los paradigmas emergentes de esta etapa
histórica signada por la globalización mercantil. La noción de responsabilidad
social se instala a partir de la demanda de diferentes grupos sociales frente
al abuso de posición dominante ejercido por empresas y las consecuencias
negativas derivadas de esas prácticas. De esta manera se fue difundiendo la
idea de responsabilidad social empresaria, vinculada a la gestión de los
impactos que la actividad de la empresa genera en la sociedad en general tanto
como en la calidad de vida de los diversos grupos relacionados directamente.
Con
todo, la noción de responsabilidad social puede hacerse extensiva a otros tipos
de organización, desde el momento que excede los límites de la actividad
específica de las empresas y puede asimilarse a la relación de cualquier tipo
de organización y su entorno social. Es decir, a las externalidades que cada
organización genera con su actividad, respecto de los distintos stakeholders
vinculados con ella, dentro y fuera de la organización. Es más, la noción de
responsabilidad social es aplicable a cada individuo que se integra a la
comunidad generalmente a través de una organización.
La
responsabilidad social emerge de la participación en el mercado y de sus
efectos en la calidad de vida de las poblaciones vinculadas con su actividad.
La responsabilidad social –individual, organizacional, sectorial- es
proporcional a la participación efectiva en las decisiones que la actividad del
mercado presupone. Esto es, a la posición que ocupa cada uno en el mercado.
Cuando esa posición es dominante en un mercado, la responsabilidad social que
le corresponde es mayor, pero el hecho de no ocupar la posición dominante en un
mercado no exime de responsabilidad social a la parte en cuestión, como es el
caso de los consumidores, ya que constituyen partícipes necesarios para el
funcionamiento efectivo del mercado, a su existencia misma.
Así
como el abuso de la posición dominante de las empresas fabriles en el mercado
laboral generó la necesidad organizacional del sindicalismo moderno ya en el
siglo diecinueve, y el abuso de la posición dominante de las empresas en los
mercados de consumo provocó la aparición de asociaciones para la defensa de los
consumidores, ya desde comienzos del siglo veinte en los países centrales del
orden industrial, los perjuicios ambientales causados principalmente por la
actividad de las empresas, tanto directamente en lo que hace a los recursos
insumidos, al proceso de producción y a la disposición de los residuos
industriales, cuanto indirectamente en lo que refiere a los residuos derivados
del consumo, dieron lugar a la aparición de la inquietud ecologista que
encontraría un espacio fundacional en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio
Ambiente Humano, reunida en Estocolmo del 5 al 16 de junio de 1972 , al
establecer la noción de sustentabilidad respecto de la comunidad humana en el
espacio y el tiempo. Posiblemente sea la de comunidad,
una de las nociones clave para establecer las respectivas responsabilidades de
los actores económicos, ya que responsabilidad social y comunidad guardan una
estrecha relación que trasciende los límites meramente económicos para
encuadrarlo en la realidad de los seres humanos y su vida en común. El paradigma
emergente de la responsabilidad social puede aportar una perspectiva para
afrontar el principal desafío que presenta el actual proceso de globalización,
que es el conflicto muchas veces manifiesto entre capitalismo y democracia, a
partir del ejercicio de una ciudadanía más plena.
7. Regulación defensiva.
El
mercado-mundo que aparece configurado en los inicios del siglo xxi cuando la
más reciente etapa de la globalización que abarcó el último cuarto del siglo
pasado. La figura del consumidor, justamente, ha ganado una mayor centralidad
en el transcurso de esta etapa. Un desplazamiento sutil que ha llevado a
asumirlo en muchos casos acríticamente, con la coartada perfecta de la
inevitabilidad. En más de un sentido, podría afirmarse que cuando hablamos del
consumidor nos estamos refiriendo a un individuo globalizado. Y el participio
pasivo no es casual, porque la figura del consumidor parece estar signada por
la marca de la heteronomía y de cierto sometimiento que conlleva ser funcional
a los intereses de otros, muchas veces en perjuicio de los propios.
