miércoles, 12 de marzo de 2014

Evaluaciones y contextos


por Juan Escobar
Coordinador del Departamento de Responsabilidad Social.
Sociedad Internacional para el Desarrollo, Capítulo Buenos Aires. (SID-Baires).


Si hay algo que define a la Educación es que no se trata de un fin en sí misma, sino de un medio para otro fin. En la mejor tradición argentina, -con raíces en el pensamiento educativo de Manuel Belgrano, en un camino que va de la Ley 1420 a la Reforma Universitaria- el objetivo no es otro que formar individuos autónomos e integrados, comprometidos con la comunidad de la que forman parte y útiles a la sociedad. Esto es, individuos capaces de desarrollar su creatividad, su pensamiento crítico y su inserción activa en la vida social. Un modelo educativo que iluminó distintos momentos de la historia de América Latina. Un modelo inclusivo y de vocación universal. Podría decirse que de estos principios se derivan los criterios con que debemos abordar la evaluación educativa en todos sus niveles.

En tiempos de cambio como los que nos tocan en suerte, ese mandato fundacional, lejos de perder vigencia, se nos presenta como el desafío a concretar en el presente. Un presente continuo, signado por el cambio permanente. Donde el “fin de la Historia” propugnado por Francis Fukuyama parece confirmarse en la soberanía de la noticia. Un presente de cambios que se despliegan sobre el sedimento de transformaciones profundas que han tenido lugar a lo largo del siglo XX.

Es durante el siglo pasado que se acelera el proceso imperial de occidentalización del mundo, para culminar en la etapa actual conocida como Globalización. Una occidentalización que, con las banderas del capitalismo y la democracia, terminó de parcelar el mundo en Estados-nación y consolidando un poder económico dominado por las grandes corporaciones empresarias de alcance global. Corporaciones que ejercen el poder en un nuevo mercado-mundo que, como el “zapallo que se hizo cosmos” de Macedonio Fernández, avanzó hasta casi confundirse con la vida misma.

Este avance del Mercado sobre todas las órbitas de la vida social, característico del capitalismo, fue ganando mayor visibilidad a partir de la consolidación del orden industrial y la progresiva instauración del consumo como procedimiento excluyente para la atención de las necesidades humanas. Se trata del orden industrial que en el siglo XIX incorporó los grandes establecimientos fabriles como modelo organizacional, al punto de proyectarse al formato de escuelas, hospitales y cárceles que pasaron a ser pensadas, diseñadas y construidas como fábricas.

Esos establecimientos fabriles fueron el espacio donde se hizo evidente el abuso de posición dominante de los empresarios sobre los trabajadores, que provocó la formación del movimiento obrero como expresión de la defensa de los trabajadores en cuanto sujetos de derecho. Abuso y reacción que es el primer antecedente de la conceptualización de lo que hoy conocemos como Responsabilidad Social Empresaria.

A fines del siglo XIX comenzarían a surgir las organizaciones de consumidores como reacción a los abusos empresariales en las relaciones de consumo. Y décadas después, surgiría el activismo ambientalista como reacción a las consecuencias de la explotación irresponsable de los recursos naturales y la creciente generación de residuos industriales por parte de las empresas industriales. Quedaría configurado así el espacio de la responsabilidad social empresaria, respecto de los impactos que se generan en las relaciones laborales, las relaciones de consumo y la relación con el medio ambiente.

A partir de la segunda mitad del siglo XX, la proliferación de organizaciones del mercado y organizaciones de la sociedad civil cambió el panorama social donde antes había esencialmente individuos y Estados, para intermediar esta relación con un tejido organizacional que dio lugar a lo que Peter Drucker denominó como “Nuevo Pluralismo”. Una sociedad de organizaciones donde, como reconocería él mismo hacia el final de su vida, “nadie mejor que las organizaciones para ocuparse de la sociedad”. La idea de responsabilidad social nos da la pauta de la manera en que pueden ocuparse de la sociedad en el sentido del bien común y no meramente desde la perspectiva de sus intereses particulares o sectoriales. Esos intereses que suelen conocerse generalmente como “corporativos”.

El avance de las fuerzas del mercado sobre la esfera social fue complementado, y muchas veces facilitado, por una retracción equivalente del Estado. Este avance se aceleró violentamente con el advenimiento de las políticas neoliberales, núcleo ideológico de la globalización, que procedió al desmantelamiento del Estado de bienestar, juzgado y condenado a la luz de criterios mercantiles de rendimiento y eficiencia. El consiguiente proceso privatizador transfirió masivamente funciones asumidas hasta entonces por el Estado, en general: los servicios públicos; en particular, la seguridad social, la salud, medios de transporte y de comunicación masiva, entre otros. América latina fue convertida en un laboratorio de experimentación social de la implementación del capitalismo salvaje a partir de sendas dictaduras en Chile y Argentina que marcaron el rumbo fijado por el dogmatismo de la Escuela de las Américas y la economía de Chicago.

La educación en Argentina no escapó a esta ofensiva, aunque con características distintivas. El vaciamiento de la educación pública, llevada al extremo del abandono estructural y presupuestario que consolidó un deterioro profundo, se movió al compás del impulso de la educación privada, vía la desregulación y una cultura del subsidio sistemático que fomentó el paradigma de la educación como negocio. La temprana implantación del modelo globalizador, hizo que la concentración económica y la exclusión social inherentes a la lógica del libre mercado extremo, pusieran en evidencia sus consecuencias nefastas antes que en otros parajes. Sobre esas ruinas, una nueva oleada democrática se fue articulando en América latina, que con sus luces y sombras, sus logros y cuentas pendientes, no deja de ser la expresión de un aprendizaje colectivo que se orienta a la recuperación de lo público y la reconstrucción del Estado como instrumento de la voluntad y las necesidades de las mayorías.

Una de las enseñanzas que dejaron las consecuencias del neoliberalismo refiere a la necesaria regulación estatal de las actividades mercantiles. Esta regulación debe corresponderse con el nivel de relevancia, con el grado de impacto de cada actividad en el destino de la comunidad y su incidencia, táctica y estratégica, en la calidad de vida de sus públicos objetivos. Especialmente en actividades como la educación o la salud, que no pueden evaluarse exclusivamente de acuerdo a parámetros mercantiles, porque la importancia de los valores en juego los exceden ampliamente.

Por caso, no sería descabellado evaluar a la empresa educativa en términos de responsabilidad social. La regulación pública de la educación privada, de esta manera, debiera incluir la evaluación de sus impactos concretos, es decir de los resultados de la práctica educativa, máxime cuando es financiada, en mayor o menor medida, con fondos públicos. En pocas palabras, el rendimiento de alumnos, docentes e instituciones de enseñanza privada bien podría verse sujeta a evaluación por parte de los Estados respectivos, con el fin de velar por el buen uso de los fondos públicos destinados a ese fin. E incluso, la proporción de los subsidios se podría vincular en correspondencia con los resultados.

En el caso de la educación pública, los criterios deben ser distintos, ya que la naturaleza misma de la actividad es otra, al no estar atravesada por la finalidad del lucro. La educación vista como actividad presenta la particularidad de que las condiciones de prestación del servicio y las condiciones de trabajo de quienes prestan el servicio coinciden, se superponen, son las mismas. En concreto y sólo a título de ejemplo: el techo de un aula que se cae, puede caer tanto sobre un alumno como de un docente; el hacinamiento lo sufren unos y otros; las inclemencias climáticas no suelen hacer demasiados distingos. Esto nos lleva a que, tras tantos años de abandono, si afrontamos un proceso de evaluación educativa, lo primero que hay que evaluar son las condiciones físicas, materiales, en las que se presta el servicio educativo, así como los recursos con los que se cuenta en cada institución educativa para ese fin. Porque lo primero es asegurarse que la actividad educativa se realiza en un ambiente adecuado. Además de los motivos evidentes, porque se trata de un factor en gran medida determinante, donde condiciones deficitarias generan distorsiones en la evaluación del proceso.

De todas maneras, la evaluación de las condiciones materiales, no puede quedar en el relevamiento del deterioro edilicio o la provisión de servicios básicos, sino que debería llevarnos a preguntarnos por la adecuación global, integral, de las instalaciones de acuerdo a los requerimientos que plantean las necesidades actuales. Pero sucede que esos requerimientos son los que la educación está llamada a responder. Son los que impone la realidad social en cada comunidad. Requerimientos múltiples y diversos de una realidad siempre compleja. Una realidad actual que, como hemos dicho, está signada por el cambio constante y se asienta sobre capas de sucesivas transformaciones que se fueron superponiendo a lo largo de nuestra historia hasta el presente. Para actualizarse, la educación debe dar cuenta de esas transformaciones y preparar individuos que más allá de adaptarse a los cambios, sean artífices del cambio necesario.

En ese sentido, siempre es tiempo de discutir seriamente las características del sistema educativo que necesitamos. Como siempre es tiempo de discutir la salud pública o el sistema de justicia. Para eso es preciso desacralizar nuestras instituciones, nuestro capital simbólico. Comprendiendo que se trata de herramientas que nos damos como sociedad, a las que debemos evaluar para que los resultados se orienten en el sentido deseado, tras las reformas y adecuaciones que haya que emprender. Pero es necesario que el debate trascienda lo meramente coyuntural, la lógica de urgencias que frecuentemente tienden a obviar lo sustancial, muchas veces en beneficio de la cultura del parche, de lo accesorio y cosmético. Discutir, debatir, consensuar, en un ejercicio de la participación ciudadana que define la intensidad de una democracia. Generando los canales adecuados para canalizarla. Y ese canal bien podría ser un nuevo Congreso Pedagógico Nacional, como aquel primero que sentó las bases del consenso que hizo posible la ley 1420. Un nuevo Congreso Pedagógico que aprendiendo de la Historia, tomando cuenta de nuestros valores fundacionales, permita actualizarlos en el debate respecto de la educación que queremos para el país que queremos ser, que debemos construir. En la medida que avancemos en esos consensos estratégicos, en la medida que podamos acordar el proyecto de país que integre las diferencias, podremos definir la educación necesaria para realizarlo. En ese punto, la evaluación educativa cobrará mayor sentido, nos permitirá saber si nos acercamos o nos alejamos de los objetivos fijados a través del debate franco, de la participación y el diálogo entre los distintos sectores interesados. Hasta tanto, no quedará del todo claro qué y para qué evalúan las evaluaciones, y hasta qué punto son útiles a lo que nos sigue haciendo falta.

