domingo, 2 de marzo de 2014

Televidentes o ciudadanos




*Publicado en la revista Actitud nro. 23 (Abril de 2008)  

Desde el momento en que la opinión pública se articula como un mercado, no parece razonable esperar que se comporte de otra manera que no sea como un mercado, mostrando una tendencia a la autorregulación, que en la práctica implica su regulación desde adentro del mercado, función que recae naturalmente sobre la parte más y mejor organizada, que atendiendo las asimetrías que le son inherentes, suelen ser por lo común las empresas con mayor participación en el reparto.
Un mercado, sí. Altamente imperfecto. Concentrado como todos los mercados que integran el mercado interno argentino, que se traduce en un conglomerado de monopolios y oligopolios donde los intereses del poder económico que de ellos emerge se muestran invariablemente inflexibles a cualquier cambio que vaya en su desmedro, es decir cualquier cambio que no se oriente decididamente en el sentido de siempre mayores ganancias.
Un gran mercado, el de la opinión pública, particularmente centralizado, pero no un mercado cualquiera.
De hecho, se trata de uno de los mercados más característicos de la época actual, sin el cual no hubiera sido posible la configuración de las relaciones sociales conocida como globalización. Porque la globalización se ma- nifiesta ante todo —y todos— como un efecto de comunicación.
Que una de cada dos personas en el mundo tenga teléfono celular es apenas un dato, pero algo nos dice del tiempo en que vivimos. Toda una parafernalia de productos tecnológicos que trascendiendo el mero orden de los objetos, genera de continuo un entorno artificial, electrónico, que codifica elementos y relaciones, estableciendo el sentido del devenir en las poblaciones humanas. Integrado al mercado global cumpliendo precisamente una función integradora, reproduciendo formatos uniformes que trascienden los límites que otrora imponían geografías y culturas.
Como parte del poder económico, es razonable que los medios masivos reflejen el punto de vista del sector de la población al que literalmente pertenecen. Es decir, no tanto por una cuestión de pertenencia sino por una cuestión de propiedad. Por más que, como lo dicta una sistemática estrategia de marketing, se muestren a sí mismos no ya como la representación de la gente, no ya como parte de la gente, sino como la gente misma.
Entendiendo como gente no al conjunto social sino a la parte buena y sana de la población.
Reducción del sujeto social por focalización, sustitución velada del protagonismo social, confusión de subjetividades y a la vez la propia ponderación como medida absoluta de la libertad disponible en su marco, la libertad de decir lo que quiera al micrófono, a la cámara.
Templo de la libertad de expresión —sutilmente subordinada y funcional a las relaciones comerciales que la canalizan haciéndola posible— repugna toda posible regulación estatal de cualesquiera de las actividades que involucra ya que su mera mención es percibida y comunicada como una profanación que nos pone a las puertas del Apocalipsis.
En la relación adversativa que establecen los grandes medios con el Estado, todo parece justificarse para los medios en aras del ecumenismo opositor, donde la pluralidad se reduce a un coro en el que pueden coexistir tanto la izquierda pre–soviética como la derecha pre– industrial entre otras antiguallas y matices, con la sola condición de mantenerse fieles al repertorio temático que imponen los medios masivos al conjunto de la sociedad.
Pero no se trata de una falla lógica en la trama de los discursos que entretejen la malla que nos contiene, que nombra y explica la realidad, estableciendo la naturaleza de las relaciones entre los innumerables elementos que la constituyen y la determinan compleja.
El maniqueísmo mediático da cuenta de una coherencia más profunda, la que habla de intereses que son concretos tanto por estar claramente definidos como por ser fundamentalmente materiales.
Basta reproducir el esquema simple de los buenos y los malos, dividiendo la realidad como si fuera una cancha de fútbol, para hacerse una imagen de este partido en el que a los medios masivos le corresponde tanto el papel de relator como el de árbitro a favor de quienes han sido determinados previamente como parte de “los buenos” de acuerdo a los criterios establecidos por los mismos medios. Un árbitro parcial, porque frente al mal —en cualquiera de las formas en que se lo entiende en el espacio virtual de la opinión pública— la justicia puede parecerse a la indulgencia y la ecuanimidad un beneficio escaso que apenas si alcanza para los propios, en un esquema que sacraliza los intereses afines y demoniza aquellos que puedan resultarles, aunque mas no sea potencialmente, contradictorios.
Un espacio donde las apariencias cuentan; después de todo no hay que olvidar que los tiempos actuales corresponden al reinado de la imagen, donde es real lo que se ve. O más precisamente lo que muestra la televisión.
Donde la lucha de clases que planteaba el marxismo se resuelve en una suerte de división del imaginario social donde a cada segmento de la sociedad le correspondería un rol definido, preestablecido de acuerdo a un canon casi siempre implícito.
Así, la participación de las clases populares, en particular de aquellos en situación de pobreza, suele estar asociada en la pantalla a un repertorio limitado de posibilidades generalmente en torno de la desgracia o el desastre. Al otro extremo económico de la sociedad, el que corresponde a las minorías del mayor privilegio, le corresponden otras secciones de los medios, las páginas pobladas por los ricos y famosos, mezcla de noche y farándula, donde el éxito y la belleza reivindican cierto darwinismo social que los pone por encima del común de los mortales.
Entre uno y otro extremo, los sectores medios que cobran relevancia mediática a través de reclamos siempre airados, de manifestaciones siempre legítimas, de movilizaciones que se presuponen siempre ajenas a todo clientelismo. Podría decirse que los pobres son protagonistas legítimos de la noticia cuando sufren, los ricos cuando festejan y la clase media cuando protesta.
Podría decirse, pero es tan esquemático que parece sacado de la televisión.
El hecho de estar en el medio puede dar la sensación de estar en el centro, de ser el punto de referencia insoslayable para definir el arriba y el abajo, así como también la izquierda y la derecha. Extremismo del extremo centro en un país como la Argentina donde, como dice Luis Felipe Noé en su libro Una sociedad colonial avanzada, aquella lucha de clases se reduce a la lucha por la clase media. Porque con su propio estigma autorreferencial a cuestas, la clase media sólo existe para sí misma, en la escala social sólo es tenida en consideración por ella misma, ya que vistos de abajo todos parecen ricos y vistos de arriba todos parecen pobres. La clase media termina siendo así, sólo un tema de la clase media. O sea, que hablar de la clase media, criticarla y aún atacarla, suele ser un signo característico de la pertenencia a ella.
Sectores medios que se sintieron populares cuando la necrosis de la pauperización comenzó a alcanzarlos, producto de la crisis del modelo neoliberal al que habían acompañado con euforia variable concordante con una relación ciclotímica siempre yendo y volviendo de la ilusión de las promesas a la desilusión de los resultados.
Pero aquellos albures populistas de tardío fin de siglo, resultaron no ser otra cosa que salpicaduras de un barro ajeno que fueron diluyéndose con la persistente recuperación económica, a partir de lo cual los sentimientos fueron dejando de confundirse para volver a sus cauces habituales.
La solidaridad con los menos favorecidos fue cediendo así al recelo, recuperados paulatinamente los ahorros y la posición social, la problemática central de los sectores medios se fue corriendo hacia su histórica pretensión de linaje, que ha sido la identificación ilusoria con los “sectores altos” con quienes sólo tienen en común el hecho de mirar desde arriba a los “sectores bajos” de la sociedad. Encontrando nuevamente el punto en común de que tanto para unos como para otros la inseguridad suele tener cara de pobre. Un cambio de perspectiva que posiblemente tuvo como punto de inflexión la desgracia sufrida por el no–ingeniero Blumberg y su devenir posterior que significó la consagración definitiva de la inseguridad como caballito de batalla de la comunicación masiva en su interpelación a los poderes del Estado democrático. La ecuación es simple, porque si bien toda posible sensación de seguridad es siempre relativa e imperfecta, cualquier sensación de inseguridad tiende a ser absoluta, especialmente si es promovida de manera sostenida por el efecto multiplicador dirigido a todas las pantallas.
La realidad planteada como escenario por los grandes medios en Argentina ofrece al observador el desarrollo dramático de un relato incesante y de apariencia múltiple en el que —puestos a identificar regularidades, situaciones recurrentes— puede reconocerse a simple vista el "doble standard" de un maniqueísmo donde no son las acciones las que califican la moral de los sujetos, sino al contrario: son los sujetos quienes califican las acciones. Es decir, donde algo es bueno o malo, loable o indeseable, justo o abusivo, dependiendo de quién lo haga. Frente a los cortes de ruta, por caso, los medios masivos prodigan trato diferencial de acuerdo a quienes los protagonicen. Lo mismo para los actos de fuerza. Un lock—out patronal se transforma así en un “reclamo del campo”. A pesar de que los perjuicios que prometen a la sociedad en caso de no verse satisfechos sus planteos, exceden con mucho los que hubieran hecho hablar de salvajismo en el caso de que los impulsores fueran sindicatos de trabajadores u organizaciones piqueteras, la posición de los grandes medios oscila entre la neutralidad y el apoyo. Pero la construcción mítica de ese colectivo social sintetizado como “El Campo”, parece sin embargo mostrar en el anclaje territorial que denota la metáfora un cierto atavismo feudal, ya que pone el eje en el lugar antes que en las poblaciones humanas que lo habitan. La diferencia es notable, porque referirse al “campo”, así, es hablar, en definitiva, de los dueños de la tierra. Lo que de esta manera acota más claramente el perfil del verdadero actor social en conflicto.
Sin embargo, es respecto de otra problemática, posiblemente más preocupante, como es la inseguridad vial, donde queda en evidencia el lugar que los grandes medios asignan a los diferentes actores sociales y entre ellos, a sí mismos. En esta cuestión, la población está invitada a seguir por los medios la evolución creciente de la siniestralidad por accidentes de tránsito que la misma sociedad protagoniza. Una mortalidad que es consecuencia de comportamientos anómicos, acaso atávicos, donde la norma sólo es aplicable a los otros. No hay tipificada una “delincuencia al volante” por parte de cierto periodismo afín a la mirada represiva frente a la pobreza. Será porque no son pobres los que tienen los autos más potentes. Los medios se limitan a dar el parte diario de los muertos. A ser el reflejo bobo de una sociedad que en gran medida se limita a mirarse por televisión. Aunque también es cierto de que se trata de una sociedad todavía convaleciente, tras una sucesión de hechos traumáticos, una verdadera historia de exacciones que dejaron el tejido social hecho girones.
Aún así, la sociedad fue recuperando su Estado y con la acción del Estado fue recuperando su economía. Falta aún cierta revolución de las conciencias que le permita ver a la sociedad que en este punto y para seguir, hace falta que reconozca la necesidad de recuperarse a sí misma, de asumirse en proceso de rehabilitación.
Esto es, recuperando en mayor medida la iniciativa y la voluntad de cambio, de trabajo cooperativo, de participación ciudadana. Para constituirse en la base y el motor de la etapa de institucionalización si no definitiva, al menos sustentable que el país está llamado a darse con el liderazgo del Estado nacional, para consolidar el crecimiento y avanzar con mayores certezas en el sentido de un desarrollo con equidad para el conjunto de los argentinos.
 