Esta
heteronomía propia del consumidor se deriva de las condiciones de acceso al
mercado y de la naturaleza misma de los mercados de consumo, de la marcada
imperfección que los define, así como de las asimetrías en su desmedro, tanto
en lo que se refiere al nivel de organización como lo que respecta a la
cantidad y calidad de información de la que dispone. Esa heteronomía inherente
al consumidor individual en el mercado se fue poniendo en evidencia en la
medida que se iba descascarando la fachada monumental del mito de la soberanía
del consumidor, en un proceso que encontraba sus raíces a comienzos del siglo
veinte.
El
mercado-mundo constituye un entorno artificial para promover el consumo, una
atmósfera envolvente que durante el orden industrial fue centralmente de cosas
y en el orden tecnológico es centralmente de representaciones. Un mercado-mundo
en el que los economistas neoliberales aún dicen que el consumidor es soberano,
que reina en el mercado, pero es un mero eco extemporáneo de las admoniciones
de hombres como Von Mises, apóstol del neoliberalismo extremo:
“La economía basada en el
lucro hace prosperar a quienes supieron satisfacer las necesidades de las
gentes de la manera mejor y más barata. Sólo complaciendo a los consumidores es
posible enriquecerse. Los capitalistas pierden su dinero en cuanto dejan de
invertirlo en aquellas empresas que mejor atienden la demanda del público. En
un plebiscito donde cada céntimo confiere derecho a votar, los consumidores a
diario deciden quiénes deben poseer y dirigir las factorías, los comercios y
las explotaciones agrícolas. El control de los factores de producción
constituye una función social sujeta a confirmación o revocación de los
consumidores soberanos”.
Lo que
nos recuerda la perspectiva democrática es, por el contrario que el consumidor
es ciudadano, que su lugar en el mundo es su ciudadanía. La ciudadanía como
lugar, como espacio de acción. Viene a recordarnos que el consumidor no es otra
cosa que el ciudadano mismo en situación de mercado.
En
situación de mercado, el consumidor legitima con su dinero la distribución de
costos y beneficios que conllevó la producción de lo que compra. Legitima los
costos sociales que pudiera haber implicado la realización de los derechos que
adquiere. Cuando esos derechos se desmaterializan, se desvanecen, muestran el
costado indeseable de la intangibilidad: se revelan como una mera ilusión.
Entonces, cuando el consumidor se siente en alguna medida estafado y le asiste
la razón, con todo, se encuentra solo. Salvo que se encuentre en situación de
queja con otro consumidor en idéntica situación, generalmente sin otro efecto
que aumentar la frustración ante la falta de respuestas satisfactorias. El
consumidor se encuentra solo. Con sus problemas. Recibiendo un perjuicio por el
que pagó. Un perjuicio que viene a sumarse a todos aquellos producidos
previamente a la transacción que los legitimara. El consumidor se encuentra
solo en un mundo que en ese momento se le antoja dividido por un mostrador.
Todo lo que haga en adelante para que le sea resarcido aquello por lo que pagó,
será más que una pérdida de tiempo, una pérdida de dinero: un lucro cesante.
Trámites, desplazamientos, llamadas telefónicas, todos costos que se van
sumando graciosamente al precio. No tener en cuenta los perjuicios sociales
generados en la realización de un producto, puede derivar en la trampa de
sufrir los efectos de esa misma lógica.
Porque
donde tienen lugar relaciones de mercado al margen de una regulación del Estado
democrático, lo que rige efectivamente es la falta de garantías que surge de la
aplicación de la ley del más fuerte. El contrato entre las partes puede
convertirse con mayor facilidad en un fraude, en desmedro de la parte más débil
de la relación. Promesas que no se cumplen, supuestos básicos de buena fe que
hacen a la confianza necesaria para concretar las transacciones, que se ven
defraudados en la medida de la ausencia de un Estado que provea de justicia.
Pero
tanto la destrucción de las capacidades estatales de regulación que le dieron
vía libre, como toda la historia de abusos de la posición dominante que
caracterizó brutalmente al orden industrial y se incrementó con la transición
al actual orden tecnológico de la globalización, hicieron que la opinión
pública incrementara sus demandas de una mayor responsabilidad social por parte
de las corporaciones que inciden muchas veces en forma determinante en la vida
cotidiana de las poblaciones.
