miércoles, 24 de diciembre de 2014

domingo, 14 de septiembre de 2014

¿Peronizar el consumo? (I)

por Juan Escobar
soyjuanescobar@gmail.com
Reiteraciones. El Comentarista de la Realidad sigue juntando recortes de la realidad, para tratar de hacerlos coincidir y armar algo parecido a un mapa. Efectos especiales: puestos sobre la mesa, esos fragmentos parecen toda la realidad, aunque más no sea por un instante. Esos instantes de cuya sucesión infinita parece estar hecha la vida.
Una realidad que tiene igualmente infinitas aristas. Por no decir espinas. Como las plantas de berenjenas. Sorpresa de preguntarse a qué viene la referencia vegetariana, y es que en este juego de cartonear recortes de la realidad, el Comentarista más de una vez termina metiéndose en un berenjenal.
Aristas, espinas, astillas para ser comentadas. Siempre y cuando se encuentren en la agenda de la opinión pública, aunque más no sea en algún segmento de ella. Temas. Más o menos permanentes. Muchos de ellos de una existencia errática. Hasta incluso intermitente.
Precio de vivir. El incremento sostenido de los precios de las canastas de consumo (comandado con manu militari por los Generales del Cártel de la Góndola que nuclea a las grandes cadenas de supermercados, en indisoluble asociación con los grandes medios de difusión a cargo de la instalación y naturalización de una expectativa inflacionaria continua), terminaron por desempolvar la figura del “consumidor” como sujeto de derecho.
Cabe destacar que se trata de un sujeto particularmente pasivo este “consumidor”. Una de sus características relevantes es que la ley le reconoce derechos por los cuales no puede, no sabe o no quiere hacer mucho para que se cumplan. Tampoco hay que olvidar que este “consumidor” argentino contemporáneo, fue nacido anómico y heterónomo de una costilla del Primer Ministro de Economía de la Última Dictadura, José Alfredo Martínez de Hoz. Algo de esto puede leerse en el trabajo de Daniel Fridman, “La creación de los consumidores en la última dictadura argentina”. Viene así de fábrica y tampoco se ha hecho demasiado a lo largo de la democracia para cambiarlo. En los 90' tuvo lugar la apoteosis de ese consumidor cada vez más anómico, cada vez más heterónomo, llevado de las narices para hacer lo que le dice el Mercado. Así le fue. Así nos fue. En gran medida de aquellas lluvias provienen estos lodos.
No hay derecho. La reacción programada, la salida fácil es culpar al Estado por el hecho de que esos derechos no se cumplan. Y quedarse indignado, sentado y de brazos cruzados. Pero no por esto deja de ser cierto que esos derechos están plasmados en la ley fundamental del Estado que es la Constitución Nacional. En su Artículo 42 donde refiere a los derechos de los dichosos consumidores y usuarios.
Y más aún, cuando la distancia entre la realidad y lo que se dice allí nunca fue menos que abismal desde que se sancionó hace dos décadas. Es que el mismo Estado que debía hacer cumplir esa Constitución se encontraba a la vez en pleno auge de otro festival de endeudamiento externo para todos, en la fase terminal de su propio desmantelamiento. Un capitalismo cada vez más salvaje avanzaba decididamente hacia el incendio que derivaría en la eclosión del 2001 con el derrumbe completo de la estantería.
Paradojas constitucionales. Eran tiempos en que, a pesar de la flexibilización y la precarización, el trabajador continuaba manteniendo un montón de derechos nominales, aunque una cantidad creciente de los trabajadores no tenían trabajo. Y como el trabajador y el consumidor son dos momentos del mismo bolsillo, sucedía con el consumidor que también tenía un montón de derechos nominales, pero una también creciente proporción de los consumidores empezaban a carecer de ingresos suficientes para consumir en la medida que la atención de sus necesidades básicas se lo requería. La vinculación entre trabajo y consumo queda más clara cuando hay hambre.
Trabajadores sin derecho al trabajo, consumidores sin derecho al consumo. Luego, billetes de Monopoly pasaban a sustituir al dinero real. Pobreza, desocupación, ¡trueque precapitalista!, angustia, estallido. Muertos. Helicóptero. Presidentes evanescentes y finalmente el relevo. Pesificación asimétrica para reducir el poder adquisitivo de la población a la tercera parte. Represión a la protesta social. Más muertos. Elecciones.