El peronismo, ese sujeto.



*Publicado en la revista Actitud nro. 22 (Febrero de 2008)  
 “No yo, sino en mí.” Agustín de Hipona
1.
Se pueden intentar todas las formas de eludirlo. Infructuosamente.
Es sabido que lo han intentado casi todo con él. Con “eso” que es. Intentaron borrarlo, cooptarlo, definirlo, delimitarlo, desaparecerlo, difamarlo, domesticarlo, encorsetarlo, fusilarlo, infiltrarlo, ningunearlo, perseguirlo, prohibirlo, proscribirlo; silenciarlo, vaciarlo; lisa y llanamente: negarlo de plano. Sin embargo, el peronismo permanece. Es. Como el abejorro que a pesar de transgredir no pocas leyes de la aerodinámica, sin embargo, vuela.

2.
Después de 1955, el peronismo nunca volvió a ser uno. Fragmentos uniéndose y rechazándose de acuerdo a la coyuntura del caso. En torno de los fragmentos: facciones, grupos, hilachas en la diáspora, esquirlas, gérmenes de peronismo en diseminación. Contaminándolo todo. La fragmentación lo hizo omnipresente.
Qué mejor, si el peronismo opera como un virus. “Yo no me hice peronista —me dijo una vez Alfredo Moffat— yo al peronismo me lo contagié en la villa”. Si Perón ironizaba sobre la diversidad del “aden- tro” (“…los hay ortodoxos y heterodoxos; los hay combativos y los hay contemplativos…”), hoy están en todos lados. Aunque cabe suponer que hoy los contemplativos son algo así como una mayoría silenciosa. Hay algo de o del peronismo en cada una de las variantes provinciales y municipales. Los que conviven bajo un mismo techo, arman una interna, como bien aprendieron de los radicales. Si están en tierras extrañas, conspiran. Hay declarados peronistas incluso en el Pro, emulando a Martín Fierro devenido Don Segundo Sombra, gaucho manso fiel al patrón. Hasta los hay con Carrió y su “síganme que los voy a defraudar”, siempre desafiando la templanza de quien pretenda tomarla en serio. Incluso hay una mujer que se formó al calor de la militancia política y asume el peronismo como parte de su identidad. Ejerce la primera magistratura de la república por el voto popular.

3.
No obstante, hay que reconocer que el peronismo está, por así decirlo, sobresignificado. Padece o disfruta de una saturación de interpretaciones al infinito. Su historia es la de una obsesión genuinamente argentina, esto es decir, organizada como un partido de fútbol, con enfervorizadas parcialidades, una a favor y otra en contra, usinas de identidades enfrentadas. A muerte, en el límite de la negación del otro. Una ceguera que se encarnó particularmente y con una frecuencia abrumadora en la parcialidad contraria, o contrera. Fue asumirse gorilas y actuar bestialmente casi una misma cosa. El odio de algunos lo hizo más querible a los ojos de otros. Particularmente de integrantes de la clase media y sectores estudiantiles que se fueron acercando cuando no incorporando al “movimiento” con su propia lógica en la mochila, provocando así una de las primeras mutaciones genéticas en su naturaleza. Porque en cierta medida el peronismo también sobrevivió por aquellos que lo consideraron una aberración, que lo relataron como una película de miedo, tratando de copiar la atmósfera ominosa de “Casa tomada” de Cortázar.
Esos que nunca pudieron aceptar su mera existencia y en esa negación no le dejan otra alternativa que afirmarse.
Para continuar siendo una identidad viviente.
En la dispersión permanece como capital simbólico, virtual, por tanto también intangible, inasible: ideológico.
Dos ideas se instalaron en el consenso político. Que con el peronismo solo no alcanza y que sin el peronismo no se puede. Algo que, pongamos, en 1953 hubiera ahorrado mucha sangre y mucha muerte, sin embargo, ya no puede considerarse suficiente más de medio siglo después.

4.
Dividió el país de manera tajante, porque puso las cosas blanco sobre negro, inscribiéndose míticamente en la tradición independentista y poniéndose del lado de los que menos tienen. Se convirtió a sí mismo en un mito, es decir, en una cantera de sentido. Durante décadas, pocos le fueron indiferentes en el país, compelidos a tomar partido en un sentido u otro. Cambió la historia argentina para siempre (por lo menos hasta hoy) y por eso hay quienes no se lo perdonaron nunca.
Esos, para quienes resulta impensable cualquier piedad para con el peronismo. Desde entonces, relativizaron todo aquello que lo hiciera una víctima y dieron valor absoluto a todo lo que se le pudiera criticar.

5.
Muchos, en su obstinada negación, jugaron con la ilusión de superarlo, pegando un salto al vacío conceptual de la sublimación, no llegando —que se sepa— mucho más allá de la caricatura simiesca. Porque para hacerlo habría que trascender una situación de pleno empleo, con trabajo digno para todos, con derechos efectivos para el conjunto de los habitantes. Sin hambre. Sin analfabetismo. Sin muertos por falta de atención. Para recurrir a la palabra canónica del credo peronista: realizar “la felicidad del Pueblo y la grandeza de la Nación”. Lo que guardaría correlación con un cumplimiento pleno del contrato social que expresa el texto de la Constitución nacional, con un sólido estado de derecho en lo político y un estado de justicia distributiva en lo económico.
Si se llegara a esa situación, y se diera un paso más en el sentido del progreso colectivo, con ese paso se estaría superando, trascendiendo, el imaginario del peronismo, sus condiciones de aparición, su razón de ser y su proyecto a concretar. En ese punto se lo podría abarrotar en la obsolescencia. Pero es inútil plantearlo, incluso meramente como posibilidad. Ese colectivo ya pasó hace rato. La continuidad histórica del peronismo se cortó en 1955. Para siempre. Luego, para hacerlo, si cabía, aún más irreversible, llegó la solución final de 1976 cuya acción de un cuarto de siglo casi destruye al país.