(Publicado en Consenso Ciudadano - Fascículo 3. Setiembre de 2013
http://iml.org.ar/wp-content/uploads/2013/09/Consenso-Fasciculo-3.pdf)

martes, 4 de marzo de 2014

Consumo y ciudadanía


por Juan Escobar*




Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. (…) Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

(Julio Cortázar. Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj. 
Historias de cronopios y de famas. 1962).

1. Hacia la complejidad.
En el principio fueron las preguntas. ¿Cómo se relaciona el consumo con la ciudadanía? ¿Qué relación se establece entre la ciudadanía y la noción de responsabilidad social? ¿Hasta qué punto es posible demandar responsabilidad social al consumidor? En la búsqueda, las interrogaciones no cesan de multiplicarse, lo que a su vez puede considerarse como marca epocal, propia de una etapa histórica signada por la incertidubre. 

La pregunta por la ciudadanía, a su vez, implica en alguna medida el reconocimiento de su ausencia parcial o de la necesidad de un replanteo. Preguntarse por la responsabilidad social del consumidor implica a su vez la doble interrogación, al estilo de Raymond Carver: ¿De qué hablamos cuando hablamos de “responsabilidad social”? Y: ¿de qué hablamos cuando hablamos de “consumidor”?

Expresiones cuyo sentido inmanente es consecuencia de condiciones específicas de emergencia y evolución histórica, presentan campos de análisis posibles donde la complejidad aparece como la primera característica. De allí que se trate de nociones relativamente difusas a simple vista, de un complexus de discursos y aún disciplinas que se entrecruzan, se contradicen , se complementan, o simplemente se ignoran entre sí.

No existen en torno de estos conceptos campos teóricos integrados, a la vez suficientemente abarcativos y específicos. Su abordaje desde el paradigma emergente de la complejidad se presenta como una alternativa posible para establecer algunas hipótesis a partir de repasar puntos significativos de su derrotero hasta el presente. Edgar Morin ha escrito que si hay una ciencia de la complejidad, esa ciencia es la historia, porque a través de ella puede comprenderse mejor la configuración del entramado que la va constituyendo, que va cambiando el mapa de la situación en el transcurso del tiempo.


2. Una historia (norte)americana, o casi.
Si la primera revolución industrial fue centralmente europea, a partir de fines del s.xix la segunda revolución industrial llevó la impronta cultural de los Estados Unidos, en cuyo contexto se fue configurando paulatinamente el perfil del consumidor contemporáneo desde donde se proyectó a la etapa más reciente de la llamada globalización.

Fue justamente en los Estados Unidos donde se formó en la última década del s.xix la primera asociación de consumidores, llamada Liga de Consumidores de Nueva York  cuyos objetivos fueron llamativamente congruentes con la perspectiva de lo que tiempo después se daría en llamar responsabilidad social empresaria.

Su acción consistía en la confección de “listas blancas” donde se recomendaba el consumo de productos que se hubieran fabricado en condiciones de respeto de los derechos de los trabajadores y prescindiendo del trabajo infantil. En los hechos, nace como un complemento de la tarea sindical, donde los trabajadores iban tomando conciencia que en su carácter de consumidores podían incidir progresivamente en el mercado, en un contexto donde predominaba la explotación y, para decirlo en términos de responsabilidad social, se ejercía frecuentemente el abuso de posición dominante por parte de los empresarios en perjuicio de los trabajadores, entendidos como stakeholders directos, como grupo social vinculado con la actividad de la empresa. Al tiempo que plantea una alternativa de expresión solidaria de responsabilidad social por parte de los consumidores, la impronta sindical en los inicios de la defensa del consumidor encontrarían su correlación en la huelga de consumidores o boicot como práctica de presión en defensa de sus intereses, como fue el caso de las huelgas de consumo de 1890 en Ferrol, al noroeste de España y de 1900 en Barcelona, ambas por aumentos en el precio del gas.

Pero cabe destacar esta relación en los inicios: trabajadores asumiendo su condición de consumidores para reclamar una mayor responsabilidad social a la empresa, específicamente en el respeto de sus derechos laborales. Y el derecho a tener derechos es la base de la ciudadanía. Lo que implica un reconocimiento como sujeto de derecho por parte del Estado y el respeto efectivo de esos derechos en el ámbito de los mercados.

Promediando la década de 1930, se constituyó la Consumers Union, que ya desde su nombre denotaba un aire de familia con la actividad sindical y que en la actualidad cuenta con millones de asociados. En 1967 se integraría a la Junta Directiva de Consumers Union (donde participaría a lo largo de ocho años) un joven abogado llamado Ralph Nader que había hecho estremecer a la industria automotriz con la publicación de un libro titulado Unsafe at any speed, cuya traducción más frecuente es “Peligroso a cualquier velocidad”, para luego protagonizar una etapa que reinventaría la defensa de los consumidores.

Se trataba, en rigor, de la etapa abierta por John Fitzgerald Kennedy, siendo presidente, con su famoso discurso del 15 de Marzo de 1962 –que luego quedaría establecido como el Día mundial del consumidor- al congreso de los Estados Unidos. El “Mensaje Especial al congreso en protección del interés de los Consumidores[1]” comenzaba afirmando que decir “consumidores, por definición, nos incluye a todos. Los consumidores integran el mayor sector de la economía, afectando y siendo afectados por casi todas las decisiones económicas públicas y privadas. Las dos terceras partes de los gastos en la economía corresponden a los consumidores. Pero se trata del único grupo importante de la economía que no se encuentra efectivamente organizado, y cuyas opiniones a menudo no son escuchadas”. También hacía un llamamiento a evitar el derroche en el consumo, “así como no aceptamos la ineficiencia en las cuestiones de gobierno”. Pero más allá de las perspectivas optimistas que esbozaba, también resaltaba algunos de los riesgos más frecuentes en las relaciones de consumo: “Si a los consumidores se les ofrecen productos inferiores, si los precios son exorbitantes, si los medicamentos no son seguras ni efectivas, si el consumidor no está en condiciones de elegir con una base de conocimiento, entonces pierde su dólar, su seguridad y su salud se ven amenazadas y el interés nacional se ve perjudicado” Asimismo planteaba que “incrementar los esfuerzos para hacer el mejor uso de los ingresos, puede ser más útil para mejorar el bienestar de la mayoría que los mismos esfuerzos puestos en el sentido de aumentar sus ingresos.”

Haciendo referencia a la incidencia de la tecnología en “la comida que consumimos, las medicinas que tomamos y muchos de los electrodomésticos que usamos en nuestros hogares” que “ha incrementado las dificultades del consumidor en contraposición con sus oportunidades; y ha tornado obsoletas muchas de las viejas leyes y regulaciones haciendo necesaria una nueva legislación”.

Este incremento en las dificultades puede vincularse tanto con el crecimiento exponencial de la cantidad de productos con las diversas competencias necesarias que esto trae aparejado, tanto como de la información necesaria para la defensa de sus intereses, en un proceso coadyuvante a la acentuación de la asimetría informativa que junto a la asimetría organizacional caracteriza a los mercados de consumo, en perjuicio del consumidor individual.

Seguidamente hacía referencia a la creciente influencia del marketing que se había configurado como disciplina integrada a lo largo de la década anterior, con claras influencias de la escuela psicológica conocida con el nombre de “conductismo” -en la línea de los “reflejos condicionados” de Pavlov. Uno de cuyos exponentes más relevantes y controversiales fue B. F. Skinner quien hacia el final de su vida no dudó en caracterizar crudamente su disciplina en su libro que lleva el nombre de “Más allá de la libertad y la dignidad[2]” donde planteaba como única alternativa el formateo sistemático de los individuos en los términos expresados en el título como única forma de terminar con los problemas sociales, atacando y corrigiendo toda inadaptación, condicionando las conductas a través de la manipulación de las condiciones objetivas de su situación, su entorno, su ambiente circundante. Criterios que mostraban una clara funcionalidad en mercados ávidos de consumidores, necesitados de generar espacios, atmósferas controladas, acondicionadas para un consumo incesante. Esto brindaría un lugar relevante al conductismo entre lo que se podría llamar, partiendo y adecuando de la expresión de Althusser, como “aparatos ideológicos del mercado” orientados a influir sobre la conducta de los consumidores en el sentido deseado.

En palabras de Kennedy: “La elección del consumidor está influenciada por la publicidad masiva, que utiliza medios de persuasión altamente desarrollados. El consumidor típico no puede saber si los preparados de drogas cumplen con los standares mínimos de seguridad, calidad y eficacia. Por lo general no se sabe cuánto paga por el crédito al consumo; si el preparado de un alimento tiene mayor valor nutricional que otro, si el rendimiento de un producto, en los hechos, satisface sus necesidades, o si la gran economía es en realidad un artículo de saldo (“a bargain”).

A continuación detallaría lo que consideraba como los derechos básicos de los consumidores:

“1.- Derecho de seguridad: para estar protegidos cuando la comercialización de bienes atenta contra la salud o contra la vida.
“2.- Derecho a estar informado: para estar protegido contra la información engañosa o fraudulenta en la publicidad, en el etiquetado, u otras prácticas, y de ser provisto de los factores necesarios para realizar una elección informada.
“3.- Derecho a elegir: para que se le asegure, en la medida de lo posible, el acceso a  una variedad de productos y servicios a precios competitivos; y en aquellas industrias en que esto no es posible y se sustituye por una regulación estatal, asegurar una calidad y servicio satisfactorios a precios justos.
“4.- Derecho a ser oído: para asegurar que el interés de los consumidores sea tenido en consideración de manera total y con especial consideración en la formulación de las políticas gubernamentales, y debe recibir especial tratamiento en los tribunales administrativos. También deben tenerse en cuenta para futuras acciones el interés de los consumidores y los programas existentes deben ser fortalecidos”.