Cosas del destino. Un hombre es elegido presidente del país, con más desocupados (el país) que votos (el presidente). Pero ese hombre sorprendió al no cambiar. Había que empezar de cero con un país incendiado. Los obreros habían dado la pauta de lo que se trataba el desafío por delante, con la experiencia de las fábricas recuperadas. Recuperar. De eso se trataba. Recuperar el trabajo, para recuperar el consumo. Recuperar la autoestima, para recuperar la dignidad. Recuperar el Estado como ámbito de decisiones soberanas, para recuperar la política como herramienta de transformación. Recuperaciones. Así es que, en cuanto asumió, el hombre se puso a recuperar.
Se abría una etapa marcada por una doble transición entre un modelo de país y otro. Una transición política, lo que se dio en llamar la salida del infierno. Y una transición económica, con el último ministro de economía que se imaginó compartiendo marquesina en cartel francés con el Presidente, algo tan propio del modelo anterior.
Consumocracia. El consumo empezó a cobrar protagonismo en la medida que se transformaba en el (pul)motor de la recuperación económica. Pero lo significativo de esa recuperación económica es que ya no era un fin en sí mismo, sino una herramienta un objetivo político: la inclusión social.
En el mundo real, uno de los factores fundamentales para que esa inclusión social sea efectiva es el acceso a los mercados de consumo, desde el momento que configuran el procedimiento hegemónico para que la gente atienda sus necesidades de cada día. Esa hegemonía del Mercado que se deriva de algo conocido -y no hace un par de días- como Capitalismo. Y el proceso de naturalización del consumo en cuanto manera de atender las necesidades, constituye el mayor éxito de ese Capitalismo y principal motivo de su permanencia.
Así que era cuestión de consumir y consumir. Lo que sea y como sea. Al contado, a crédito, en tres, doce, o sesenta cuotas. La urgencia por tanto consumo ausente hizo privilegiar la cantidad sobre la calidad del consumo. Con esto, la evolución cuantitativa del consumo -factor determinante de la demanda agregada- pasó a ser la variable central en el termómetro que medía la recuperación del país.
Poderes. Para el Comentarista de la Realidad, que opina siempre de los resultados con el diario del lunes, parece lógico lo que vino después. Desde que hay más gente en capacidad de comprar, esto disminuye las posibilidades de aumentar los precios y quedarse sin clientes, porque en el tumulto no va a faltar quien legitime los aumentos comprando. Sólo es cuestión de tirar de la cuerda todo lo que se pueda. Y las grandes cadenas de supermercados hace tiempo son especialistas en eso. Lo que los economistas heterodoxos dan en llamar esotéricamente “la apropiación del excedente”. Esto es, aumentar ya no meramente los precios sino los márgenes de ganancia. Hasta el exceso. Un exceso que ya es marca tribal de quienes ejercen la posición dominante en los mercados.
Es parte de un ejercicio del poder que surge de disponer online de toda la información de los mercados de consumo y el despliegue de su infraestructura cartelizada cubriendo el territorio. Un poder que fue creciendo en correlación con el incremento estructural del consumo. Un poder que se ejerce sobre toda la cadena de valor de los productos y particularmente sobre el bolsillo de los consumidores.
Los supermercados ¿un factor de poder? es la pregunta entre risueña e incrédula que surge de un sentido común siempre condicionado por los medios masivos operando como aparatos ideológicos del Mercado. El camino de las cuatro décadas que van del primer producto en el mundo en ser facturado mediante el código de barras a la entronización de un supermercado (Wal-Mart) como la segunda corporación más importante del mundo, apenas detrás de la petrolera Royal Dutch Shell, podría dar cuenta de ello. Pero es algo que la gran mayoría de la opinión pública sencillamente ignora, y es la misma gente que sencillamente va y compra. Y a otra cosa.
Esta cuestión nos regresa de manera abrupta al presente más estricto.