6.
Pero ese nombre que se parecía a la palabra nunca, después de mucho tiempo de ausencia comenzó a hacerse discretamente un lugar en la maquinaria del Estado nacional, a partir del 25 de mayo de 2003.
Puesto en funciones de peronismo de estado, fue zanjando en gran medida la eterna disputa de las distintas facciones en torno de la titularidad del peronismo verdadero, dejando en claro que no es otro que el que se manifiesta en los actos de gobierno y en sus consecuencias estratégicas. Ese peronismo que se hace, antes que decirse. Un peronismo que volvió a ser nacional en su alcance y sentido conduciendo los destinos del conjunto desde el comando del Estado nacional.
Devaluando así al peronismo declamatorio, de frecuentes acciones contradictorias con el bienestar general.
El peronismo de Estado, por el contrario, revirtió silenciosamente la tendencia de la distribución del ingreso para orientar la economía en el sentido de la justicia social. Fue haciendo una recuperación progresiva del trabajo, lo que fortaleció a los sindicatos que volvieron a participar institucionalmente en las decisiones colectivas.
Al final de la primera etapa del proyecto nacional en marcha desde 2003, la realidad social del país ha mejorado notablemente. Claro que no en la medida de lo necesario.
Puede ser un exceso de ingenuidad o algo peor pretender que la plena recuperación del país en tiempos de una vida humana puede lograrse exclusivamente con la acción estatal. Particularmente de un Estado que ayer nomás no era otra cosa que una montaña de escombros humeantes. Si la recuperación plena del país es una responsabilidad exclusiva de los gobernantes, ésta tendrá lugar seguramente en el largo plazo. Ese donde, de acuerdo al tópico keynesiano, vamos a estar todos muertos.

7.
Cuando el ciudadano común trasciende el ámbito de lo privado para insertarse en la esfera de lo público, se convierte en un sujeto político, en una primera instancia a través de la participación en el campo de la opinión pública. Porque el sujeto político existe en la medida que es visto. El sujeto político precisa de los medios de comunicación para ser visto. Existe un cierto acuerdo tácito de no agresión. El sujeto político y los medios establecen una relación de mutua conveniencia inicial, aceptándose mutuamente como males necesarios.
Un acuerdo que no siempre dura demasiado y deriva en los frecuentes naufragios de sendas carreras políticas. Cuando apuntan los cañones de la opinión pública no hay demasiada esperanza de vida. Sólo suelen quedar vestigios de la vida que fue y nada en adelante será igual. Son los medios los que establecen esta relación adversativa con el sujeto político, generalmente tomado de manera individual. El sujeto político no suele asumir esa relación adversativa ante el riesgo de pasar al ostracismo o a la condena, sin saber que así entra en una trampa difícil de salir. Si el sujeto político ocupa la Presidencia de la Nación y frente al cuestionamiento se dirige a la cámara para responderle, se desgarran vestiduras por doquier anunciando el advenimiento de todos los totalitarismos juntos. Paradoja de la expresión hablarle a la cámara que en ese acto se hace literal, deja por un momento de ser canal para ser destinatario del mensaje. Poniendo en escena de esta forma el cuestionamiento a una hegemonía real que es la de los medios de comunicación en el direccionamiento de la opinión pública en el sentido de sus intereses corporativos. Poblaciones paradójicamente sitiadas por la comunicación que comunica relaciones de mercado. Entrecruzamientos de lo público y lo privado, de la política y el mercado, del entretenimiento y la información, de la vanidad a la tragedia mediando una tanda publicitaria. El Pueblo devenido público; electorados instantáneos, celular en mano, votando cualquier cosa por unos cuantos pesos más iva.

8.
Durante la etapa que se inició en mayo del 2003, los grandes medios de comunicación se consolidaron como la columna vertebral de la oposición en Argentina.
Remanso de los políticos opositores, en quienes como en la televisión misma, la realidad suele confundirse con la ficción. Perón solía relativizar la incidencia política de los medios, diciendo que en 1945 los había tenido a todos en contra y sin embargo ganó las elecciones; y que en 1955 los tenía a todos a favor y sin embargo lo derrocaron. Desde entonces pasó mucho agua bajo el puente y la situación no es la misma, de manera correlativa la verdadera explosión en las comunicaciones que caracteriza a la fase actual de esta globalización planificada por el poder económico mundial.
Con sus matices particulares, habían cumplido un rol fundamental en el proceso que se inició con la última dictadura e hizo eclosión en diciembre del 2001, con la caída de un gobierno imposible de una Alianza que había nacido ritualmente en el programa de Mariano Grondona donde se presentaron en sociedad.

9.
Los principales medios de comunicación tuvieron una participación relevante incluso con anterioridad a instalada la dictadura, planteando el golpe como algo inevitable e irreversible. Luego contribuyeron al proceso en marcha instalando ciertas específicas fobias en la esfera de lo público. Fobias, o en el mejor de los casos desconfianza, curiosamente alineadas ideológicamente con los objetivos profundos del modelo inaugurado por Martínez de Hoz. En ese esquema, prácticamente todo lo que guardara alguna relación con el peronismo era candidato firme a tener lo que se llama mala prensa.
Durante los años de neoliberalismo furioso, el chivo expiatorio por excelencia era el Estado mismo, y correlativamente, la política con todo lo de peronismo que les pudiera quedar. Todavía resuenan, para muestra basta una ciudad autónoma, los ecos de aquella sentencia o maldición: “Achicar el Estado para agrandar la Nación”.
Una afirmación que, para algunos, convirtió a la palabra “liberales” en la sigla de “infames traidores a la Patria”. En momentos que el desprestigio de la política era abismal, el olfato comercial de algún buen narrador argentino del siglo pasado publicó un libro al que tituló “Yo te odio, político”. No es necesaria demasiada sagacidad para deducir que el descrédito de la política y del Estado en un régimen democrático es funcional a los intereses del poder económico, siempre demográficamente minoritario al extremo. Lo que deriva lógica e inexorablemente en el perjuicio de las mayorías.

10.
Siempre parece que ya se ha dicho todo sobre el peronismo y sin embargo es un relato que no cesa de escribirse. Hecho maldito del país burgués, en la definición de Cooke. Yendo por ese lado, un Romero podría preguntarse “¿Quién es el burgués?” y un Werner Sombart, no exento de controversias, podría contestarle desde las páginas de su libro titulado justamente “El burgués”, que se trata del sujeto económico moderno, con un mayor protagonismo a partir de la revolución industrial. Un sujeto económico propio del capitalismo —denominación que Sombart contribuyó significativamente a popularizar— que más allá de los tipos y variantes que puede presentar, se define centralmente por la racionalidad del lucro, que como un fin en sí mismo garantice mayores ingresos que egresos, que ese gusto por las ganancias puesto en primer lugar lo lleve a contratar el trabajo necesario con la aparición de la ¡plusvalía! Convirtiendo de paso no ya al trabajo sino al trabajador en un medio para la actividad lucrativa y ya no, para horror de la ética kantiana, considerar a ese otro como un fin en sí mismo. Si Cooke hubiera dicho “el hecho maldito del país patronal”, su definición hubiera sido posiblemente menos enigmática pero a su vez carecería del valor literario que la hizo memorable.

11.
La recuperación económica con una distribución del ingreso evolucionando en el sentido de una menor inequidad, generó el efecto colateral de una mayor exposición pública para los diferentes actores del sindicalismo. La mala prensa del sindicalismo es casi natural si se considera que los medios de comunicación, también son empresas con patrones y empleados, con empresarios y trabajadores. La frecuente expresión “caciques sindicales”, transitada por plumas tanto del progresismo o de amarillo perfil bienpensante, como del más recalcitrante conservadurismo, bordea decididamente los límites de la corrección política, por eso resulta menos chocante y más frecuente escribirla que decirla. Pero es sabido por cualquiera que trabaje en relación de dependencia: el peor sindicato es preferible a ningún sindicato, así como para cualquier democracia que se precie es preferible la peor prensa a que no haya ninguna. La cuestión, en ambos casos, posiblemente resida en no quedarse ahí. En no aceptarlo como la coartada perfecta. En asumirlo como un punto de partida. Y actuar en consecuencia. Cada uno de acuerdo a la responsabilidad social que le corresponde.

12.
Que cada uno haga una ética de su responsabilidad social, como dice el texto de aquel Modelo argentino para el proyecto nacional, puede verse como una síntesis posible del desafío que tiene el peronismo, cada peronista como parte de la comunidad que integra, de cara al futuro. Responsabilidad social. En cada sector. En cada actividad. En cada espacio de participación.
En el mercado. En el Estado. En la sociedad civil. En los medios de comunicación.
Pero fundamentalmente en cada sindicato en la medida de sus posibilidades materiales. Porque en Argentina, con sus más y con sus menos, el sindicalismo representa el nivel más alto de institucionalización de las organizaciones sociales. ¿Llegará el momento en que los sindicalistas argentinos superen el trauma de un cuarto de siglo donde sus representados fueron elegidos como enemigos por parte del Estado y en consecuencia ellos fueron invitados a bailar con la más fea, no por ellos sino por lo que representaban? ¿Podrán superar la cerrazón corporativa que les sirvió de último refugio en tiempos de neoliberalismo salvaje? ¿Podrán plantearse la responsabilidad social empresaria como una demanda común con diversos sectores de la comunidad, donde les cabe un compromiso ineludible en la articulación de alianzas estratégicas en el espacio de la sociedad civil? ¿Podrán no contentarse con perseguir la eficiencia del ingreso para contribuir con la eficiencia del gasto, la otra pata que termina definiendo el salario real, para descubrir que la “inflación de los supermercados” no constituye una fatalidad de la que meramente se toma nota para trasladarla a la discusión salarial y que no es poco lo que su experiencia histórica podría contribuir a una defensa del consumidor en serio?  