La
regulación de los mercados debe responder a principios de equidad que no se
desprenden de la maximización desconsiderada de los intereses particulares. Es
necesaria una regulación defensiva y por lo tanto preventiva de los posibles
daños a los que se expone a los ciudadanos, como consecuencia de la primacía
del interés particular y la arbitrariedad que encuentran impunidad en relaciones
marcadamente asimétricas como las que se dan en el mercado.
Las
consecuencias de la aplicación del neoliberalismo en América Latina demostraron
la necesidad de un Estado regulador que sepa expresar el bien común frente a
los intereses particulares. La experiencia latinoamericana con las dictaduras
que fueron funcionales a una globalización compulsiva, puede aportar argumentos
suficientes confirmando que ese Estado no puede ser otro que el Estado
democrático. Es decir un Estado con legitimidad suficiente para recuperar de
manera satisfactoria la regulación de las relaciones sociales y, entre ellas,
especialmente las relaciones económicas. La participación del Estado en la
etapa de euforia neoliberal desmontando las barreras que obstruían el avance de
un capitalismo salvaje frente al que ofició de facilitador en contra de los
intereses mayoritarios de sus ciudadanos, hizo que se instalara una demanda
creciente de que la participación del Estado democrático en la economía se
orientara en el sentido de una creciente equidad, expresada en una distribución
del ingreso que evolucione de manera congruente.
8. El Mercado, sus residuos y
las acciones de la Sociedad
El
consumo, entonces, opera como un procedimiento que legitima prima facie el
proceso de producción de la mercancía adquirida o las condiciones de prestación
de los servicios contratados, de manera
que las decisiones tomadas por los consumidores, a través de la formalización
de la transacción se convierte solidariamente responsable de las decisiones del
resto de los actores económicos que intervienen en la relación, ya que de hecho
se constituye en el eslabón que da sentido al conjunto de la cadena de valor,
ya que legitima asimismo la distribución de costos y beneficios que se
materializan en el producto adquirido.
El
hecho de encontrarse generalmente en el extremo opuesto de la posición
dominante no releva al consumidor de su correspondiente responsabilidad social.
Particularmente cuando la función de consumo que le da un lugar en el mercado,
constituye la condición de posibilidad misma de la existencia del mercado. De
esta manera se articulan las responsabilidades de los consumidores en lo
individual con las responsabilidades colectivas de los consumidores en
conjunto, en el marco de las comunidades que integran, en cuanto
co-responsables de las externalidades negativas que esos mercados generan.
Entre las cuales la sistemática producción de residuos no es menor, atendiendo
el pasivo ambiental que contribuyen de continuo a incrementar.
La
contaminación ambiental se fue consolidando como problema en el transcurso del
proceso que se inició con lo que se conoce como primera Revolución Industrial,
particularmente a partir de la disposición continuada de los residuos
industriales en el medio ambiental. Esa Revolución Industrial marcó el comienzo
de una nueva etapa, signada por una creciente brecha entre la producción y el
consumo, que estableció una división de aguas entre los actores económicos,
separándolos en productores y consumidores.
Al
ingresar en la etapa de la producción masiva, desde mediados del siglo XX en
los países más desarrollados, fue creciendo la incidencia de los residuos
resultantes de un consumo (por reflejo) también masivo, hasta cobrar entidad
propia en cuanto problema.
Ese
consumo, con sus variaciones, determinará una consiguiente generación de
desperdicios; porque la basura que generamos es un reflejo de nuestra
participación (lo que la doctrina económica denomina concurrencia) en el
mercado, tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo en su diversidad y
otras características de target,
hecho que lo convierte en un indicador de nuestro status social en el orden
establecido por el mercado.
Una
mirada global de esta situación, pone en evidencia que el expansionismo del
Mercado sobre las poblaciones humanas tuvo su reflejo en una acumulación
exponencial de los residuos provenientes del consumo. Hoy, el problema de la
basura, se eleva -literalmente- en las afueras de los centros urbanos, ocupando
territorio y amenazando con cambiar el paisaje, conformando verdaderas
cordilleras de desperdicios en escala.