Luego se adentraría en el detalles de las acciones a implementar para finalizar diciendo: “Como todos somos consumidores, estas acciones y propuestas a favor de los consumidores, son a favor de todos.”

En la brecha que abrió ese discurso y el reconocimiento de los perjuicios a los consumidores vendría a desarrollarse la actividad de ese funcionario menor de la administración pública que fue Ralph Nader (abogado asesor del subcomité del senado de los Estados Unidos que investigaba los accidentes automovilísticos en alza) y cuya obsesión inicial por la seguridad en las rutas lo llevaría a poner en entredicho a uno de los íconos fundamentales de la sociedad de consumo como es el automóvil, poniendo la lupa sobre el caso del Chevrolet Corvair, producido por la General Motors, en un proceso de difusión en la opinión pública tras el cual finalmente fue retirado del mercado. A partir de esto su actividad se diversificó y puso atención en otras cuestiones que hacen al interés de los consumidores. En 1968 dirigió un Grupo de Estudios con el objeto de realizar un análisis preliminar sobre la política de protección alimentaria desarrollada por el organismo federal a cargo. Lo titularon “The Chemical Feast[3]” y el contenido del informe daba cuenta de ello. Pero lo curioso de leerlo hoy es encontrar después del prólogo realizado por Nader, la siguiente cita:

“El consumo es el único fin y propósito de toda la producción; y el interés del productor debe tenerse en cuenta sólo en la medida en que sea necesario para favorecer el del consumidor. El principio es tan evidente, que sería absurdo intentar demostrarlo. Pero en el sistema mercantil, el interés del consumidor se sacrifica de forma casi constante al interés del productor: y parece considerarse la producción y no el consumo el fin último y el objeto de toda la industria y el comercio…

“No resulta difícil determinar quiénes han sido los deformadores del sistema mercantil; es evidente que no han sido los consumidores, cuyo intereses se han visto totalmente menospreciados: han sido los productores, cuyos intereses se han respetado escrupulosamente; y entre esta última clase, nuestros mercaderes y manufactureros han sido en gran medida los principales arquitectos de todo ello.”

La cita pertenece al Libro IV, Capítulo VII del libro canónico de la economía política, el Ensayo sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, de Adam Smith. Un texto publicado en 1784. Yendo al libro, nos encontramos con que fue sacado de un contexto donde la evaluación crítica estaba orientada a un mercado en particular, en un momento particular y como parte de una argumentación a favor de una mayor libertad en el comercio internacional. Un mercado que, particularmente, había convertido a los ciudadanos en “compradores forzosos” según la expresión del autor. Una definición que ilumina algunas características de la denominación de “consumidor” y delimita brutalmente su siempre declamada soberanía. Con todo, estas palabras de Smith parecen no haber perdido su cuota de actualidad, desvaneciendo en el camino las buenas intenciones manifestadas por Kennedy.

3. Vuelta a la complejidad.
La complejidad del proceso de globalización pone en entredicho numerosas categorías utilizadas para describir una realidad en transformación continua. El pensamiento de la complejidad que fue tomando forma a partir de contribuciones diversas a lo largo del siglo veinte, sobre la base de avances en los campos de la biología y la física, se presenta como una alternativa para afrontar los problemas y construir sentido en un presente signado por la multiplicidad de factores que interactúan.

En su libro "Marco histórico constructivo para estilos sociales, proyectos nacionales y sus estrategias", el científico argentino Oscar Varsavsky propone un abordaje a la realidad para transformarla que puede resultar convergente con el pensamiento complejo a cuya configuración a lo largo del siglo XX han contribuido los aportes de gente como Edgar Morin, Kevin Kelly o Joël de Rosnay entre otros. Varsavsky plantea un método que define como "de aproximaciones sucesivas de escala" que vayan de la visión del astronauta -que ve lo general del conjunto- a la visión del bombero -fijado en la particularidad de lo emergente. Estas sucesivas aproximaciones y alejamientos pueden servir como medio para aprehender la realidad a partir de lo empíricamente comprobable, en un recorrido propio que siga esta pauta planteada por Varsavsky.

Así, en el espacio del universo físico -la primera dimensión de la realidad reconocible-, nos encontramos con el tercer planeta del sistema solar, que se caracteriza por tener agua y a partir de ella se desarrolla lo que se conoce como biósfera, un megasistema complejo que recubre la superficie de la Tierra y en donde se manifiesta la vida. Esa dimensión de lo viviente se organiza en especies, constituidas por individuos, que son a la vez portadores de vida y de las necesidades que su continuidad implica atender. Necesidades que son a la vez individuales y comunes entre los individuos de cada especie.

Estas necesidades propias de todo individuo viviente abarcan tres dimensiones. La primera refiere a las necesidades físicas, que hacen al hábitat adecuado para la continuidad de la vida. La segunda abarca las necesidades biológicas y finalmente las necesidades de información. Información funcional a la atención de las necesidades precedentes, a través de su comunicación con el entorno físico y viviente.

Entre esas especies, se encuentra la especie humana, que se diferencia del resto por el hecho de codificar la información con símbolos, en representaciones. Usando palabras de Cassirer, esto convierte al humano en el único animal simbólico, lo que incorpora una nueva dimensión que organiza a las anteriores, así como a la dimensión social que incorpora la presencia misma de la especie humana, su carácter gregario, que hoy se concentra en un 80% en formaciones urbanas donde constituyen su comunidad, que se inscribe en una escala de integraciones que comienza en lo individual un camino de incorporación al mundo.

4. Comunidades en un mercado global.
El individuo tiende a integrarse en unidades mayores para atender de manera más eficiente sus necesidades. En la vida cotidiana, el individuo humano forma parte inicialmente de una familia, que se integra en un colectivo social de referencia inmediata, a través del cual se incorpora a la comunidad que surge de habitar y compartir el mismo territorio más o menos delimitado. Esa comunidad se organiza para su continuidad a través de la política, lo que constituye al ámbito local en célula de la organización estatal. En el ámbito local es donde se ejerce la ciudadanía y se padecen sus limitaciones en forma cotidiana, en el lugar donde transcurre la vida de esos ciudadanos. Pero esos ciudadanos sólo son tales en la medida que lo legitima un Estado nacional, esa forma organizativa que se difundió hasta cubrir cuatro de los cinco continentes en la segunda mitad del siglo pasado. Estos Estados representando naciones tienen generalmente mayores oportunidades de insertarse en el orden planetario en la medida que se integran previamente a bloques continentales. Por caso, la Unión Europea o el proyecto siempre postergado de unidad sudamericana.
El orden global de la actualidad es a la vez producto y reproductor de la creciente primacía del poder económico de alcance mundial sobre el poder político de los Estados nacionales, en un proceso de siglos que se precipitó en algunas pocas décadas. Ese poder económico suele expresarse a través de las corporaciones empresarias que protagonizan el comercio internacional, impulsando la conformación del Mercado-mundo que caracteriza al proceso llamado globalización. Generando un contexto donde el mercado en red trasciende las barreras continentales, nacionales y locales para conectar al individuo a un sistema que lo sitúa en un primer peldaño de consumidor. Un peldaño del que no se puede bajar sino hacia la exclusión social, ya que constituye el procedimiento establecido –prácticamente excluyente- para la atención de las necesidades humanas.

Una de las características salientes de la globalización es su carácter compulsivo, que estableció progresivamente un nuevo orden basado en la mercantilización del mundo, cuyo sistema nervioso está animado por el comercio. El individuo común se vincula al mercado-mundo de la globalización a través de la atención de sus necesidades cotidianas. Al hacerlo, se convierte efectivamente en lo que el mercado designa con el nombre de consumidor.

Definida inicialmente por su matriz industrial, la figura del consumidor individual se configura en el pasaje del orden industrial –donde la inserción social se realizaba a través del trabajo- al orden tecnológico, donde la inserción social pasa a realizarse a través del consumo. Una etapa en cuyo transcurso la máquina mecánica va cediendo paulatinamente protagonismo a la máquina electrónica. El consumidor individual se va constituyendo en el relevo del trabajador organizado en cuanto canal de participación establecido para el ciudadano común en la economía.

La globalización se constituye en una atmósfera envolvente a través de los mercados de consumo y de servicios. Para cotejar en qué medida un individuo se encuentra globalizado basta con observar el origen de la ropa que lleva puesta, del teléfono celular que usa, de los electrodomésticos que tiene en la casa, de los alimentos que ingiere, de las computadoras de las que dispone, de las distintas cosas que usa o tiene porque fueron adquiridas a través de la transacción comercial en cuanto procedimiento establecido para la atención de sus necesidades.

5. Neos
Nuevas categorías complejas fueron cobrando centralidad en la etapa más reciente de la globalización, que se desplegó en el transcurso de las dos últimas décadas del siglo veinte en correlación con la efímera hegemonía del neoliberalismo como estrella mediática de la opinión pública.

Animado por un individualismo feroz, que en ultima ratio implicaría la ruptura de todo vínculo comunitario basado en la solidaridad, postulaba la virtud del egoísmo de la que fue abanderada la guionista cinematográfica Ayn Rand, devenida filósofa “objetivista” de manera funcional a quienes llevan las de ganar en este esquema. Verdadera religión de mercado, demonizó al Estado como enemigo de una libertad individual que sólo hallaría su plenitud en transacciones comerciales entre particulares sin otra restricción que la de la ley de la oferta y la demanda.