El peor gobierno de la historia



*Publicado en la revista Actitud nro. 21 (Diciembre de 2007) 

¿El peor? ¿Cuál? ¿Este que se termina? Claro, sí. El peor. ¿Para quién? ¿De qué estamos hablando? Este que se termina, sindicado por la oposición como “el peor gobierno de la historia argentina”. ¿Qué intereses concretos, minoritarios y mezquinos sangran por la herida y se vienen dedicando a pescar incautos en el océano de la opinión pública? ¿El peor, para quién? Para las mayorías —por lo que se sabe— de ninguna manera. Se revirtió la tendencia hacia una creciente desigualdad social y se recuperaron diez años en ese aspecto. Asimismo bajaron notablemente la pobreza y la desocupación, que antes eran casi aceptados universalmente como flagelos irresolubles frente a los cuales sólo había lugar para la resignación. Y no es que los sectores más privilegiados de la pirámide social se hayan visto perjudicados en este esquema progresivo de redistribución del ingreso. En términos absolutos, la gran mayoría de la población vive mejor hoy que al inicio de esta gestión presidencial. Algo que no tiene que guardar correlación absoluta con lo que cada ciudadano vote en las elecciones. Que el voto es “meramente” el ejercicio de la soberanía popular en democracia.
Porque el electorado, se sabe, nunca se equivoca.
Ni acierta. El electorado, “meramente”, decide. Elige, muchas veces a tientas, su destino.
No se equivoca ni acierta. De hecho, en las elecciones de 2003, más de las tres cuartas partes del electorado no lograron acertar con un gobierno que revirtiera la tendencia dominante a lo largo de un cuarto de siglo.
Un gobierno de recuperación. No lograron acertar, y ese gobierno, sin embargo, tuvo lugar a partir de una deserción y un 22,24% de los votos. Lo primero que demostró la gestión presidencial iniciada el 25 de mayo de 2003, es que hay una legitimidad de origen que deriva del caudal electoral y una legitimidad de gestión que deriva de las acciones concretas del gobierno en ejercicio de representación del conjunto.
Otros gobiernos de esta etapa de nuestra democracia —Alfonsín, Menem, De la Rúa— habían emergido con una fuerte legitimidad que se esmerilaba rápidamente en gestiones que no sabían, no querían o no podían asumir la representación en el sentido de las demandas sociales mayoritarias. El gobierno de Néstor Kirchner hizo lo contrario. No sólo en eso. Fundamentalmente en lo que respecta a la tendencia hacia una sociedad cada vez más injusta, que se inició con la última dictadura y prosiguió con la democracia incipiente.
Se termina una gestión presidencial que devuelve un país mejor que el que recibió. Menos injusto. Con menos pobreza. Con más trabajo. Un país mejor, también para aquellos que no lo creyeron posible por esta vía. Que no acompañaron el proyecto nacional propuesto al conjunto.
A juzgar por la diversidad que configuró el año electoral que dejamos atrás, el electorado argentino parece haber elegido la alternativa del mosaico, de la articulación de contrapesos para el ejercicio del poder democrático, demandando al mismo tiempo complementariedad en el sentido del bien común.
Pero posiblemente el dato más relevante es que se haya confirmado el fin de la autosuficiencia electoral de las tradicionales identidades partidarias. Un rasgo que, por historia, el socialismo conoce mucho mejor que el radicalismo y el peronismo, en comparación, verdaderos recienvenidos en esta arena. Esas identidades aparecen diseminadas en diferentes espacios, con diferentes propuestas, en proporciones variables.
Nutriéndolos y contaminándolos al mismo tiempo. Y su permanencia en el tiempo dependerá tanto del éxito o el fracaso de las alternativas en que se embarquen, cuanto de su ritmo de reproducción finalizada la época de los grandes bloques partidarios que contenían sus divergencias bajo banderas comunes.
Lilita tenía razón, cuando decía que estamos para un país mejor. El país que sepamos construir colectivamente, asumiendo las responsabilidades individuales, sectoriales y colectivas correspondientes. Articulando responsabilidades sociales con las responsabilidades políticas que surgen del mandato de las urnas. Sobre las bases ciertas de recuperación que dejó sentadas la acción del Estado nacional conduciendo al conjunto; con un criterio de inclusión universal; con el liderazgo de un Poder Ejecutivo que reconstruyó la autoridad presidencial como representación política de la ciudadanía, tras la gestión de un gobierno que, como dicen sus detractores, deja muchos temas pendientes. ¿Pero qué querían en apenas poco más de cuatro años? ¿Noruega?

Atavismos.
De todas maneras, sería conveniente no confundir identidad con mero atavismo. Corrían los tiempos iniciales de fervor alfonsinista y un periodista, pletórico de oficialismo desde su espacio en una radio por entonces estatal y encuadrada en la estrategia propagandística del gobierno, entrevistaba a Norberto Imbelloni, destacado protagonista de lo que se dio en llamar el “peronismo de la derrota” y con cierto paternalismo canchero pretendía reflexionar con él acerca de una supuestamente necesaria actualización semántica de la palabra “gorila”. Palabras más, palabras menos, le preguntaba si ese apelativo no había dejado de referirse exclusivamente a los más acérrimos enemigos declarados del peronismo, para pasar a denominar a todo aquel de vocación claramente antipopular.
La respuesta de Imbelloni fue tajante. Palabras más, palabras menos: “de ninguna manera”, contestó, reclamando para el gorila su especificidad antiperonista. Fin de la cuestión. Eran tiempos en que el “Chacho” Jaroslavsky imaginaba a Alfonsín como un “Perón democrático”.
Tiempos en que el entusiasmo de algunos soñaba con un “Tercer movimiento histórico” conducido por el radicalismo, subsumiendo y domesticando al peronismo, con un sindicalismo a imagen y semejanza del gusto de las clases medias. Expresión de lo que Rodolfo Kusch llamaba “un cierto elitismo de sectores medios”.
Pero la realidad suele ser brutalmente inapelable frente a las desmedidas ilusiones sin asidero a las que frecuentemente se aferra nuestra clase media y en relación con la utopía alfonsinista, más temprano que tarde y parafraseando a Cortázar en su “Conducta en los velorios”, amargo fue su desengaño. Nobleza obliga, cabe decir que más allá de todo resultadismo bilardista, nada de lo dicho implica ningunear los escasos aunque ineludibles méritos de aquella primera experiencia en la gestión de nuestra democracia recuperada.
Una democracia desde entonces siempre imperfecta, pero no por eso menos nuestra. O quizás por eso, justamente, nuestra.
“El domingo en la tribuna un gordo se resbaló. / Si supieran la avalancha que por el gordo se armó. / Rodando por los tablones hasta el suelo fue a parar, mientras todos los muchachos se pusieron a gritar: / Deben ser los gorilas deben ser, / que andarán por allí. / Deben ser los gorilas deben ser / que andarán por aquí…” La historia es conocida. Aldo Cammarotta escribió la letra de esta canción para un segmento de “La revista dislocada” de Délfor y de allí la palabra “gorila” saltó a la historia, tras ser asumida por el sector más reaccionario de la Revolución Fusiladora. La cosa venía, al parecer, de “Mogambo”, una película dirigida por John Ford en 1953, recientemente reeditada en formato digital, con Ava Gardner, Grace Nelly y Clark Gable. A partir de allí, el “gorilismo” se incorporó a la fauna política autóctona y nunca la abandonó, despertando en estertores de su eterna agonía, cada vez que algo le hace pensar en un nuevo “aluvión zoológico” en ciernes.
Cabe preguntarse: el gorilismo ¿es un atavismo? Según se lo entiende genéricamente, —como la tendencia a repetir cuestiones propias de un tiempo más o menos remoto—, la respuesta no podría se otra que la afirmativa. Pero fue un personaje bastante siniestro llamado Cesare Lombroso quien le dio al “atavismo” tintes desopilantes sólo atenuados por su brutalidad y trascendencia nefasta en el tiempo. Lombroso prefiguró el cruel reino de la imagen de nuestros días, a través de la condena por la apariencia y el prejuicio, con sus particulares teorías sobre la “portación de cara”, en un canal siempre abierto al odio racial. O social.
Todos ellos, atributos del siempre añejo “gorilismo” argentino, con su historia sangrienta signada por la intolerancia extrema. A todas luces peor que aquello a lo que nació odiando, a aquello que consagró advesativamente una existencia que no dejó nada bueno para el país. Un “gorilismo” que dejaría de ser lombrosiano si se observara con más detenimiento a sí mismo. Negando siempre toda posible evolución. Siempre triste, solitario y final.