Hay una
particularidad de esos residuos, mayoritariamente domiciliarios, que por obvia
y cotidiana, pasa generalmente inadvertida. Esos residuos, en una gran
proporción, fueron parte de productos que fueron comercializados, es decir que
alguien compró (pagando un precio) para satisfacer alguna necesidad. Esa
satisfacción de las necesidades a través de transacciones comerciales, es lo
que la economía define con el nombre de consumo.
De esta
manera, esos residuos –sólo relevantes en cuanto los perjuicios que causan–
aparecen como un derivado inherente al funcionamiento de una clase específica
de mercado, el que agrupa los llamados mercados de consumo, que constituyen la
base de la estructura económica, por tratarse del canal a través del cual
fluyen los recursos de los individuos hacia las empresas, que son a su vez
quienes impulsan y direccionan la dinámica de estos mercados.
Podríamos
decir entonces que esa basura que desechamos diariamente, se trata, en realidad
de desperdicios del mercado, ya que han sido en algún momento parte de un
intercambio comercial, han recorrido el aparato circulatorio de la economía
integrados en productos hasta que alguno de nosotros pagó un precio para adquirirlo,
para sacarlo del mercado. Pero, si hay que darle al César lo que es del César,
¿por qué no le devolver estos desperdicios al Mercado? ¿Por qué no vemos en
ellos valor alguno? Posiblemente una respuesta sea que los vemos desde el lugar
que el Mercado nos asignó. Los vemos en nuestro carácter de consumidores. Lo
vemos como un efecto del gasto –como una pérdida aceptada desde el comienzo–,
de un consumo del que formaron parte.
Mientras
está en el aparato circulatorio del mercado (fabricación, distribución y
comercialización) el producto conserva un valor simbólico (que lo hace
deseable) un valor de cambio (que lo hace pasible de intercambio) y un valor de
uso (que lo hace satisfactor temporario de una necesidad). A partir de que un
individuo lo adquiere para atender una necesidad, el producto pierde
(totalmente si es consumible o parcialmente si es utilizable) su valor de
cambio expresado en el precio, desde el momento que es retirado de la
circulación comercial, es decir desde que se lo compra sin la intención
manifiesta de volver a venderlo.
En el
ámbito social de la economía doméstica a la que pertenece el consumidor cobra
relevancia el valor de uso del producto. Un valor de uso que, por su parte, se
agotará en la medida que sea consumible, o decrecerá si es utilizable por
efecto de lo que se conoce como obsolescencia planificada. De una manera o de
otra, la tendencia natural del producto en estas aguas cuyas mareas son
movilizadas por el mercado, –en un trayecto que va del instante al mediano plazo–,
es a convertirse (parcial o totalmente) en residuo, o al menos generarlos en
alguna medida apreciable. En el ámbito de la economía doméstica, estos residuos
pueden dividirse básicamente en materia orgánica e inorgánica. En términos
generales ambos tipos de residuo sólido, pueden responder a una clasificación
básica que los divide en residuos de consumo (orgánicos) y residuos de
presentación o uso (inorgánicos).
Pero lo
que caracteriza a ambos en el contexto de la economía doméstica –actuando
integrada y complementariamente a la dinámica del mercado– es esa pérdida tanto
del valor de uso como del valor de cambio. Por lo cual se procede a desecharlo
mediante los mecanismos habituales, lo que es decir generalmente para su
disposición en una parte determinada del medio ambiente. Se lo transfiere así
de la esfera de lo particular a la esfera de lo colectivo. La economía
doméstica se encuentra en la periferia del mercado de consumo, por lo cual
sirve de puente entre el mercado y la sociedad, adquiriendo productos del
mercado para luego incorporarlos al ámbito de la sociedad (de la que la
economía doméstica forma parte) y finalmente al medio ambiente donde se
desarrolla su vida común, en forma de desperdicios.
Puede
decirse que son considerados como desperdicios por encontrarse fuera del
mercado y no es que se los considere fuera del mercado porque sean
desperdicios: porque la pérdida del valor de cambio es la consecuencia de su
salida del mercado para ingresar a la economía doméstica de la que es parte el
consumidor.