Los efectos catastróficos de su aplicación sobre las sociedades que ejerció su dominio, fueron poniendo de relieve los costos sociales que, en la medida que se incrementaban, no hacían sino desmentir las siempre incumplidas promesas de bienestar generalizado que pregonaban los defensores del absolutismo de mercado, donde las libertades individuales quedaban subsumidas en la libertad del mercado, en las transacciones comerciales que lo animan. La dinámica de concentración de los beneficios y socialización de los costos a escala global demostró una indudable eficacia en cuanto a incrementar la pobreza y generar sociedades crecientemente desiguales, libradas a la voracidad de un criterio que tiende a sustituir todo valor por un precio.

Así, el Mercado, imponiéndose como el "único asignador eficiente de los recursos disponibles", pasa no sólo a asignar los recursos y los precios, sino que además instala su propia lógica de cuantificación y su propia dinámica como ejes de la vida de las poblaciones, al tiempo que también asigna roles e incluso identidades a quienes se encuentran en su órbita de influencia. De esta manera, los ciudadanos pasan a ser consumidores y el Estado ve reducida paulatinamente su función de regulador de la vida social.

En este contexto, la figura del consumidor tiende a ser paulatinamente la vía de acceso excluyente para la participación del hombre común en la economía, que lo cuantifica proporcionalmente a su concurrencia en el Mercado. Donde, como lo expresó entusiasta el economista Schumpeter en su Teoría del desenvolvimiento económico: "Los individuos tienen solamente influencia en tanto que son consumidores, en tanto que expresan una demanda". O, en pocas palabras, donde se lo tiene en cuenta en la medida de lo que paga para consumir, de los precios que paga o se compromete a pagar, en definitiva donde su existencia depende de lo que gasta.


6. Responsabilidad social.
La responsabilidad social es uno de los paradigmas emergentes de esta etapa histórica signada por la globalización mercantil. La noción de responsabilidad social se instala a partir de la demanda de diferentes grupos sociales frente al abuso de posición dominante ejercido por empresas y las consecuencias negativas derivadas de esas prácticas. De esta manera se fue difundiendo la idea de responsabilidad social empresaria, vinculada a la gestión de los impactos que la actividad de la empresa genera en la sociedad en general tanto como en la calidad de vida de los diversos grupos relacionados directamente.

Con todo, la noción de responsabilidad social puede hacerse extensiva a otros tipos de organización, desde el momento que excede los límites de la actividad específica de las empresas y puede asimilarse a la relación de cualquier tipo de organización y su entorno social. Es decir, a las externalidades que cada organización genera con su actividad, respecto de los distintos stakeholders vinculados con ella, dentro y fuera de la organización. Es más, la noción de responsabilidad social es aplicable a cada individuo que se integra a la comunidad generalmente a través de una organización.

La responsabilidad social emerge de la participación en el mercado y de sus efectos en la calidad de vida de las poblaciones vinculadas con su actividad. La responsabilidad social –individual, organizacional, sectorial- es proporcional a la participación efectiva en las decisiones que la actividad del mercado presupone. Esto es, a la posición que ocupa cada uno en el mercado. Cuando esa posición es dominante en un mercado, la responsabilidad social que le corresponde es mayor, pero el hecho de no ocupar la posición dominante en un mercado no exime de responsabilidad social a la parte en cuestión, como es el caso de los consumidores, ya que constituyen partícipes necesarios para el funcionamiento efectivo del mercado, a su existencia misma.

Así como el abuso de la posición dominante de las empresas fabriles en el mercado laboral generó la necesidad organizacional del sindicalismo moderno ya en el siglo diecinueve, y el abuso de la posición dominante de las empresas en los mercados de consumo provocó la aparición de asociaciones para la defensa de los consumidores, ya desde comienzos del siglo veinte en los países centrales del orden industrial, los perjuicios ambientales causados principalmente por la actividad de las empresas, tanto directamente en lo que hace a los recursos insumidos, al proceso de producción y a la disposición de los residuos industriales, cuanto indirectamente en lo que refiere a los residuos derivados del consumo, dieron lugar a la aparición de la inquietud ecologista que encontraría un espacio fundacional en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano, reunida en Estocolmo del 5 al 16 de junio de 1972 , al establecer la noción de sustentabilidad respecto de la comunidad humana en el espacio y el tiempo. Posiblemente sea la de comunidad, una de las nociones clave para establecer las respectivas responsabilidades de los actores económicos, ya que responsabilidad social y comunidad guardan una estrecha relación que trasciende los límites meramente económicos para encuadrarlo en la realidad de los seres humanos y su vida en común. El paradigma emergente de la responsabilidad social puede aportar una perspectiva para afrontar el principal desafío que presenta el actual proceso de globalización, que es el conflicto muchas veces manifiesto entre capitalismo y democracia, a partir del ejercicio de una ciudadanía más plena.

7. Regulación defensiva.
El mercado-mundo que aparece configurado en los inicios del siglo xxi cuando la más reciente etapa de la globalización que abarcó el último cuarto del siglo pasado. La figura del consumidor, justamente, ha ganado una mayor centralidad en el transcurso de esta etapa. Un desplazamiento sutil que ha llevado a asumirlo en muchos casos acríticamente, con la coartada perfecta de la inevitabilidad. En más de un sentido, podría afirmarse que cuando hablamos del consumidor nos estamos refiriendo a un individuo globalizado. Y el participio pasivo no es casual, porque la figura del consumidor parece estar signada por la marca de la heteronomía y de cierto sometimiento que conlleva ser funcional a los intereses de otros, muchas veces en perjuicio de los propios.

Esta heteronomía propia del consumidor se deriva de las condiciones de acceso al mercado y de la naturaleza misma de los mercados de consumo, de la marcada imperfección que los define, así como de las asimetrías en su desmedro, tanto en lo que se refiere al nivel de organización como lo que respecta a la cantidad y calidad de información de la que dispone. Esa heteronomía inherente al consumidor individual en el mercado se fue poniendo en evidencia en la medida que se iba descascarando la fachada monumental del mito de la soberanía del consumidor, en un proceso que encontraba sus raíces a comienzos del siglo veinte.

El mercado-mundo constituye un entorno artificial para promover el consumo, una atmósfera envolvente que durante el orden industrial fue centralmente de cosas y en el orden tecnológico es centralmente de representaciones. Un mercado-mundo en el que los economistas neoliberales aún dicen que el consumidor es soberano, que reina en el mercado, pero es un mero eco extemporáneo de las admoniciones de hombres como Von Mises, apóstol del neoliberalismo extremo:

“La economía basada en el lucro hace prosperar a quienes supieron satisfacer las necesidades de las gentes de la manera mejor y más barata. Sólo complaciendo a los consumidores es posible enriquecerse. Los capitalistas pierden su dinero en cuanto dejan de invertirlo en aquellas empresas que mejor atienden la demanda del público. En un plebiscito donde cada céntimo confiere derecho a votar, los consumidores a diario deciden quiénes deben poseer y dirigir las factorías, los comercios y las explotaciones agrícolas. El control de los factores de producción constituye una función social sujeta a confirmación o revocación de los consumidores soberanos[4]”.

Lo que nos recuerda la perspectiva democrática es, por el contrario que el consumidor es ciudadano, que su lugar en el mundo es su ciudadanía. La ciudadanía como lugar, como espacio de acción. Viene a recordarnos que el consumidor no es otra cosa que el ciudadano mismo en situación de mercado.

En situación de mercado, el consumidor legitima con su dinero la distribución de costos y beneficios que conllevó la producción de lo que compra. Legitima los costos sociales que pudiera haber implicado la realización de los derechos que adquiere. Cuando esos derechos se desmaterializan, se desvanecen, muestran el costado indeseable de la intangibilidad: se revelan como una mera ilusión. Entonces, cuando el consumidor se siente en alguna medida estafado y le asiste la razón, con todo, se encuentra solo. Salvo que se encuentre en situación de queja con otro consumidor en idéntica situación, generalmente sin otro efecto que aumentar la frustración ante la falta de respuestas satisfactorias. El consumidor se encuentra solo. Con sus problemas. Recibiendo un perjuicio por el que pagó. Un perjuicio que viene a sumarse a todos aquellos producidos previamente a la transacción que los legitimara. El consumidor se encuentra solo en un mundo que en ese momento se le antoja dividido por un mostrador. Todo lo que haga en adelante para que le sea resarcido aquello por lo que pagó, será más que una pérdida de tiempo, una pérdida de dinero: un lucro cesante. Trámites, desplazamientos, llamadas telefónicas, todos costos que se van sumando graciosamente al precio. No tener en cuenta los perjuicios sociales generados en la realización de un producto, puede derivar en la trampa de sufrir los efectos de esa misma lógica.

Porque donde tienen lugar relaciones de mercado al margen de una regulación del Estado democrático, lo que rige efectivamente es la falta de garantías que surge de la aplicación de la ley del más fuerte. El contrato entre las partes puede convertirse con mayor facilidad en un fraude, en desmedro de la parte más débil de la relación. Promesas que no se cumplen, supuestos básicos de buena fe que hacen a la confianza necesaria para concretar las transacciones, que se ven defraudados en la medida de la ausencia de un Estado que provea de justicia.

Pero tanto la destrucción de las capacidades estatales de regulación que le dieron vía libre, como toda la historia de abusos de la posición dominante que caracterizó brutalmente al orden industrial y se incrementó con la transición al actual orden tecnológico de la globalización, hicieron que la opinión pública incrementara sus demandas de una mayor responsabilidad social por parte de las corporaciones que inciden muchas veces en forma determinante en la vida cotidiana de las poblaciones.

La regulación de los mercados debe responder a principios de equidad que no se desprenden de la maximización desconsiderada de los intereses particulares. Es necesaria una regulación defensiva y por lo tanto preventiva de los posibles daños a los que se expone a los ciudadanos, como consecuencia de la primacía del interés particular y la arbitrariedad que encuentran impunidad en relaciones marcadamente asimétricas como las que se dan en el mercado.