Entre la playa y la gestión
Esas raíces buscan trascender en nuevos brotes que se manifiestan en una oposición casi siempre dispuesta a darle esa posibilidad. Posiblemente sea Carrió la que más afán ha demostrado por revivir ese cadáver político del gorilismo atávico y ponerlo de su lado, en el manifiesto sacrificio de constituirse en lo mejor de lo peor, de ese arco que va de lo conservador a lo reaccionario, cual reencarnación burlesca de una Victoria Ocampo ungida en prenda de unidad de la derecha. Tras la derrota electoral, Carrió pretende consolidar su mediático liderazgo opositor en una disputa imaginaria con Mauricio Macri. Y lo hace emulando los defectos que le imputan a Macri los que no lo quieren. Así se pone Carrió a hacer declaraciones desde una playa de Punta del Este. En su eterna posición ciega y sorda, del tipo “si la realidad me contradice, peor para ella”, deja de lado toda responsabilidad en la construcción de algún bien común, incitando a sus simpatizantes a una nueva diáspora. Un bien común siempre incompatible con la intolerancia y la supresión del otro como única vía de solución a los problemas, que parece haberse hecho carne en su vanidad política. Pero la contradicción entre la vanidad y la política, la obliga a recluirse al sol. Sumergiéndose prematuramente en el período vacacional, rauda y veloz. Con el sólo objeto existencial de posicionarse como la primera de la temporada y asegurarse un lugar en las revistas del verano.
Como toda una diva, rodeada de un esplendor incorpóreo y caprichoso.
Entretanto, Macri se apresta, por el contrario, a hacer frente a la colisión con el mundo real. Ese que en la política se conoce como el ámbito de la gestión pública.
Lo que es decir, solucionar los problemas de la gente. Eso que una frase inquietante de Don José de San Martín, el padre de la Patria, daba a entender que no era como para generarse demasiadas expectativas: “El conocimiento exacto que tengo de América, me dice que un Washington o un Franklin que se pusiese a la cabeza de nuestros gobiernos, no tendría mejor suceso que el de los demás hombres que han mandado, es decir, desacreditarse empeorando el mal”. En el plano nacional, el país torció ese destino porque dio en suerte con el gobernante adecuado. Pero en el plano local, particularmente en la Ciudad de Buenos Aires, ese acecho siempre está a la vuelta de la esquina. No parece que son tantos los matices los que el jefe de gobierno electo tiene por delante, y lo que se le presenta es derivar hacia dos posiciones probables. Porque la Ciudad de Buenos Aires puede convertirse de un momento para otro en su tumba política o en el pedestal que le permita subir un nivel y encabezar la alternativa por derecha en la próxima disputa electoral, algo que hoy parece un futuro más que lejano. En ese transcurso intentará no diluirse en las páginas intrascendentes de la historia municipal como “meramente” un intendente más.
Los servicios públicos en la ciudad constituyen uno de los principales riesgos para un jefe de gobierno con aspiraciones de ir por más. Por ellos, Macri se enfrenta al desafío de una regulación eficiente de los mercados, particularmente por provenir del campo de la Empresa.
Y hablamos de mercados en la ciudad más importante del país y la más desigual. Donde es fundamental la incidencia de una regulación eficiente de los servicios públicos en la calidad de vida de la población.
Sin olvidar que se trata de una ciudad eternamente descontenta, siempre dispuesta a la disconformidad. Y que una regulación eficiente dista mucho de cualquier actitud condescendiente con las empresas prestadoras y está siempre sujeta a evaluación de un tejido social de satisfacción siempre inestable.

El futuro llegó
Tras la legitimación del proyecto nacional propuesto a la sociedad durante la gestión presidencial de Néstor Kirchner, se inicia una nueva etapa en la recuperación del país. Tras la definición del electorado, siempre múltiple y compleja, se abre una nueva instancia de responsabilidad.
Una responsabilidad colectiva en la construcción de esta democracia siempre imperfecta, pero cada vez más conciente de que como en la canción de Zitarrosa, “crece desde el pié” y donde la ciudadanía aún tiene mucho que aportar. Donde, frente a los resultados de la acción de un Estado con clara vocación nacional y popular, queda claro el sentido de la contribución y la cooperación que hacen falta. Una democracia donde confluyen responsabilidades sociales y políticas, responsabilidades individuales y sectoriales.
Donde ya es hora que las partes dejen de conspirar contra el todo. Donde el conjunto de la sociedad comprenda, de una vez por todas, que no se trata meramente de distribuir responsabilidades sino de asumirlas, cada individuo y cada sector en la medida que le corresponde, en el sentido concreto del bien común.

lunes, 29 de octubre de 2007

Presidenta Electa

La Argentina que falta.

por Juan Escobar
1. Perogrulladas.Pero Grullo es un famoso personaje folklórico español del siglo XV que “gustaba de repetir verdades de todos sabidas y sentencias que de tan evidentes no precisaban ser dichas”. De allí la expresión “verdades de Perogrullo” para referirse a las obviedades, los hechos simples que no requieren mayor esfuerzo de comprensión. “La tradición popular española atribuye a este personaje real o imaginario máximas y verdades tan evidentes por sí mismas que pasaron a llamarse perogrulladas”. Lo obvio, lo que por evidente pasa inadvertido, ¿tendrá esto algo que ver con el coeficiente de Gini?

Para el ciudadano común, el coeficiente de Gini puede ser una forma esquemática de medir el nivel de justicia social de la sociedad en la que se integra, de ponerle un número, de cuantificarlo para observar cómo varía en el tiempo, y tener una idea clara de cómo van las cosas en los hechos. Porque el coeficiente de Gini mide el grado de equidad de la distribución del ingreso y, como diría Pero Grullo, cuando hablamos de justicia social estamos hablando de justicia distributiva.

Bernardo Kliksberg se ha referido recientemente a la incidencia que tiene el crecimiento económico y la distribución del ingreso con respecto a la disminución de la pobreza “El crecimiento del PBI incide en la pobreza, -decía Kliksberg- pero de forma muy limitada si persisten grandes desigualdades. La desigualdad permea todo. En cambio, una mejora en los índices de desigualdad, aunque sea leve, tiene un enorme impacto sobre la pobreza, mucho más que el crecimiento.”

Los años 90’ corrigieron el curioso error de traducción que había interpretado como “derrame” lo que en el original en inglés era “goteo”. Se trata de aquella fábula según la cual el mero crecimiento económico –sobre la base material implícita de mercados altamente imperfectos– generaría el efecto derrame sobre el conjunto de la sociedad, que convertiría a todos en beneficiarios de ese crecimiento, generando una redistribución automática como consecuencia mágica de la mano invisible del supuesto Mercado Benefactor. En los hechos, lo que se concretó por esa vía fue una concentración salvaje del poder económico, con resultados sociales catastróficos. El derrame no había llegado a goteo y terminó desertizando la sociedad. Quedó claro: si se lo deja, el mercado corrige la distribución del ingreso en el sentido de una mayor desigualdad. Si por el contrario, la distribución del ingreso se corrige en el sentido de una mayor equidad, de un avance en el sentido de una mayor justicia social, esto no puede ser sino consecuencia de la acción estatal. De la gestión a cargo del Estado. Lo que es decir, del gobierno. ¿No?

El coeficiente de Gini varía entre cero y uno. Mide “cero” en un contexto de distribución completamente igualitaria o uniforme de los ingresos. Mide “uno” en un contexto de distribución con inequidad extrema, “donde todas las personas tienen ingreso 0 y una sola persona se lleva el total del mismo”.

Pues bien, el coeficiente de Gini viene experimentando un descenso marcado a lo largo de estos últimos cuatro años, recuperando el nivel de hace diez, con la diferencia que por entonces la tendencia era hacia una creciente desigualdad. En el último año, asimismo, continuó disminuyendo la brecha entre el 10% de la población con mayores ingresos y el 10% con menores ingresos. Hace un año, el 10% más rico recibía 36 veces lo que recibía el 10% más pobre. Actualmente, la brecha es de 30 veces. En el tercer trimestre del 2003, cabe recordarlo, era de 56 veces.

Pero Grullo diría que si disminuyó la desigualdad, es porque hay más igualdad. Lo que es decir que la actual gestión presidencial se orientó claramente en el sentido de la justicia social, mejorando efectivamente la distribución del ingreso.

El coeficiente de Gini refiere directamente al país real. A la situación de las personas de carne y hueso que lo habitan. A la inclusión social, a un mejoramiento en la atención de las necesidades sociales. Y por lo tanto refiere a los intereses de esas personas, ciudadanos comunes, que votan.

El país real, con personas que tienen necesidades concretas, donde la calidad de vida de las mayorías ha mejorado paulatinamente. La gestión presidencial viene sacando algo más que la punta del Titanic. Y no hay que olvidar que es más fácil hundir un país que reflotarlo. Con todo, necesitaron ese cuarto de siglo –el que va del inicio de la última dictadura al estallido de la Alianza en 2001- para que la Argentina quedara casi completamente bajo la línea de flotación. Pero a partir de 2003 las tendencias cambiaron por decisión política del Estado nacional y la Argentina comenzó a recuperarse. Hoy, en esta situación, la opinión pública reflejada por la comunicación masiva, se divide entre los que quieren sacarlo a flote del todo y los que plantean enfilar al iceberg más cercano. En una emergencia sanitaria, posiblemente la opinión pública se dividiría a favor o en contra de los médicos a cargo.