Pero
esto es así porque vemos al residuo desde un punto de vista que, no es el punto
de vista de las fuerzas que conducen la vida del mercado, sino una perspectiva
complementaria y funcional a ellas. Y por eso no pensamos en ellos como insumos
útiles, como recursos de los que se puede sacar provecho. Si en cuanto
consumidores no adquirimos el producto con ánimo de lucro, es completamente
improbable que miremos con esa perspectiva a sus despojos. Porque el consumidor
como tal no puede ser consciente de que también produce algo como consecuencia
del hecho de consumir: es un productor de basura.
Los
desperdicios no tienen valor de cambio, ni valor de uso, ni valor simbólico,
porque el mercado no se los asigna explícitamente (en un marco donde el Mercado
tiende a hegemonizar la asignación de los valores y los precios) porque ya
cumplieron con su finalidad en ese contexto. Por esa causa el Mercado se
desentiende de ellos para externalizarlos hacia la sociedad (en cuanto a su
costo, en el precio que se pagó también por ellos) y su ambiente (en cuanto a
la disposición final).
Si
nuestra voluntad de ciudadanos, miembros de una comunidad humana que comparte
un territorio en común, antes que individuos partícipes de una mera sociedad de
mercado, se orienta a revertir estos costos sociales, el cambio cultural ha de
ser de carácter social en cuanto colectivo (y no meramente de tipo individual)
para lograr alguna eficacia.
Posiblemente
debamos volver a poner al Estado y al Mercado en el lugar de las herramientas,
definiendo socialmente los objetivos que deben cumplir y la manera de hacerlo. Sólo
las comunidades actuando de manera integrada pueden emprender las acciones necesaria
para la reincorporación de los residuos orgánicos al ciclo del ecosistema,
separándolos de aquellos que no son biodegradables y generando alternativas de
disposición racionales y productivas, especialmente para los residuos
peligrosos de todo tipo. Sólo un sujeto colectivo organizado puede conducir la
clasificación y reincorporación creativa al circuito económico del mercado.
9. Nosotros y los mercados.
Llegados
a este punto de la historia -que desde la revolución francesa fue una historia
centralmente política-, parece asaltarnos la sensación de encontrarnos en una
esquina. Un cruce de caminos donde nuestro presente aparece confuso, caótico.
Pero que cobra sentido en la linealidad que nos ofrece el otro camino
retrospectivo, al momento de preguntarnos cómo llegamos hasta aquí.
El
nuevo siglo nos sitúa en este cruce de caminos entre la historia política -con
sus conflictos, que dejan a nuestras espaldas un camino zigzaguente y en
apariencia errático- y la historia económica, esa suerte de historia
subrepticia, de intereses concretos y creciente incidencia en la vida cotidiana
de las poblaciones por parte de un poder material cuyo devenir hace más
comprensible nuestra realidad de hoy.
Un
poder económico que logró globalizar su influencia a partir de la expansión del
mercado, que impone sus reglas de juego, reduciendo las relaciones sociales a
una mera cuestión transaccional. Globalización, o mejor, globalizaciones.
Sucesivas, superpuestas, solapadas, convergentes. Globalización de las
finanzas. Globalización de las comunicaciones. Globalización, en definitiva,
del comercio. Mercados sin fronteras. El siglo XX como campo de batalla entre
el Estado y el Mercado, entre la política y la economía por la hegemonía
cultural. En su transcurso, el pasaje del orden industrial al orden
tecnológico. En la síntesis de Bauman, de una ética del trabajo a una estética
del consumo. Ciudadanos que se ven reducidos a la condición de usuarios y
consumidores. Que valen por la plata que tienen en la cartera de la dama o el
bolsillo del caballero. Hasta los niños pasan a ser vistos como mercados por el
marketing: mercados de consumo, mercados de influencia, mercados a futuro. El
hombre unidimensional de Marcuse, definido por el dinero que puede gastar.
La del
presente es la encrucijada de la globalización, donde se desdibuja ante
nosotros el camino que tenemos por delante. De lo que se trata, justamente, es
de hacer ese camino al andar. De proyectar hacia el futuro el camino que nos
lleve al lugar donde queremos llegar. Ese camino es el de la reconstrucción del
Estado democrático como estado de derecho, que promueva el ejercicio de una
ciudadanía plena, para incrementar paulatinamente la intensidad de nuestras
democracias.