Las consecuencias de la aplicación del neoliberalismo en América Latina demostraron la necesidad de un Estado regulador que sepa expresar el bien común frente a los intereses particulares. La experiencia latinoamericana con las dictaduras que fueron funcionales a una globalización compulsiva, puede aportar argumentos suficientes confirmando que ese Estado no puede ser otro que el Estado democrático. Es decir un Estado con legitimidad suficiente para recuperar de manera satisfactoria la regulación de las relaciones sociales y, entre ellas, especialmente las relaciones económicas. La participación del Estado en la etapa de euforia neoliberal desmontando las barreras que obstruían el avance de un capitalismo salvaje frente al que ofició de facilitador en contra de los intereses mayoritarios de sus ciudadanos, hizo que se instalara una demanda creciente de que la participación del Estado democrático en la economía se orientara en el sentido de una creciente equidad, expresada en una distribución del ingreso que evolucione de manera congruente.


8. El Mercado, sus residuos y las acciones de la Sociedad
El consumo, entonces, opera como un procedimiento que legitima prima facie el proceso de producción de la mercancía adquirida o las condiciones de prestación de los  servicios contratados, de manera que las decisiones tomadas por los consumidores, a través de la formalización de la transacción se convierte solidariamente responsable de las decisiones del resto de los actores económicos que intervienen en la relación, ya que de hecho se constituye en el eslabón que da sentido al conjunto de la cadena de valor, ya que legitima asimismo la distribución de costos y beneficios que se materializan en el producto adquirido.

El hecho de encontrarse generalmente en el extremo opuesto de la posición dominante no releva al consumidor de su correspondiente responsabilidad social. Particularmente cuando la función de consumo que le da un lugar en el mercado, constituye la condición de posibilidad misma de la existencia del mercado. De esta manera se articulan las responsabilidades de los consumidores en lo individual con las responsabilidades colectivas de los consumidores en conjunto, en el marco de las comunidades que integran, en cuanto co-responsables de las externalidades negativas que esos mercados generan. Entre las cuales la sistemática producción de residuos no es menor, atendiendo el pasivo ambiental que contribuyen de continuo a incrementar.

La contaminación ambiental se fue consolidando como problema en el transcurso del proceso que se inició con lo que se conoce como primera Revolución Industrial, particularmente a partir de la disposición continuada de los residuos industriales en el medio ambiental. Esa Revolución Industrial marcó el comienzo de una nueva etapa, signada por una creciente brecha entre la producción y el consumo, que estableció una división de aguas entre los actores económicos, separándolos en productores y consumidores.

Al ingresar en la etapa de la producción masiva, desde mediados del siglo XX en los países más desarrollados, fue creciendo la incidencia de los residuos resultantes de un consumo (por reflejo) también masivo, hasta cobrar entidad propia en cuanto problema.

Ese consumo, con sus variaciones, determinará una consiguiente generación de desperdicios; porque la basura que generamos es un reflejo de nuestra participación (lo que la doctrina económica denomina concurrencia) en el mercado, tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo en su diversidad y otras características de target, hecho que lo convierte en un indicador de nuestro status social en el orden establecido por el mercado.

Una mirada global de esta situación, pone en evidencia que el expansionismo del Mercado sobre las poblaciones humanas tuvo su reflejo en una acumulación exponencial de los residuos provenientes del consumo. Hoy, el problema de la basura, se eleva -literalmente- en las afueras de los centros urbanos, ocupando territorio y amenazando con cambiar el paisaje, conformando verdaderas cordilleras de desperdicios en escala.

Hay una particularidad de esos residuos, mayoritariamente domiciliarios, que por obvia y cotidiana, pasa generalmente inadvertida. Esos residuos, en una gran proporción, fueron parte de productos que fueron comercializados, es decir que alguien compró (pagando un precio) para satisfacer alguna necesidad. Esa satisfacción de las necesidades a través de transacciones comerciales, es lo que la economía define con el nombre de consumo.

De esta manera, esos residuos –sólo relevantes en cuanto los perjuicios que causan– aparecen como un derivado inherente al funcionamiento de una clase específica de mercado, el que agrupa los llamados mercados de consumo, que constituyen la base de la estructura económica, por tratarse del canal a través del cual fluyen los recursos de los individuos hacia las empresas, que son a su vez quienes impulsan y direccionan la dinámica de estos mercados.

Podríamos decir entonces que esa basura que desechamos diariamente, se trata, en realidad de desperdicios del mercado, ya que han sido en algún momento parte de un intercambio comercial, han recorrido el aparato circulatorio de la economía integrados en productos hasta que alguno de nosotros pagó un precio para adquirirlo, para sacarlo del mercado. Pero, si hay que darle al César lo que es del César, ¿por qué no le devolver estos desperdicios al Mercado? ¿Por qué no vemos en ellos valor alguno? Posiblemente una respuesta sea que los vemos desde el lugar que el Mercado nos asignó. Los vemos en nuestro carácter de consumidores. Lo vemos como un efecto del gasto –como una pérdida aceptada desde el comienzo–, de un consumo del que formaron parte.

Mientras está en el aparato circulatorio del mercado (fabricación, distribución y comercialización) el producto conserva un valor simbólico (que lo hace deseable) un valor de cambio (que lo hace pasible de intercambio) y un valor de uso (que lo hace satisfactor temporario de una necesidad). A partir de que un individuo lo adquiere para atender una necesidad, el producto pierde (totalmente si es consumible o parcialmente si es utilizable) su valor de cambio expresado en el precio, desde el momento que es retirado de la circulación comercial, es decir desde que se lo compra sin la intención manifiesta de volver a venderlo.

En el ámbito social de la economía doméstica a la que pertenece el consumidor cobra relevancia el valor de uso del producto. Un valor de uso que, por su parte, se agotará en la medida que sea consumible, o decrecerá si es utilizable por efecto de lo que se conoce como obsolescencia planificada. De una manera o de otra, la tendencia natural del producto en estas aguas cuyas mareas son movilizadas por el mercado, –en un trayecto que va del instante al mediano plazo–, es a convertirse (parcial o totalmente) en residuo, o al menos generarlos en alguna medida apreciable. En el ámbito de la economía doméstica, estos residuos pueden dividirse básicamente en materia orgánica e inorgánica. En términos generales ambos tipos de residuo sólido, pueden responder a una clasificación básica que los divide en residuos de consumo (orgánicos) y residuos de presentación o uso (inorgánicos).

Pero lo que caracteriza a ambos en el contexto de la economía doméstica –actuando integrada y complementariamente a la dinámica del mercado– es esa pérdida tanto del valor de uso como del valor de cambio. Por lo cual se procede a desecharlo mediante los mecanismos habituales, lo que es decir generalmente para su disposición en una parte determinada del medio ambiente. Se lo transfiere así de la esfera de lo particular a la esfera de lo colectivo. La economía doméstica se encuentra en la periferia del mercado de consumo, por lo cual sirve de puente entre el mercado y la sociedad, adquiriendo productos del mercado para luego incorporarlos al ámbito de la sociedad (de la que la economía doméstica forma parte) y finalmente al medio ambiente donde se desarrolla su vida común, en forma de desperdicios.

Puede decirse que son considerados como desperdicios por encontrarse fuera del mercado y no es que se los considere fuera del mercado porque sean desperdicios: porque la pérdida del valor de cambio es la consecuencia de su salida del mercado para ingresar a la economía doméstica de la que es parte el consumidor.

Pero esto es así porque vemos al residuo desde un punto de vista que, no es el punto de vista de las fuerzas que conducen la vida del mercado, sino una perspectiva complementaria y funcional a ellas. Y por eso no pensamos en ellos como insumos útiles, como recursos de los que se puede sacar provecho. Si en cuanto consumidores no adquirimos el producto con ánimo de lucro, es completamente improbable que miremos con esa perspectiva a sus despojos. Porque el consumidor como tal no puede ser consciente de que también produce algo como consecuencia del hecho de consumir: es un productor de basura.

Los desperdicios no tienen valor de cambio, ni valor de uso, ni valor simbólico, porque el mercado no se los asigna explícitamente (en un marco donde el Mercado tiende a hegemonizar la asignación de los valores y los precios) porque ya cumplieron con su finalidad en ese contexto. Por esa causa el Mercado se desentiende de ellos para externalizarlos hacia la sociedad (en cuanto a su costo, en el precio que se pagó también por ellos) y su ambiente (en cuanto a la disposición final).

Si nuestra voluntad de ciudadanos, miembros de una comunidad humana que comparte un territorio en común, antes que individuos partícipes de una mera sociedad de mercado, se orienta a revertir estos costos sociales, el cambio cultural ha de ser de carácter social en cuanto colectivo (y no meramente de tipo individual) para lograr alguna eficacia.

Posiblemente debamos volver a poner al Estado y al Mercado en el lugar de las herramientas, definiendo socialmente los objetivos que deben cumplir y la manera de hacerlo. Sólo las comunidades actuando de manera integrada pueden emprender las acciones necesaria para la reincorporación de los residuos orgánicos al ciclo del ecosistema, separándolos de aquellos que no son biodegradables y generando alternativas de disposición racionales y productivas, especialmente para los residuos peligrosos de todo tipo. Sólo un sujeto colectivo organizado puede conducir la clasificación y reincorporación creativa al circuito económico del mercado.

9. Nosotros y los mercados.
Llegados a este punto de la historia -que desde la revolución francesa fue una historia centralmente política-, parece asaltarnos la sensación de encontrarnos en una esquina. Un cruce de caminos donde nuestro presente aparece confuso, caótico. Pero que cobra sentido en la linealidad que nos ofrece el otro camino retrospectivo, al momento de preguntarnos cómo llegamos hasta aquí.

El nuevo siglo nos sitúa en este cruce de caminos entre la historia política -con sus conflictos, que dejan a nuestras espaldas un camino zigzaguente y en apariencia errático- y la historia económica, esa suerte de historia subrepticia, de intereses concretos y creciente incidencia en la vida cotidiana de las poblaciones por parte de un poder material cuyo devenir hace más comprensible nuestra realidad de hoy.