Hay un país virtual y un país real. En rigor, un mismo país que se refleja en el espejo distorsivo de la opinión pública, siempre sponsoreada por el poder económico, cuya perpetuación no es imaginaria y sin embargo suele ser invariablemente eludida por la comunicación masiva.

El coeficiente de Gini no ha recibido cuestionamientos ni ha tenido repercusión en la opinión pública, más allá de algún suelto periodístico. No es motivo de debates. No es noticia. Por lo mismo que la oposición no habla del coeficiente de Gini. Porque no sirve para denostar al gobierno. La Argentina, como conjunto social, está más integrada que hace cuatro años. Y es un mérito innegable de la gestión presidencial de Néstor Kirchner. Un verdadero escándalo, que por innegable pasa a ser irrelevante para la tapa de los diarios.

Aún en el caso de que –contra toda evidencia– le demos la derecha a los agentes del mercado que ningunean las recuperaciones de la actual gestión presidencial, que atribuyen el crecimiento económico a condiciones climáticas o ambientales y no reconocen mérito alguno en el gobierno; aún aceptando que pueda no haber tenido ninguna incidencia la acción del Estado en la recuperación económica, la evolución del coeficiente de Gini nos dice algo distinto respecto de la disminución de la desigualdad social, que tal como ha demostrado la realidad, no puede decirse que sea un efecto de mercado, sino más bien el resultado de una participación activa del Estado democrático en el sentido de la inclusión social en el marco de un Proyecto Nacional orientado efectivamente a una integración progresiva del conjunto social.

La inclusión social es básicamente acceso sustentable a los mercados de consumo y de trabajo. A mayor inclusión social, más personas con acceso al mercado interno. Pero el mercado interno carece de las proporciones necesarias para atender las necesidades de la población, sencillamente porque es un mercado diseñado para una Argentina con un reducido sector de incluidos. Es el mercado interno del modelo anterior. Un mercado explícitamente para pocos. Es decir, que no está preparado para un nivel creciente de demanda, efecto natural de la implementación de un modelo de inclusión universal de avance paulatino como el actualmente en vigencia.

Un mercado interno manejado por pocos. Compuesto por mercados altamente concentrados, oligopólicos en el mejor de los casos. Con servicios públicos convertidos en los peores mercados imaginables, a veces verdaderas pesadillas para los usuarios. Con mercados de consumo que están globalizados desde la gestión de Martínez de Hoz, el padre de la concepción liberal de “defensa del consumidor” que conoció su apogeo en los 90’ e inició su franca decadencia con el recambio de modelo económico.

Por eso es ineludible la intervención del Estado y la Sociedad en la atención de las necesidades sociales. Porque los desequilibrios que provoca la economía capitalista, con sus mercados de acceso restringido, sólo pueden balancearse con la participación de una economía social eficiente y cooperativa, compitiendo con las fuerzas del mercado y con una decidida participación del Estado.

Vivimos en una realidad global donde lo único permanente es el cambio. Robert Reich en su libro “El trabajo de las naciones”, plantea algunos ejes de la época que nos toca vivir. Un planteo ya presente en el título, variante del texto fundacional de la economía política, “La riqueza de las naciones”, de Adam Smith. El planteo es simple: hoy, con la desterritorialización de la economía –inherente al proceso de globalización mercantil–, la única riqueza propiamente nacional de un país consiste en las capacidades productivas, individuales y colectivas, de su población. Punto.

Para construir un mercado interno a la medida de las necesidades sociales y de su demanda creciente, el camino no es negar el mercado sino de organizarse para participar en él con más chance de no ser los que siempre llevan las de perder. El Estado, de acuerdo con la imagen del proverbio chino: pescando, distribuyendo el pescado y enseñando a pescar. La sociedad, con más y mejor organización social, con alianzas estratégicas entre sectores en el sentido del bien común, con compromiso efectivo y responsabilidad social. Por ejemplo, con una red de asociaciones vecinales de consumidores, articuladas a nivel provincial y nacional. Para que participen en las negociaciones en las diversas instancias del mercado, con el recurso de convocar a huelgas de consumo, para los productos cuyos precios muestren comportamientos irracionales. Un recurso que las asociaciones existentes parecen haber descubierto con el llamado boicot al tomate, pero cuya improvisación y la precariedad de su convocatoria, plantean el riesgo de instalarlo en la opinión pública como una reacción espasmódica más sin consecuencias perdurables, con el consiguiente descrédito que le traería aparejado.

2. Oposición a la recuperación.
Mientras tanto, en la realidad virtual de la comunicación masiva, la oposición al Proyecto Nacional de Recuperación, continúa a la deriva oscilando entre la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser. En gran medida, a fuerza de negar el naufragio del que nos estamos recuperando, del que estamos saliendo a flote. Por el hecho de pretender actuar como si nada hubiera sucedido. Como si los problemas que aquejan al cuerpo social fueran responsabilidad absoluta de la actual gestión presidencial. Apelando a la eterna tentación argentina del chivo expiatorio. Un chivo expiatorio que durante aquel cuarto de siglo fue el Estado nacional. Lo que brindó el consenso social suficiente para su desmantelamiento sistemático. Hasta que se hundió con la mayor parte de la población adentro. En la cancha marcada por la comunicación masiva, el Estado nacional sigue siendo considerado el chivo expiatorio y como tal no se le concede prácticamente ningún margen de error.

Hoy, en la Argentina virtual de la opinión pública, sus corifeos se rasgan las vestiduras por las peripecias entre melodramáticas y cómicas de una oposición que desdeñando a un sector del público y a los dueños del teatro no logra ponerse de acuerdo en la obra que están llamados a representar para los distraídos a los que puedan embaucar. Hoy el sector dominante de la opinión pública demanda la unidad de la oposición en el mundo real, porque necesita materializarse de algún modo, porque se sabe virtual, frente al consenso en torno de la gestión presidencial que persiste en el mundo real. Y que responde, precisamente, a cuestiones del mundo real.

El candidato descartable conducido por el radicalismo, Roberto Lavagna, (que cada vez se parece más a De la Rúa, en más de un sentido), realizó un llamamiento a que la población descrea de todas las encuestas, invitando a una ceremonia colectiva de tapar el cielo con las manos.

López Murphy experimentó su propio desencuentro con la fe. Lo que no pudo ser con Carrió superó ampliamente el interés que había despertado su sainete de candidato no reconocido de Macri. El admirable estoicismo de López Murphy lo convierte en uno de los personajes más entretenidos del reality montado por la derecha, lo que equilibra imaginariamente la magra intención de voto que concita, tanto para Presidente, como para diputado nacional. Noticias de último momento parecen confirmar que también encabezaría una lista para concejales de algún municipio de la provincia de Buenos Aires. E iría segundo en una de consejeros escolares.

Por el contrario, escenas de hondo dramatismo religioso signaron las más recientes apariciones, ­-literalmente, apariciones- de la candidata del conservadurismo, Elisa Carrió. Los recursos para llamar la atención se le agotan, también, dramáticamente.

Éramos pocos y apareció Alberto Rodríguez Sáa, el hermano pintor, a disputarle el espacio místico a Carrió, pero en su variante esotérica. Y encima de todo, aparece Duhalde, con actitud de “guarda que vengo”, prometiendo hacer el cuco después de las elecciones. Basta. Es hora de apagar la televisión.




3. El pasado presente.

explicar con palabras de este mundo
que partió de mí un barco llevándome

 Pizarnik

Hubo, en este lugar, otro país. Otra Argentina. Ese país fue mutilado, su Estado nacional fue desmantelado. Sometido a un proceso de vaciamiento y destrucción que duró un cuarto de siglo. Durante el cual se sucedieron una serie de transformaciones contra los intereses mayoritarios de nuestro país. En ese período se desvirtuó la naturaleza del Estado, poniéndolo en contra de la población, minimizando los derechos de los ciudadanos frente al avance del mercado mundial que se apropió de la vida cotidiana de las poblaciones, en un proceso de globalización compulsiva. En ese transcurso, la calidad de vida de sus mayorías fue violentamente disminuida hasta sumergirla por debajo de la línea de pobreza.

Hubo otro país. Esa Argentina que falta. Esa parte de nosotros que no está y cuya ausencia se hace sentir marcando el camino de las necesarias recuperaciones. Sobre la base de la memoria histórica para desandar efectivamente el camino que desembocó en el infierno del que vamos saliendo. En este sentido, es fundamental que la sociedad se recupere a sí misma, en el marco de la reconstrucción de su democracia y el estado de derecho, como base de la recuperación plena de sus instituciones, tanto políticas como económicas.