Hay
algunas enseñanzas, sin embargo, que nos dejaron aquellos años oscuros. Lester
Turrow dice en su libro El futuro del capitalismo, que la diferencia básica
entre el capitalismo y la democracia, consiste en que la democracia no es
compatible con la esclavitud. Hoy sabemos por experiencia que los derechos,
tanto individuales como sociales, sólo pueden resguardarse en democracia. Que
la democracia sólo es posible sobre la base del estado de derecho y por lo
tanto de la existencia de un Estado nacional que pueda garantizarlo.
Pero la
democracia se realiza en el ámbito local, se corporiza en la vida cotidiana de
las poblaciones y se legitima por la atención de sus necesidades. Porque los
acuciantes problemas sociales sólo pueden encontrar solución efectiva a partir
del ámbito local, que es el lugar donde vive la gente, donde demandan atención
sus necesidades. Por eso es en el ámbito local donde se ejerce efectivamente la
ciudadanía, aunque se halle garantizada por la existencia y la acción de un
Estado nacional. La base de la unidad nacional es la universalización de la
ciudadanía en un modelo de inclusión universal que implica la igualdad ante la
ley como pauta de convivencia social.
La
diferencia es la pertenencia que nos ofrece la historia política desde la
perspectiva democrática, mientras que la historia económica ha sido siempre,
una historia de otros. Pero no dejarla en manos de esos otros que regulan los
mercados desde su interior, acentuando las relaciones asimétricas establecidas
a fuerza de concentrar el poder que surge de la organización y la información.
Sino asumiendo el ineludible conflicto entre la democracia y el mercado. Entre
el bien común y el interés particular. Domesticar
entonces a los mercados en los que participamos, hacerlos más amigables,
asumiendo nuestro carácter de ciudadanos, organizando y ejerciendo como
ciudadanos el poder de compra que tenemos como consumidores.
Es
fundamental avanzar en una adecuación organizacional que posibilite el
cumplimiento efectivo del contrato social para recuperar terreno a la anomia
producida por el individualismo cerrado de la atmósfera mercantil y la
inadecuación normativa a las transformaciones profundas que experimentó el
cuerpo social en el doble movimiento de avance del Mercado y retracción del
Estado. Esto implica asimismo fortalecer la estructura institucional del Estado
en el ámbito municipal para una articulación reticular efectiva de las
economías locales. La intensidad de las democracias se recupera en una doble
construcción donde el Estado nacional articula el marco adecuado para su
desarrollo y el ámbito local brinda el soporte para una interacción proactiva
con las organizaciones sociales a fin de hacer posible un desarrollo integral
de las comunidades.
El
“consumidor” está llamado a convertirse en ciudadano responsable, para
contribuir a la regulación efectiva de los mercados desde su interior,
instrumentando su poder de compra para promover una mayor competencia y
contribuir a una distribución más equitativa de la información entre quienes
concurren en su dinámica, desde una apertura ideológica que permita la
articulación de las alianzas estratégicas necesarias entre sectores diversos.
Una
democracia se consolida no tanto por lo que hagan los gobiernos sino por lo que
hace la sociedad misma con ella para consolidarla. La cuestión central no es lo
que hace el gobierno, sino lo que hace la sociedad en su conjunto. Con su
democracia, con sus instituciones, con su ciudadanía. Con la democracia, porque
su intensidad depende del nivel de participación social, del compromiso
manifiesto. Con sus instituciones por el grado de adecuación que alcance en
correlación con sus necesidades. Con la ciudadanía, por la manera en que la
ejerce, incorporándola a su vida cotidiana trascendiendo la mera participación
a través del sufragio que, aisladamente, delimita una versión mínima y
esporádica del ejercicio de la ciudadanía. La democracia contemporánea está
llamada a ser el ámbito de la responsabilidad colectiva. Pero que se trata de
una responsabilidad social con el conjunto que está determinada por el lugar de
cada individuo y cada organización en la escala social. Donde todos somos
responsables, pero no en la misma medida.
Porque
de cara al futuro deseado, una vez más, lo central es lo que hace la sociedad,
en conjunto, frente a esta encrucijada. Porque como dijo Stanislaw Jerzy Lec:
“Lo que cuenta de un problema es su peso bruto. Nosotros incluidos.”