Un poder económico que logró globalizar su influencia a partir de la expansión del mercado, que impone sus reglas de juego, reduciendo las relaciones sociales a una mera cuestión transaccional. Globalización, o mejor, globalizaciones. Sucesivas, superpuestas, solapadas, convergentes. Globalización de las finanzas. Globalización de las comunicaciones. Globalización, en definitiva, del comercio. Mercados sin fronteras. El siglo XX como campo de batalla entre el Estado y el Mercado, entre la política y la economía por la hegemonía cultural. En su transcurso, el pasaje del orden industrial al orden tecnológico. En la síntesis de Bauman, de una ética del trabajo a una estética del consumo. Ciudadanos que se ven reducidos a la condición de usuarios y consumidores. Que valen por la plata que tienen en la cartera de la dama o el bolsillo del caballero. Hasta los niños pasan a ser vistos como mercados por el marketing: mercados de consumo, mercados de influencia, mercados a futuro. El hombre unidimensional de Marcuse, definido por el dinero que puede gastar.

La del presente es la encrucijada de la globalización, donde se desdibuja ante nosotros el camino que tenemos por delante. De lo que se trata, justamente, es de hacer ese camino al andar. De proyectar hacia el futuro el camino que nos lleve al lugar donde queremos llegar. Ese camino es el de la reconstrucción del Estado democrático como estado de derecho, que promueva el ejercicio de una ciudadanía plena, para incrementar paulatinamente la intensidad de nuestras democracias.

Hay algunas enseñanzas, sin embargo, que nos dejaron aquellos años oscuros. Lester Turrow dice en su libro El futuro del capitalismo, que la diferencia básica entre el capitalismo y la democracia, consiste en que la democracia no es compatible con la esclavitud. Hoy sabemos por experiencia que los derechos, tanto individuales como sociales, sólo pueden resguardarse en democracia. Que la democracia sólo es posible sobre la base del estado de derecho y por lo tanto de la existencia de un Estado nacional que pueda garantizarlo.

Pero la democracia se realiza en el ámbito local, se corporiza en la vida cotidiana de las poblaciones y se legitima por la atención de sus necesidades. Porque los acuciantes problemas sociales sólo pueden encontrar solución efectiva a partir del ámbito local, que es el lugar donde vive la gente, donde demandan atención sus necesidades. Por eso es en el ámbito local donde se ejerce efectivamente la ciudadanía, aunque se halle garantizada por la existencia y la acción de un Estado nacional. La base de la unidad nacional es la universalización de la ciudadanía en un modelo de inclusión universal que implica la igualdad ante la ley como pauta de convivencia social.

La diferencia es la pertenencia que nos ofrece la historia política desde la perspectiva democrática, mientras que la historia económica ha sido siempre, una historia de otros. Pero no dejarla en manos de esos otros que regulan los mercados desde su interior, acentuando las relaciones asimétricas establecidas a fuerza de concentrar el poder que surge de la organización y la información. Sino asumiendo el ineludible conflicto entre la democracia y el mercado. Entre el bien común y el interés particular. Domesticar entonces a los mercados en los que participamos, hacerlos más amigables, asumiendo nuestro carácter de ciudadanos, organizando y ejerciendo como ciudadanos el poder de compra que tenemos como consumidores.

Es fundamental avanzar en una adecuación organizacional que posibilite el cumplimiento efectivo del contrato social para recuperar terreno a la anomia producida por el individualismo cerrado de la atmósfera mercantil y la inadecuación normativa a las transformaciones profundas que experimentó el cuerpo social en el doble movimiento de avance del Mercado y retracción del Estado. Esto implica asimismo fortalecer la estructura institucional del Estado en el ámbito municipal para una articulación reticular efectiva de las economías locales. La intensidad de las democracias se recupera en una doble construcción donde el Estado nacional articula el marco adecuado para su desarrollo y el ámbito local brinda el soporte para una interacción proactiva con las organizaciones sociales a fin de hacer posible un desarrollo integral de las comunidades.

El “consumidor” está llamado a convertirse en ciudadano responsable, para contribuir a la regulación efectiva de los mercados desde su interior, instrumentando su poder de compra para promover una mayor competencia y contribuir a una distribución más equitativa de la información entre quienes concurren en su dinámica, desde una apertura ideológica que permita la articulación de las alianzas estratégicas necesarias entre sectores diversos.

Una democracia se consolida no tanto por lo que hagan los gobiernos sino por lo que hace la sociedad misma con ella para consolidarla. La cuestión central no es lo que hace el gobierno, sino lo que hace la sociedad en su conjunto. Con su democracia, con sus instituciones, con su ciudadanía. Con la democracia, porque su intensidad depende del nivel de participación social, del compromiso manifiesto. Con sus instituciones por el grado de adecuación que alcance en correlación con sus necesidades. Con la ciudadanía, por la manera en que la ejerce, incorporándola a su vida cotidiana trascendiendo la mera participación a través del sufragio que, aisladamente, delimita una versión mínima y esporádica del ejercicio de la ciudadanía. La democracia contemporánea está llamada a ser el ámbito de la responsabilidad colectiva. Pero que se trata de una responsabilidad social con el conjunto que está determinada por el lugar de cada individuo y cada organización en la escala social. Donde todos somos responsables, pero no en la misma medida.

Porque de cara al futuro deseado, una vez más, lo central es lo que hace la sociedad, en conjunto, frente a esta encrucijada. Porque como dijo Stanislaw Jerzy Lec: “Lo que cuenta de un problema es su peso bruto. Nosotros incluidos.”


Publicado en STOLAR, Ezequiel – STOLAR Daniel, (2009), Responsabilidad Social Empresaria, Valletta Ediciones, Buenos Aires, Argentina.


* Director de promoción de la Responsabilidad Social – SBE - FCE-UBA. Coordinador del Departamento de Responsabilidad Social de SID-Baires. E-mail: soyjuanescobar@gmail.com

[1] http://www.jfklink.com/speeches/jfk/publicpapers/1962/jfk93_62.html
[2] Beyond freedom & dignity, publicado originalmente por Alfred A Knopf, publisher, New York, 1971. Hay traducción al español: Editorial Fontanella, Barcelona, 1972.
[3] El festín químico, redactado por James S. Turner. Dopesa, Barcelona, 1973.
[4] Ludwig von Mises. La mentalidad anticapitalista. I Las características sociales del capitalismo y las causas psicológicas de su vilipendio. 1) El consumidor soberano. Ediciones de la Bolsa de Comercio, Buenos Aires, 1979.

domingo, 2 de marzo de 2014

Pantallazos de campaña

*Inédito. Mar del Plata, Provincia de Bs. As. Enero de 2009.



Una sociedad en circuito cerrado de televisión.
Luis Felipe Noé (Una sociedad colonial avanzada)
Pantallazos, golpes de pantalla. Esos a los que tanto argentinos como latinoamericanos venimos acostumbrándonos. Avistamientos de urgencias que no descansan. Paradojales noticias de último momento, paradojales porque siempre hay momentos posteriores. Año electoral, y aún si no lo fuera: año de previsibles campañas que se suceden, cuando no se dan en simultáneo.
Casi siempre sorprendente o curiosa genealogía de las palabras. Campaña: “serie de operaciones militares o de propaganda que se emprenden para lograr un objetivo determinado”. Al parecer, la palabra viene del francés campagne que no sería otra cosa que el campo de batalla. Como la batalla que el héroe imaginario (de los traficantes transnacionales de granos) bautizado con el apelativo telúrico de “El Campo” emprendió contra el Estado nacional (en su carácter de regulador de las relaciones sociales) durante el primer año de la gestión presidencial en curso. Batalla y campo, campañas, operaciones de propaganda dirigidas a públicos formateados por décadas de neoliberalismo. Una batalla donde, como en la guerra, la primera víctima fue la verdad.
Una verdad hecha trizas, fragmentada por las islas de edición, lanzadas como esquirlas en la cara del televidente. No fueron pocos los que con su comporta- miento y movilización respondieron –sin pensar– a los dictados de los principales aparatos ideológicos del mercado. Que reproducen el procedimiento que rige la opinión pública. Instituyese como un poder aparte. Un poder real, no virtual. Con intereses concretos. Contantes y sonantes como lo determina su naturaleza compleja, compuesta por empresas de negocios. Organizadas en una trama cuyas terminales nerviosas están en cada casa, y a la que se conecta la mayoría de las poblaciones.

Cuestión de encuadre
Nos muestran una realidad, la vemos por televisión. Nos escandalizamos por lo que nos muestra, o nos emocionamos, nos preocupamos, nos enojamos. Hay un género para cada cosa. Compramos los productos que, como quien no quiere la cosa, la televisión nos ofrece. Haciendo como que lo central de la programación son los programas y no las tandas publicitarias.
Nos entretenemos. Estamos. En un ámbito virtual que despliega su atmósfera en el ambiente hogareño. Como un airbag, contra nuestras narices, inmersos en un entorno electrónico. Ver para creer ciegamente.
La comunicación masiva se caracteriza por su trivialización de la realidad. Una comunicación que es masiva, afirmaría Pero Grullo, en la medida que masifica. En la medida también que administra la credibilidad, fundamento de la opinión pública. Ya lo decía Scalabrini Ortiz: “¡Creer! He allí toda la magia de la vida”. Administra, que es decir: canaliza cobrando un peaje, mercantilizando la participación. Llame ya! Por unos mangos más iva el mensajito.
Hablamos de ella. Hablamos de lo que ella muestra. En segmentos de la sociedad, la inclusión en el diálogo cotidiano depende del interés que se tenga en uno u otro programa de televisión. Es lo que marca la continuidad entre un día y otro, marcando la tendencia del sentido.
Un sentido pobre. Pero al menos se prende el aparato y está al alcance de cualquiera. O casi.
Adictos a ella, o críticos acérrimos que la miran de reojo. Pero en torno de ella. Estar del otro lado de la pantalla es ser visto potencialmente por todos, porque se trata de un orden de inclusión prácticamente universal, aunque en la gradación de acceso que establece el mercado. Ver lo que ven todos, entonces, es ver televisión. Si la realidad es lo que dicta la opinión pública, que gira en torno de la televisión, entonces, la realidad es lo que muestra la televisión.
La cuestión es para dónde enfoca. Para donde enfocan las cámaras, y cuál es el criterio que determina que las cámaras enfoquen para ahí. Donde mira para mostrar. Qué fragmento. Un gran ojo, omnisciente, que mira para mostrar. Que puede verlo todo, pero que raramente se muestra a sí mismo de manera realista.
El problema, en rigor, es mirar la televisión como quien mira la realidad. Guardaría relación con cierta perspectiva oriental que entiende lo que llamamos realidad como mera apariencia, como una ilusión. Una representación –en el sentido más teatral de la palabra.
Es decir, de algo que está en el lugar de la realidad, pero que no es real, sino apenas una versión acotada de la realidad. La realidad vista a través de un código de interpretación que establece jerarquías de valores para la palabra y la imagen. Que le da un lugar para cada cosa. Que constituye un orden.
Incluso no son pocos los que pasan por alto ciertas cuestiones naturales de las relaciones de mercado y hacen como si nada de eso pudiera afectar la objetividad que establece –más que ejercer– la maquinaria de la comunicación masiva. Objetividad que se asume como una virtud de facto respecto de la información que derrama sobre la sociedad.