Sartre decía que la libertad consiste en lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros. Con la actual gestión presidencial se recuperó la función del Estado democrático. Hoy contamos con un Estado nacional que se alinea con las mayorías, que defiende sus intereses, que asume su representación y el liderazgo de la reconstrucción. Hoy los argentinos estamos llamados a ser protagonistas activos del cambio, a bajarnos del carro que nos está sacando del infierno y sumar el esfuerzo ciudadano al esfuerzo de un Estado todavía en construcción. La cuestión es cómo y con qué herramientas, uno de los tantos debates necesarios que nos estamos debiendo.
(Publicado en la revista Actitud nro. 20, octubre de 2007)

viernes, 21 de septiembre de 2007

Nueva etapa, nuevos desafíos.

por Juan Escobar

Hoy todos somos gente del pasado
y la alucineta es que nadie quiere volver
a ser como antes, no.
Patricio Rey (Scaramanzia)

Política y opinión pública.
En la Argentina se acerca el inicio de una nueva etapa. Una etapa signada por la consolidación de las recuperaciones que tuvieron lugar a lo largo de estos últimos cuatro años. En las elecciones de octubre se juega la continuidad del proyecto nacional en marcha. Se trata por eso de una etapa más identificada por su carácter institucional, donde cobran relevancia nuevos desafíos, que surgen sobre la base de lo realizado hasta ahora, que tienen esa plataforma como campo para su desarrollo.

La formalización de la candidatura de Cristina Fernández de Kirchner estableció un punto de inflexión en el devenir político nacional. Los desafíos son múltiples, aunque el sentido del trabajo por delante sigue siendo el mismo: la continuidad del cambio iniciado, su profundización. Los vestigios del modelo anterior desplegarán en estos tiempos preelectorales todo su arsenal para quebrar esa posibilidad. Invariablemente confinados a un cortoplacismo de miras, a su inagotable internismo doméstico, estos nuevos profetas del odio, sin embargo se miran continuamente en el espejo de su propia imposibilidad, la de articular un espacio coherente que aglutine sus intereses particulares y encontrando en sí mismos al escollo insalvable para trascender más allá de sus propias ilusiones. Desubicados en un contexto que no contribuyeron a generar, sólo atinan a continuar con una letanía sensacionalista sin fundamento ni proyección, plena de contradicciones en una deriva continua de declaraciones que pasan a engrosar diariamente la papelera de reciclaje de la opinión pública. La opinión pública, o la vida reducida a la noticia. Al consenso inmanente, al presente incesante. La opinión pública, que se articula como mercado altamente imperfecto, con sectores definidos que no dudan en ejercer su posición dominante en las decisiones. Opinión pública, qué dientes tan grandes tienes.

Luz, cámara, oposición.
Las condiciones generales han cambiado en el transcurso de los cuatro años más recientes. Algo que es reconocido aún por los más acérrimos opositores, más allá del resentimiento propio de aquellos que vienen profetizando los más variados desastres que nunca llegan a concretarse, más allá de los consensos mediáticos que se tejen en torno de personajes menores abonados permanentes al micrófono siempre que sea para denostar al gobierno, al Estado o a la recuperación misma, siempre ninguneada por ellos, siempre relativizada, siempre atribuida a cualquier otra cosa que no sea la gestión presidencial. Una oposición cuya irrelevancia se sustenta en el magro aporte -siempre potencial, nunca efectivo- que estaría en situación de hacer al bien común.

El cambio que se inició en la Argentina con la actual gestión presidencial, no sólo ha desbaratado a la oposición defensora del antiguo régimen poniendo en evidencia su precariedad constitutiva, sino que presenta nuevas exigencias al conjunto social y a las instituciones democráticas en general. Cambio de contexto, renovación de expectativas y exigencias. Pero a no equivocarse, porque las exigencias del cambio no recaen exclusivamente en la conducción del Estado Nacional que se renueva a fin de año. Hacer sustentable nuestra democracia es una tarea colectiva del conjunto nacional.

Ciudadanía, que le dicen.
Esta primera etapa de la recuperación, se ha caracterizado por el reencuentro del Estado nacional con la ciudadanía, donde los lazos de representación recuperaron sentido al volver a alinearse con los intereses concretos de las mayorías. Se trató de un esfuerzo compartido y de un compromiso fundamentalmente establecido entre el Estado nacional y los ciudadanos comunes. Este protagonismo renovado del Estado nacional y específicamente de la figura presidencial, ha hecho que la reacción se concentre en un ataque sistemático tanto a la figura presidencial como al Estado nacional, so pretexto de ejercer una supuesta actitud crítica que es frecuentemente sobrevalorada atendiendo que no siempre aporta algo útil a la construcción del bien común. Pero el ataque llevado adelante por diversas corporaciones se dirige en realidad a esa relación recuperada entre el Estado nacional y la gente común, relación en la que el modelo anterior había instalado a esas corporaciones como intermediarios, cooptando al Estado y aislándolo de los ciudadanos, poniéndolo del lado de los intereses corporativos en detrimento de los intereses mayoritarios.

Porque es en esa relación donde se constituye la figura del ciudadano como sujeto político, de cuyo colectivo social emerge la legitimidad del Estado democrático a través de la representación que está llamado a asumir este último, respecto del conjunto de la sociedad, en tanto conjunto integrado. Así es que cuando se ataca su representación en la figura del Estado, lo que se ataca en realidad es a la sociedad misma, a sus condiciones de posibilidad de concretar un destino en común. Pero este ataque a la sociedad no siempre es tan velado. Como cuando se ataca a la autoestima nacional, en el regodeo masoquista del atroz encanto de ser argentinos, de la Argentina como maldición, de nuestra natural tendencia a la anomia, a la informalidad y otras supuestas variables del ser nacional determinantes de un eterno fracaso que subyace como destino presunto en el negocio del derrotismo llevado al nivel de actividad permanente, con canales siempre dispuestos a brindarle relevancia.

Es que suele centrarse la cuestión en cómo estamos, en cómo somos, más que en lo que hacemos colectivamente. Las raíces de cómo estamos suelen buscarse en atavismos arrastrados desde el fondo de la historia, que funcionarían a la manera de un determinismo histórico que llevaría a pensar que siempre vamos a estar igual y que por lo tanto cualquier esfuerzo resulta vano. Cualquier esfuerzo donde encauzar nuestra voluntad colectiva encuentra así las naturales resistencias de los voceros del regreso a un statu quo al que la realidad dejó en el pasado. No es casual que esos ataques tengan lugar en el ámbito de lo que se conoce como opinión pública. Porque la opinión pública refiere más a lo que se cree que a lo que se sabe. El viejo sofista Mariano diría que pertenece al campo de la doxa y por lo tanto no configura conocimiento verdadero. Pero lo calla, porque de eso trata su propio yeite. ¡Creer! he ahí toda la magia de la vida, escribió Scalabrini Ortiz en El hombre que está solo y espera. Vista la acción de algunos comunicadores esto se puede transformar mas bien en cosa de magia negra…

Un viaje colectivo. 
Cómo estamos, cómo somos y qué hacemos. Una democracia se consolida no tanto por lo que hagan los gobiernos –esos pasantes de la historia- sino por lo que hace la sociedad misma con ella para consolidarla. La cuestión central no es lo que hace el gobierno, sino lo que hace la sociedad en su conjunto. Con su democracia, con sus instituciones, con su ciudadanía. Con la democracia, porque su intensidad depende del nivel de participación social, del compromiso manifiesto. Con sus instituciones por el grado de adecuación que alcance en correlación con sus necesidades. Con la ciudadanía, por la manera en que la ejerce, incorporándola a su vida cotidiana trascendiendo la mera participación a través del sufragio que, aisladamente, delimita una versión mínima y esporádica del ejercicio de la ciudadanía. La democracia contemporánea está llamada a ser el ámbito de la responsabilidad colectiva. Pero que se trata de una responsabilidad social con el conjunto que está determinada por el lugar de cada individuo y cada organización en la escala social. Donde todos somos responsables, pero no en la misma medida.

Perón era de la idea que “la política puramente nacional es una cosa casi de provincias”. Agregando que ya desde entonces “todo es política internacional, que se juega adentro y afuera de los países”. De modo que, siguiendo ese razonamiento, podríamos decir que para hablar de la democracia que tenemos, es necesario contextualizarla en el mundo en el que estamos. Para distinguir qué de lo que nos sucede es nuestro de manera excluyente y qué forma parte de las particularidades de los tiempos globalizados por los que transitamos.

Así, globalmente.
Llegados a este punto de la historia -que desde la revolución francesa fue una historia centralmente política-, parece asaltarnos la sensación de encontrarnos en una esquina. Un cruce de caminos donde nuestro presente aparece confuso, caótico. Pero que cobra sentido en la linealidad que nos ofrece el otro camino retrospectivo, al momento de preguntarnos cómo llegamos hasta aquí.