¿Peronizar el consumo? (II)

por Juan Escobar
soyjuanescobar@gmail.com
Legislandia. El 1° de Marzo del 2014, en la Apertura del período de sesiones ordinarias del Congreso Nacional, la Presidenta de la Nación anunció, entre otras cosas, que este año el Poder Ejecutivo incorporaría a la agenda legislativa la discusión orientada a sancionar instrumentos que defiendan de una buena vez a los usuarios y consumidores frente al abuso de los sectores concentrados, oligopólicos y monopólicos”, dando así “cumplimiento por primera vez al artículo 42 de la Constitución Nacional reformada en 1994, que establece claramente la necesidad de proteger a usuarios y consumidores”.
Y como es una persona que si te lo dice te lo hace, cinco meses después ingresaron al Congreso Nacional tres proyectos destinados a efectivizar esa promesa. En uno de ellos, se plantea la reforma de la Ley de Abastecimiento. En otro, se crea un Observatorio de Precios en la órbita de la Secretaría de Comercio. En el tercero, se sientan las bases para la conformación de una Justicia del Consumo, así como hay una Justicia del Trabajo, pero no tanto. Pero considerados globalmente van en el sentido de regular el ejercicio de la posición dominante en los mercados de consumo del que venimos hablando.
Natural. Los proyectos no se habían terminado de leer cuando ya varias entidades que nuclean a empresarios pusieron el grito en el cielo. Sería extraño que frente a una propuesta legislativa tendiente a beneficiar a los consumidores no tuvieran la respuesta indignada de quienes ejercen efectivamente la posición dominante. También es tradicional que el poder económico plantee reiterativamente la necesidad de dejar libres a los mercados a su propia naturaleza y se los deje funcionar con su dinámica propia.
Naturaleza y dinámica que confluyen en la metáfora clásica de Adam Smith. Esa mano invisible del mercado que, subrepticiamente, genera -invariablemente- concentración económica y la exclusión social. Esa mano invisible que centrifuga a las sociedades volviendo cada vez más ricos a los más ricos y cada vez más pobres a los más pobres. Esa que le pega al consumidor y que por ser invisible el consumidor no la ve. Esa mano invisible que se mete en el bolsillo del consumidor para, sutilmente, apropiarse del excedente, aunque en el barrio le digan de otra forma.
Y es en el realismo mágico del consumo donde el Mercado le hace creer a la gente que una mano invisible es algo natural. El Comentarista de la Realidad se acuerda de León Felipe: “Yo no sé muchas cosas, es verdad; digo tan solo lo que he visto”. Y si bien, como es natural, el Comentarista nunca vio a la mano invisible del Mercado, lo que sí ha visto son las consecuencias de dejarla hacer lo que quiera.
Ahora resulta que lo llaman naturaleza; en otros tiempos a lo humano en estado de naturaleza alguno prefería denominarlo barbarie. Frente a la barbarie natural de los Mercados, la única herramienta civilizatoria es la democracia, con su mandato de igualdad. Un correctivo para esa dinámica “natural”. Un correctivo que puede resultar especialmente molesto para los creyentes del Mercado y su religión natural. Como si el hecho de que -pongamos- se trate de algo natural, como los fenómenos climáticos, nos obligue a aceptarlo incondicionalmente sin tomar ningún recaudo frente a los desastres individuales o colectivos que pueda ocasionar. Es natural, decía, y corría sin ropa por la nieve hasta que naturalmente se lo comió un oso.
Sombras terribles. Pero lo que más le llamó la atención al Comentarista de la Realidad fue otra cosa. Según recuerda, es la primera vez que se habla de defender al consumidor y se lo asocia con el peronismo. Peronismo y consumo en una misma frase y más que eso. Convengamos que no es lo más frecuente. ¿Un abordaje peronista al barco del consumo? Y era algo que no dejaba de hacerle ruido. No le terminaba de cerrar este paralelismo con el peronismo. Es como que había una pata que faltaba.
Viniendo de la Presidenta, no debiera sorprender, ya que al parecer tiene un punto de vista peronista para casi todo. Para el Comentarista de la Realidad se caracteriza en su acción política por ser sistemáticamente coherente con el peronismo que profesa. Un peronismo visceral, identitario, pero también procesado por la experiencia, la reflexión, la conceptualización. Algo así como una pasión racionalizada. Como sea, diría Doofenshmirtz. Ninguna novedad por ese lado.