Posiciones.
Tomar posición, tomar partido. Tomar determinaciones. Decir: yo de este lado. En lo posible, más allá del mero interés individual. Porque se abre un nuevo tiempo de elecciones. Colectivas, que hacen al conjunto social con su diversidad inherente. Pero con una pertenencia (en) común: el país. Para seguir desandando todo lo que resta de la destrucción sistemática de la conciencia nacional que inició la dictadura y se extendió por un cuarto de siglo.
Para profundizar el camino de las necesarias recuperaciones, reconstrucciones y consolidaciones que inició el país hace poco menos de seis años. Pensando y sintiendo en nacional. Coincidiendo con Zitarrosa en aquello de que hay una forma de amar que es un modo de conciencia. Especialmente respecto del país y el pueblo del que se forma parte.
Los argentinos se dirigen hacia otro punto de inflexión de esos donde se pone en juego su destino como nación. Donde lo que nuevamente está en cuestión no son las desprolijidades de la que ninguna gestión está exenta. Porque lo que subyace a la superficialidad criticona de la oposición es el cuestionamiento no a los detalles sino al trazo grueso del proyecto nacional en marcha –con las dificultades propias y ajenas del caso– desde el 25 de mayo del 2003.
El interés nacional, el interés del conjunto viene cobrando cuerpo desde entonces en el Estado nacional recuperado para las mayorías populares.
Sólo la ingenuidad puede suponer que es la mejora del actual modelo lo que motiva a la oposición en su arremetida cada vez con mayor ánimo destituyente.
Sólo la ingenuidad puede suponer que la oposición representa un proyecto donde se consolidarían los avances, para seguir construyendo sobre ellos un presente y un futuro mejor para el conjunto de los argentinos.
Sólo la ingenuidad, que en política suele distar mucho de ser inocente.
Lo concreto es que en el contexto actual, todo avance de la oposición implica un retroceso para los intereses nacionales. Esto quedó demostrado rotundamente en el transcurso del conflicto con la Sociedad Rural –que aplaudió a todas las dictaduras porque formaba parte de ellas– y sus lacayos pseudo–progresistas que para luchar mejor contra la pobreza se pusieron del lado de los ricos.
Cuídense porque andan sueltos. Como chancho por la casa. Y quieren repetir la historia del año pasado. Pero para evitar que se repita como parodia ya prometieron –por boca de Buzzi, uno de sus monigotes más destacados– los muertos que dicen haber querido evitar la temporada anterior. Aparte, la continuación de su campaña de descalificación de la democracia se viene con una remake del voto calificado. Donde el voto de los patrones vale doble y es más: ya prometen decirle a la gente –como lo hacen con sus peones, con la bendición del Rey Momo– qué votar o qué no votar. Dando por sentado que la gente no sabe lo que más le conviene.
No a la misma gente, sino al club exclusivo de los bolsillos gordos conocida como “El campo”. Como diciéndole a la gente: “Ponete así”. Para jugar al Cleto.

Brancaleones.
Esa actitud de la oposición complaciente con “El campo (de concentración económica)” se confirmó como tendencia firme en cada una de las tenidas subsiguientes en el escenario institucional del parlamento. Todas ellas dirimidas con mayorías más que suficientes a favor de las iniciativas del Estado. Y todas ellas ocasiones de orsai donde los variopintos personajes de la oposición –tan definidos como están por el oportunismo– no perdieron oportunidad de quedar en evidencia, como quien dice, de mostrar la hilacha.
Sea por la movilidad jubilatoria, en cuyo debate ignoraban maliciosamente la relación directa entre la cantidad de trabajadores en blanco y lo que se puede garantizar como pago a los jubilados. Al mismo tiempo y como quien no quiere la cosa se le recriminaba al gobierno haber incorporado más de un millón de personas a los beneficios de la seguridad social. Y después dicen estar a favor de una sociedad más inclusiva.
O más aún, cuando se recuperó de la administración de los aportes por parte del Estado, donde se desgarraron las vestiduras en defensa de las AFJP con una vehemencia que nunca es gratuita. Con loas al Sacro Mercado Financiero, pregonaban que el gobierno tenía que imitar lo que se hacía en el norte, es decir rescatar a las instituciones financieras –allá los bancos, acá las AFJP, todo un monumento al choreo– sin percatarse siquiera si se arruinaba la gente.
O peor todavía, las desopilantes iniciativas para quebrar Aerolíneas Argentinas hasta ver qué se hace, como quien mata al enfermo para luego discutir tranquilos el tratamiento. Finalmente la nacionalización terminó imponiéndose, incluso contra el lobby de alguna línea aérea extranjera a favor de los cielos abiertos que fuera recibido con los brazos y quizás los bolsillos abiertos por más de un “referente” de la oposición. Una oposición que dejó blanco sobre negro los límites de sus propias posibilidades: mucha declaración, mucha conferencia de prensa. Y nada de nada de técnica legislativa, nada de aporte al bien común. Apenas proyectos que no remontan la categoría de mamarracho, garrapateados de apuro, apenas para tener un papel que blandir frente a las cámaras de la tele.

Narices.
La oposición se alista en una decidida vocación por el ¡escándalo!, a tono con los requerimientos de la comunicación masiva para llamar la atención del televidente. Porque en el ¡escándalo! –en la confusión del griterío– lo único que queda claro es lo oscuro de sus pronósticos, que no son más que la expresión del oscuro objeto de sus deseos.
Aunque la falta de claridad en la mayoría de las cuestiones no sea más que el humo de la comunicación masiva, que como aquel humo de los ruralistas, tapan el camino para que no veamos más allá de nuestras narices.
Narices. Esa manera de decir: “llevarlo de las narices”.
Como a los toros. El toro es un animal, como se sabe, pesado. Si se quiere moverlo, trasladarlo, por lo general para mostrarlo, para venderlo, para faenarlo.
Esto es, para hacerlo "cambiar de posición" en beneficio de lo que el otro quiera hacer de él. Si se lo quiere mover, hay que apelar a una zona sensible del cuerpo del toro. Por caso, las narices. Un aro allí. Una cuerda atada al aro y en el otro extremo la mano del peón, que no del dueño necesariamente. Se tira de la cuerda, al toro le duele. El toro se mueve para que no le duela. De esa manera va para el lado que el peón rural –o el patrón de estancia– quiere.
Si hay gente que sabe de esto, es la gente del campo.
No faltó quien dijera que el vice–adolescente Julio Cobos era como un toro. Tampoco faltó quien le pusiera de nombre "Cleto" a un toro de la exposición rural. ¿Será por aquello de "llevarlo de las narices"? ¿Cleto? Sí, el mismo. Ese que no encontró nada mejor que convertirse en emo la madrugada que se definía a favor o en contra una mejor distribución del ingreso en el sector agrario. Para terminar votando –eso sí, con el corazón– a favor de la concentración económica y que los menos favorecidos de esa actividad se jodan literalmente. Pero el emo, en pos de algo de trascendencia, no dudó en trasmutar hacia un remedo de flogger, capaz de todo con tal de salir en la fotito.
En otro contexto, ese afán de “encontrar consensos” entre intereses contradictorios, hubiera rescatado al soldado Ryan, para luego entregárselo a los nazis. Y en el juicio sumario por traición, previo al fusilamiento, tampoco se hubiera privado de sus mohínes y pucheritos de nene incomprendido que metió a la mascota de la familia en el horno prendido para que no tuviera frío.
Noticia vieja, que en definitiva es el destino de toda noticia. Pero es algo que había quedado en el tintero, atragantado. Al menos se puede decir que de aquellas lluvias, estos barros. O entretanto que sirva como excusa, para salir del paso, el hecho de que toda escritura está siempre en el pasado.