El nuevo siglo nos sitúa en este cruce de caminos entre la historia política -con sus conflictos, que dejan a nuestras espaldas un camino zigzaguente y en apariencia errático- y la historia económica, esa suerte de historia subrepticia, de intereses concretos y creciente incidencia en la vida cotidiana de las poblaciones por parte de un poder material cuyo devenir hace más comprensible nuestra realidad de hoy.

Un poder económico que logró globalizar su influencia a partir de la expansión del mercado, que impone sus reglas de juego, reduciendo las relaciones sociales a una mera cuestión transaccional.

Dejemos hablar al viento. Al fantasma que recorre el mundo, en la voz de uno de sus más fervientes defensores, actualmente abocado a la tarea de instalar la idea de que “todo está bien” y vivimos en el mejor de los mundos posibles. Nos referimos al cuestionado presidente del consejo de supervisión del diario Le Monde desde 1994, el intelectual francés Alain Minc, ya abiertamente asumido como un intelectual de la derecha global, del oficialismo económico al servicio del poder reinante no siempre de manera sutil.

“Globalización, mundialización: son conceptos conocidos que arrastran un cortejo de fantasías, de odios y de sueños. Pero, en realidad, sólo designan un fenómeno de una extrema simplicidad: la diseminación, ya alcanzada, del mercado a casi todos los países del mundo y su extensión progresiva a esferas cada vez más numerosas de la actividad humana”. (Alain Minc, en uno de sus últimos libros, que lleva el curioso título de “www.capitalismo.net”).

Entre zapallos y mercados
Algo similar a lo que le sucedió al zapallo de Macedonio Fernández en su cuento “El zapallo que se hizo cosmos”, cuyas viscisitudes bien pueden asimilarse a lo que nos viene sucediendo con el mercado, en un proceso que comenzó a acelerarse sensiblemente a partir de la segunda mitad del siglo veinte, ese que con sus dos grandes guerras imperialistas, sus diversos genocidios, sus bombas atómicas, sus dictaduras, guerras coloniales y totalitarismos multicolores, entre otras lindezas, fue, para algún desprevenido “el siglo de los derechos humanos”. Pero para no seguir hablando de zapallos, volvamos al mercado que se hizo cosmos. Ése del que se puede decir, (para no derivar en Wallerstein ni en su idea de economía-mundo, ni en su más reciente de sistema-mundo, aunque no estemos hablando de cosas tan distintas en definitiva) con palabras de Macedonio en su historia del zapallo “solitario en ricas tierras del Chaco. Favorecido por una zona excepcional que le daba de todo, criado con libertad y sin remedios fue desarrollándose con el agua natural y la luz solar en condiciones óptimas, como una verdadera esperanza de la Vida. Su historia íntima nos cuenta que iba alimentándose a expensas de las plantas más débiles de su contorno, darwinianamente; siento tener que decirlo, haciéndolo antipático.” El zapallo crecía y crecía incorporando a su interior todo lo que lo rodeaba, incesantemente. Hasta que en un momento “comienza a divisarse desde Montevideo, desde donde se divisa pronto lo irregular nuestro, como nosotros desde aquí observamos lo inestable de Europa. Ya se apresta a sorberse el Río de la Plata.” Y continúa creciendo al punto que “llegaba demasiado urgente el momento en que lo que más convenía era mudarse adentro. Bastante ridículo y humillante es el meterse en él con precipitación, aunque se olvide el reloj o el sombrero en alguna parte y apagando previamente el cigarrillo, porque ya no va quedando mundo fuera del zapallo.” Hasta que, finalmente “Parece que en estos últimos momentos, según coincidencia de signos, el Zapallo se alista para conquistar no ya la pobre Tierra, sino la Creación. Al parecer, prepara su desafío contra la Vía Láctea. Días más, y el Zapallo será el ser, la realidad y su Cáscara.” Como nos ha sucedido con el Mercado, en la avanzada del proyecto imperial de occidentalización del mundo, bajo los estandartes corporativos del capitalismo.

Volvamos a Minc en su obra citada: “A tal señor, tal honor: con los mercados de capitales el proceso alcanzó su máxima expresión. (…) Hemos visto cómo funciona este mercado (…) desde el momento en que los países occidentales liberaron los movimientos de capitales, algunos adrede, otros involuntariamente. Se trata de un fenómeno de una potencia infinita. Cuando los mercados han tomado una dirección nada se resiste a su embate: ninguna moneda, por reverenciada que fuera; ninguna acción, por más que haya gozado de prestigio antes del cataclismo; ningún título de Estado, aun cuando éste haya sido en otro tiempo el “mejor de los pagadores”. Es una fuerza de una brutalidad sin límites. (…) El mercado reacciona en exceso, se enerva, se subleva, pero globalmente no se equivoca en absoluto. (…) El mercado del dinero reina, domina, se impone: es el juez el motor, el carburante de la vida económica.” Bueno, bueno, Minc, no se entusiasme tanto y tómese un respiro, que se está pasando de “revoluciones”.

O vayamos mejor a una obra anterior de Minc, “La borrachera democrática” en la que, alegremente, da por muerta la democracia política a manos de la opinión pública:

“La democracia de la opinión pública y la economía de mercado se han convertido en una pareja tan indisociable que inducen a asimilar opinión y mercado. En un mundo que yace a los piés de la economía y la moneda, nada parece más natural. (…) Y es que la democracia representativa, vista por un sociólogo americano, se asemeja a un mercado político que confronta las demandas de los electores con las ofertas de los candidatos. Unos y otros se rigen por un mismo postulado: el interés y la racionalidad gobiernan sus comportamientos. (…) A este estilo de política, anclado en la visión anglosajona de la misma, le habíamos opuesto la historia, la tradición, los comportamientos colectivos, la memoria o, incluso, los fantasmas… (…) Hasta el día en que el comportamiento de los consumidores suplantó al de los electores. ¿Qué signfican si no esas ideas, tan de moda, sobre el voto zapping, el consumismo de las opciones frente a los programas electorales, la fluidez de los votos o el aspecto efímero de las preferencias? ¿Qué representa la irrupción, en primer lugar, de la publicidad con sus códigos frustrados y, después, de la comunicación en el juego político, sino es la convicción de que en los votos se influye siguiendo las mismas reglas utilizadas para influir en los mecanismos de compraventa?”

Nosotros y los mercados.
Globalización, o mejor, globalizaciones. Sucesivas, superpuestas, solapadas, convergentes. Globalización de las finanzas. Globalización de las comunicaciones. Globalización, en definitiva, del comercio. Mercados sin fronteras. El siglo XX como campo de batalla entre el Estado y el Mercado, entre la política y la economía por la hegemonía cultural. En su transcurso, el pasaje del orden industrial al orden tecnológico. En la síntesis de Bauman, de una ética del trabajo a una estética del consumo. Ciudadanos que se ven reducidos a la condición de usuarios y consumidores. Que valen por la plata que tienen en la cartera de la dama o el bolsillo del caballero. Hasta los niños pasan a ser vistos como mercados por el márketing: mercados de consumo, mercados de influencia, mercados a futuro. El hombre unidimensional de Marcuse, definido por el dinero que puede gastar.

El mercado estableció el predominio de la dinámica de la obsolescencia incesante en la vida del producto. Dicen que fue Alfred Sloan el que encendió la mecha, poniéndole colores a los autos, rompiendo con la posición dominante de la empresa de Henry Ford, donde se podía comprar autos de cualquier color siempre y cuando fuera negro. El tsunami tecnológico lo llevó al paroxismo. Sino veamos cuánto tiempo tarda en volverse viejo un teléfono celular, de esos que ya tiene la mitad de la población mundial.

La del presente es la encrucijada de la globalización, donde se desdibuja ante nosotros el camino que tenemos por delante. De lo que se trata, justamente, es de hacer ese camino al andar. De proyectar hacia el futuro el camino que nos lleve al lugar donde queremos llegar. Ese camino es el de la reconstrucción del Estado democrático como estado de derecho, que promueva el ejercicio de una ciudanía plena, para incrementar paulatinamente la intensidad de nuestras democracias. La diferencia es la pertenencia que nos ofrece la historia política, mientras que la historia económica ha sido siempre, una historia de otros. Pero no dejarla en manos de esos otros que regulan los mercados desde su interior, acentuando las relaciones asimétricas establecidas a fuerza de concentrar el poder que surge de la organización y la información. Sino asumiendo el ineludible conflicto entre la democracia y el mercado. Entre el bien común y el interés particular. Domesticar entonces a los mercados en los que participamos, asumiendo nuestro carácter de ciudadanos, organizando y ejerciendo nuestro poder de compra.

Porque de cara al futuro deseado, una vez más, lo central es lo que hace la sociedad, en conjunto, frente a esta encrucijada. Porque como dijo Stanislaw Jerzy Lec: “Lo que cuenta de un problema es su peso bruto. Nosotros incluídos.”






(Publicado en la revista Actitud* Nro.19, Setiembre de 2007)