La mayor insistencia en la cuestión vino de parte de un joven Secretario de Justicia. Atribuirlo al entusiasmo militante propio de esa etapa de la vida sería ningunear una capacidad -o al menos cierto brillo académico- bastante evidente.
También es cierto que se puede atisbar un claro sentido peronista en la creación de la Justicia del Consumo y es en cuanto complemento necesario de la Justicia del Trabajo. Es que ha sido típico del peronismo pensar el consumo meramente como en un derivado del trabajo y no como un fenómeno en sí mismo, con sus propias leyes. “Una sola clase de hombres, los que trabajan”; “cada uno debe producir al menos lo que consume”, dicta el catecismo.
Salario con fueros. A grandes trazos, si hay un atributo del peronismo clásico que ha estado presente en la última década de gestión gubernamental, es justamente la defensa del salario. Desde el punto de vista judicial, el ámbito es el llamado fuero del trabajo. De lo que se trata allí es del salario nominal que cobra el trabajador en el mercado de trabajo.
El nuevo fuero del consumo viene a completar el circuito abriendo un espacio judicial específico para la defensa del salario real, (que vincula el salario nominal con el nivel general de precios y expresa su poder adquisitivo) que es el que gasta el consumidor cuando adquiere productos para atender sus necesidades en los mercados de consumo. Ya no sólo se trata de que salga agua de la canilla en cantidades razonables sino ahora también de que el balde tenga la menor cantidad de agujeros posible. Es la defensa del salario por otros medios.
Al Comentarista le parece que el ruido viene por este lado. Le parece encontrar una pequeña diferencia aunque bastante significativa. Es que si bien en la Justicia del Trabajo se dirimen cuestiones de derecho individual, la cosa no queda ahí. Porque en esa Justicia se tratan además cuestiones de derecho colectivo, donde se inscribe la acción de los sindicatos de trabajadores.
Por su parte, en la flamante Justicia del Consumo prevalecería el derecho individual del consumidor individual y la colectivización de los conflictos y de los fallos quedaría en manos de los jueces (con la aplicación del daño punitivo). Esto vendría a suplir  una ausencia de parte, habida cuenta la inexistencia de organizaciones sociales equivalentes a los sindicatos de trabajadores con la legitimidad suficiente para representar fehacientemente a consumidores y usuarios. Pero no sería suficiente para atacar y corregir las malas prácticas estructurales que si se abordan individualmente equivale a matar hormigas a martillazos.
Ausencia de parte, porque no creamos que podemos llamar “organización” a un puñado de ONG’s que ofician de Defensores de pobres, ausentes, menores e incapaces, con una representación difusa, interponiéndose de facto entre el Estado o las empresas y una multitud sin nombre o bien de individuos atomizados. Una representación de baja intensidad con una legitimación limitada, provista “artificialmente” por el Estado, más que por la realidad.
Por otra parte, tampoco alcanza con un Estado que asuma la defensa del más débil en la relación de consumo, porque esto puede desvanecerse con un mero cambio de gobierno y orientación política, como sucedió a partir de 1955 cuando dejó de haber un gobierno dispuesto a hacer respetar los derechos laborales.

¿Peronizar el consumo? (III)

por Juan Escobar
soyjuanescobar@gmail.com
Peronizar el consumo sería organizarlo. Pero como bien podría decirlo Rodolfo Kusch, -o el viejo y querido Perogrullo- organizarlo en el sentido peronista.
Ya lo señalaba el economista canadiense John Kenneth Galbraith en un libro de 1952, hoy prácticamente olvidado. Se trata de “El capitalismo americano” donde desarrolla su concepto de “Poder compensador” sobre el cual volvería en un libro posterior dedicado globalmente a la cuestión del poder: “La anatomía del poder”, de 1983. Lo que planteaba Galbraith es que el poder compensador puede ser ejercido de manera transitoria por la acción del Estado, pero que para lograr efectos más duraderos, el mejor camino era generar organización en la parte más débil, para que defienda sus intereses por sus propios medios sin depender exclusivamente de la buena voluntad del Estado.