Carriopatías.
Parece ser la eterna pregunta. ¿Es o se hace? Porque Carrió actúa como si fuera la suegra de todos los argentinos. Una suegra universal, sacada de algún burdo chiste machista.
Carrió desafía al contendiente del caso a traspasar los límites del buen gusto. Porque Carrió no es, se hace.
Representa, en el sentido de antiguo acto escolar.
Carrió no es loca, como le dicen. Se hace. La va de loca. Para provocar que más de un desprevenido pise el palito y se lo diga y de esta manera queda ostensiblemente “como nuestros hermanos los indios” ante una opinión pública escandalizada, –y como se la dejan en bandeja, entonces ahí la va de víctima, de perseguida– porque lo políticamente correcto y el mismo buen gusto establecen que no se dice eso de una mujer.
Aparte, si vamos al caso, locas eran las de antes. Las sufragistas, Eva Perón, las mujeres de la Resistencia, las Madres, las Abuelas. Porque en la Argentina, tratar de loca a una mujer con actuación política es inscribirla en un linaje que a Carrió le queda grande.
Lo suyo está más cerca de China Zorrilla que de Alicia Moreau de Justo. Porque Lilita no es más que una actriz menor con pretensiones de Berta Singerman, soñándose una profesional de la declamación.
Alguno podrá pensar que lo que pasa es que no encuentra su público, como diría Jorge Corona. Su prédica venenosa y su platinado de barbie hacen de su invariable bronceado una fija en los chimentos de la tarde. Lo suyo es sin duda la chismografía, las habladurías. El problema que tiene la diva es con el tamaño de su público, que le ajusta un poco demás en la sisa. Con su público sucede como con la frazada corta, si cubre por izquierda se descubre la derecha, si se tapa los hombros se destapa los pies. Aunque vaya mutando incansablemente de matiz político, desparramando su menjunje bizarro de lecturas delirantes, Carrió no logra concitar la atención más que de unos pocos desprevenidos o mareados por la automedicación.
En su megalomanía galopante, ella se quisiera un ícono, algo así como un símbolo viviente, padre y madre de la patria rivotril que sueña con fundar. Pero aunque el Toti Flores le diga que es Evita y se imagine su Paco Jamandreu, le falta más que un hervor, lo que la lleva una y otra vez a contentarse con su poder de autosugestión. Para seguir creyéndosela. Porque a pesar de todo, el espectáculo debe continuar.
Aunque Carrió, con aparecer en la pantalla ya se da por satisfecha. Por eso se la ve siempre tan oronda en su autocomplacencia, siempre desaforada y omnívora.
Sus “armados” siempre intentando emular la foto de los personajes del año de la revista Gente. Pero: las ganas, quedarse con ellas. Porque nunca le alcanza con los notables que junta, ni con el tiempo que logra retenerlos.
Es que a la larga o a la corta termina cansando. No es fácil seguirle el tren, porque su imaginación no conoce sosiego ni límite. Una erudición fingida, un cierto barniz intelectual, abstruso y por eso supuestamente profundo. El pozo para el poste de luz también es profundo.
La va de célebre, un poco a lo Félix Luna, pero el hombre al menos promovió el interés por la historia argentina.
Disfruta de la fama y se le ve en la cara, en esa búsqueda de síntesis entre los platinos reaccionarios de Susana y la verborragia filosa de Moria, lo que se dice, la diva perfecta, aunque deba resignarse en estas cuestiones con ser apenas y obviamente de cabotaje, de vuelo gallináceo, de aquellas que tiene que dar gracias si sobrevive a la temporada. La política suele ser más generosa que el mundo del espectáculo y para Carrió un ámbito más que propicio para hacerse la artista.
Mientras por un lado se hace la artista, por el otro coquetea con los poderes fácticos. Se le suele achacar su declarada incapacidad para gobernar y aún más para gobernarse. Pero es que ella no está para eso.
Ella siente el llamado de la Historia (cuando no es más que un estertor del pasado) que la empuja a ponerse al frente de una nueva revolución libertadora, como una Luisa Vehil rediviva, para servir a intereses igualmente antinacionales. La denuncia a la bartola y a mansalva es antes que nada una promesa de persecuciones, de inquisiciones purificadoras como las que ha padecido el movimiento nacional en otros largos tiempos.
Fiel a su concepción teocrática o a su delirio místico, Carrió le exige milagros al gobierno. Como ningún gobierno puede hacerlos, eso le garantiza la eterna oposición, en la impostación y la impostura propia de todo personaje mediático.
También la va de mantenida, cuando en realidad responde a intereses económicos concretos a los que es funcional, como ha quedado en evidencia durante la asonada ruralista en sus coqueteos iniciales con el bestialismo agrario, genuino corporativismo fascista disfrazado de cordero degollado. Quiso subirse al escenario, es cierto, pero por un público que ella sentía suyo, que se lo debían. La pared del ¡minga! fue más fuerte que su carisma ¡maravilloso! Y se tuvo que quedar al pié y de a pié, como había ido. Mirando desde abajo del escenario, como una más. Escena de “Lo que el viento se llevó” con la heroína caminando entre las ruinas humeantes de su propia egolatría.
Pero si hay algo que llama la atención es su autorreferencialidad absoluta, sin fisuras, su falta de consideración para cualquier evidencia que la contradiga. Un ejemplo de ello es su temprana autoproclamación como líder de la oposición.
Ecuménicamente, de toda la oposición. Más allá de lo que opine el resto. Ella lo dice y basta. Como canta Calle 13: “Pues no me importa / que tu vas a bailar porque YO quiero”. Para que en su pensamiento mágico la mera palabra se convierta en realidad.
Apocalíptica en su comedia de verano recuerda al capítulo de Los Simpsons en que Homero supone descubrir la fecha y la hora del fin del mundo para que finalmente y como es previsible, el Apocalipsis nunca llegue.

Peronismos imaginarios.
Un fantasma recorre los discursos de campaña. Es el peronismo. Parece ser inevitable. En cuanto el clima nuevamente comienza a calentarse al compás del calendario, cuando va arreciando la inminencia, ese fantasma electoral comienza una vez más a recorrer la política argentina con su sombra terrible. En la medida que se acercan los comicios vuelve a subirle el precio, para caer estrepitosamente a cero al día siguiente de conocerse el resultado.
Como si fuera el talismán del que todos quieren poseer una parte. Una pata. Para que el armado se pueda sostener. Ingrediente o cucarda siempre inasible, impalpable; porque es casi siempre imaginario.
Peronismos imaginarios, tantos como peronistas. Y sin embargo poco cantaría Viglietti.
Ese peronismo sin el que no se puede, pero que sin embargo con el que para algunos no se debería.
Porque les resulta lógicamente imposible, fisiológicamente insoportable. Tolerado apenas en dosis homeopáticas, en proporciones que puedan digerir, siempre diminutos fragmentos que se crean en condiciones de domesticar.
Peronismos imaginarios, virtuales. Peronismos cuentapropistas, inorgánicos. Sólo ortodoxos de sus intereses personales.
En general disidentes de la propia doctrina, lo que les da una enorme libertad de acción para declararse prescindentes de las reconstrucciones todavía pendientes. Con el carnet en alto, son capaces de hablar hasta con los extraterrestres –siguiendo el camino iniciático del inefable puntano– o con el diablo mesmo, ante la mera expectativa de un lugar expectable en alguna lista.

Inseguridad televisada.
Hay inseguridad. En los televidentes. La televisión promueve frontalmente toda una doctrina del encierro y para el encierro. Del encierro de los delincuentes para que el televidente pueda salir a la calle. Pero hasta tanto queden en libertad sujetos dispuestos a delinquir, el encierro es para el televidente en su casa. Lo más cerca posible de la televisión. Para terminar formando parte de lo que se dice un “público cautivo”.
Como lo diría un canal de noticias: “si hay inseguridad, no salís a la calle; si no salís a la calle, los delincuentes tienen la vía libre; si los delincuentes tienen la vía libre, la inseguridad aumenta. Entonces te encerrás en tu casa, donde tu única vinculación con el exterior pasa a ser la televisión; y la televisión te dice todo el tiempo que hay inseguridad...” Groucho Marx –otro Marx que debiera ponerse de moda con la crisis financiera global– decía creer en el potencial educativo de la televisión, porque cuando alguien prendía el aparato, él se retiraba a leer un buen libro.
¿Hay inseguridad? Hay, por caso, delincuencia, criminalidad. No “hay” inseguridad, sino que mas bien se “siente” inseguridad. Miedo. Pánico. Terror. Que como se sienten, por eso mismo se pueden infundir, si hay quien se ocupe de ello. No es que haya inseguridad, porque esa noseguridad lo que viene exigiendo, de Blumberg para acá, es lisa y llanamente su contrario: se–gu–ri–dad, me entiende? En el sentido de expresiones tales como “fuerzas de seguridad” o “doctrina de la seguridad”, pero a lo Bush. En los hechos: represión. Movimiento en el que se potencia lo peor de la Argentina troglodita.
De modo que, encierro para todo el mundo. Pero el hit de la temporada parece ser “Prisión para los chicos”.
Sombra terrible de Rascovsky yo te invoco, para que desde el fondo de las últimas décadas, vengas a exponer tus ideas sobre cierta tendencia que pretendiste universal, de los grupos humanos a sacrificar a los niños. Eso de lo que hablaba en su libro “El filicidio”, poniendo como ejemplo a la práctica difundida de la guerra, donde a los que se manda a morir es a los más jóvenes. Que de allí vendría lo de “Infantería”.
O veamos la edad promedio de los argentinos “desaparecidos” en la guerra que las fuerzas armadas declararon a la sociedad, no sin la ferviente colaboración de numerosos y calificados civiles convertidos al credo castrense de manera conveniente.
Unos cuantos quieren bajar, a toda costa, la edad de imputabilidad. Incluso, hasta el absurdo. Que el Estado los castigue con dureza. Para que aprendan. Sin considerar todo lo que el Estado les debía dar y sin embargo no pudo garantizarle.
Ver al habitante menor de edad como delincuente a priori, es negar palmariamente que es un sujeto de derechos. Que este país a través de sus instituciones, asume instrumentos internacionales, como la Convención de los Derechos del Niño, que si la idea es ponerse riguroso, hay que ver en qué proporciones se cumple. Y qué hace la sociedad para que así sea.
Este país, como les gusta decir a algunos, estableció la obligatoriedad de la educación para los menores de edad. Diez años. Cuando el Estado se encuentra con habitantes menores de edad en situación de riesgo, sería saludable que el Estado –especialmente el Estado local– estableciera los procedimientos para preservarlos del riesgo, supliendo el abandono. Asumiendo quizá no tanto una actitud paternalista, de la que nuestra historia siempre asoció al autoritarismo, sino más bien una actitud mas afín a la democracia. Digamos, “maternalista”.
Que en definitiva de niños se trata, más o menos crecidos, más o menos terribles, más o menos salvajes.