Entre otras cosas, porque resulta imposible institucionalizar esa buena voluntad como política de Estado. Asimismo es también de realización imposible que un Estado presente en cada relación de consumo. Se puede “llevar el Estado a las góndolas” pero no se lo puede instalar allí en forma permanente. La cantidad necesaria de inspectores o agentes estatales destinados a ese fin plantea el riesgo de terminar construyendo un mapa borgeano que termine siendo más grande que el territorio mismo. Tras las experiencias totalitarias del siglo pasado -hayan sido fascistas o stalinistas- no hay márketing que alcance contra las prevenciones que genera la sola idea de un Estado omnipresente. Paralelamente, fue el Mercado el que inundó la realidad, instaurando un Orden Mundial, que como el cínico que definía Oscar Wilde, conoce el precio de todas las cosas y el valor de ninguna. Es esa omnipresencia del Mercado la que configuró una hegemonía que acota severamente cualquier intento del Estado para regularlo o meramente condicionarlo.
Entonces, ¿sindicatos de consumidores para un derecho colectivo del consumo? Al lector de clase media, algo que se parece mucho a la redundancia, se le eriza la piel con la sola idea o mención del “Sindicato”, al asociarlo con la posibilidad de manifestaciones difundidas hasta el hartazgo por los medios masivos de comunicación, que más allá de que expresan la naturaleza de una parcialidad claramente minoritaria en el universo gremial, son suficientes para convocar el estremecimiento. Para el Comentarista de la Realidad, sin embargo, no es otra cosa que una forma de llamar la atención, de explicarlo en pocas palabras, dar una idea.  Lo cierto es que si bien compartiría con el sindicalismo algunas características, como la representación institucionalizada de intereses sectoriales de un actor colectivo en lo económico-social o incluso la posibilidad de convocar huelgas (de consumo), la organización territorial de los consumidores y usuarios implicaría una variedad de tareas y funciones tendientes a configurar culturas organizacionales claramente diferenciadas y mucho menos refractarias al imaginario de la clase media, del que podrían convertirse en subsidiarias.
Por otra parte, la cuestión de la rama de actividad en el sindicalismo puede confundir más que esclarecer. ¿Asociaciones de usuarios de transporte? ¿De clientes en un servicio de cable?. La lista podría ser infinita, aunque no sería descabellado pensar en Asociaciones de usuarios de servicios públicos específicos, creadas por ley y con representantes en los directorios de cada empresa o al menos en los nunca bien ponderados entes reguladores, encargados de regular su actividad.
A territorializar. Si pensamos globalmente en organizaciones representativas del conjunto de los consumidores, lo único que contiene a la totalidad es el territorio. La organización federativa de los sindicatos de trabajadores, a la que han sabido dar vida como ninguna otra organización social, bien puede constituir un ejemplo a tener en cuenta. Y como en la defensa del consumidor la tendencia es hacia la primacía de lo local, el lugar donde vive la gente, la unidad elemental de esa organización, la base, debería cimentarse en el ámbito local. Ya lo había imaginado Julio César Saguier, primer intendente de la Ciudad de Buenos Aires de la etapa democrática, cuando planteó la necesidad de crear asociaciones vecinales de consumidores articuladas en una federación de la ciudad. Nadie lo entendió y nadie se acuerda. Aún hoy, más allá de que esta idea fuera incorporada a la Ley de la Ciudad Nº 757/02 "de procedimiento administrativo para la defensa de los derechos del consumidor y del usuario", por iniciativa del entonces legislador Juan Manuel Olmos. Pero ese punto nunca fue reglamentado por el Jefe de Gobierno. Quién sabe alguna vez le llegue el momento.
Los mercados se regulan de manera más eficiente desde el interior del mercado y en el sentido de la relación efectiva de fuerzas que en él se manifiestan. Entre las múltiples posibilidades en manos del Estado se encuentra la de incidir en esas relaciones objetivas de fuerzas, generando las instituciones que trasciendan la coyuntura y canalicen la participación y la representación de las partes.
La estructura de la organización que falta podría ser de asociaciones locales en la base, nucleadas en federaciones provinciales y confederadas en una organización de alcance nacional, cuyos representantes a nivel de la base local podrían ser elegidos por todos los ciudadanos, por voto directo como parte de las elecciones generales. A nivel de las federaciones provinciales y la confederación nacional, como en las organizaciones de trabajadores, los procedimientos de elección deberían ser necesariamente indirectos, para evitar equivalencias de legitimidad entre esta representación acotada a una función económica y los mecanismos de representación política imprescindiblemente más plena. ¿Una suerte de CGT de los consumidores? El financiamiento se podría pensar por el lado de una proporción del IVA, el impuesto que pagan universalmente los mismos consumidores. De esta forma también podría avanzarse en la solución del problema de la infraestructura necesaria para gestionar el volumen de información que circula en los mercados. Una infraestructura que no puede ser cubierta con burocracia gubernamental.
El Comentarista de la Realidad toma conciencia de haberse disparado a los anillos de Saturno y trata de volver.
Empoderamientos. Lo que alimentó el viaje del Comentarista es la recurrencia de esa palabra en el discurso gubernamental: empoderamiento. Una traducción bastante poco afortunada, si cabe decirlo, de la palabra empowerment que en la literatura empresaria hizo tanto por difundir Ken Blanchard. Un concepto que a su vez reconoce antecedentes en las luchas por los derechos de la mujer y la pedagogía de Paulo Freire.
La palabra es fea pero se entiende. Se trata de darle poder a la gente. Y hay una manera peronista de darle poder a la gente. Organizándola cuando no está organizada. O reconociendo sus organizaciones cuando las tiene. Así lo hizo el peronismo en su época clásica con los trabajadores. Sin esa encarnadura sindical, sin la organización social autónoma que generó y consolidó, es probable que hubiera sido borrado de un plumazo en 1955 sin dejar demasiada huella.
El sindicalismo fue una valla de contención entre 1955 y 1973 que contribuyó a impedir que la distribución del ingreso se retrotrayera a las proporciones previas a 1943. Para una corrección sistémica de la distribución de ingreso fue necesaria la persecución salvaje de la última dictadura, que diezmó la militancia sindical. Pero aún así no logró borrar completamente las marcas culturales que habían generado esas décadas de organización.
Lo propio del peronismo sería empoderar, entonces, a través de organización social autónoma. El peronismo clásico tuvo la ventaja de que  los sindicatos de trabajadores ya existían. Alcanzaba con legitimarlos como representantes de un colectivo social y permitir que actuaran en su nombre en negociaciones colectivas. Respecto de los consumidores se aplicaría aquello de Simón Rodríguez: O inventamos, o erramos. Porque no hay un sujeto social, un actor colectivo organizado, un grupo de presión consolidado que se encargue de canalizar institucionalmente las demandas sociales para convertirlas en efectividades conducentes, a través de negociaciones colectivas que permitan resolver los conflictos de intereses sectoriales.
Y esto viene a cuento si se tiene en cuenta que siguen vigentes las palabras de uno de los primeros que levantó la perdiz, aquel John F. Kennedy del triste paseo por Dallas, cuando tiempo antes decía que los consumidores “son el único agente económico que no está organizado de manera eficaz y cuyas opiniones a menudo no se tienen en cuenta” a pesar de ser “el grupo más grande del sistema económico que se ve afectado por casi todas las decisiones económicas, tanto públicas como privadas, y que a su vez también influye en la toma de las mismas”. Medio siglo después, en este sentido, seguimos como cuando vinimos de España.
La legislación propuesta es, indudablemente, un avance importante, en especial por la apertura de un debate que mucho tiene que ver con la clase de sociedad que queremos a futuro. Restará el salto cualitativo que va del derecho individual del consumidor al derecho colectivo del consumo.
En el caso de los derechos del consumidor, el empoderamiento ciudadano del que habla la Presidenta sólo se puede hacerse efectivo a través de la organización adecuada que pueda darle encarnadura, continuidad, presencia territorial y permanencia en el tiempo. Las asimetrías reales y concretas que hacen del consumidor la parte más débil de las relaciones de consumo no se corrigen meramente con voluntarismo político, ni legislativo, si no se avanza en el sentido de reformas también estructurales que cambien las relaciones de fuerza y por lo tanto las relaciones de poder en los mercados. No es improbable que falte algo de imaginación arquitectónica en los legisladores para generar tejido organizacional que contribuya a consolidar tejido social. Posiblemente se trate de no limitarse meramente a defender la parte más débil. Una alternativa posible y más sustentable sería convertirla en un factor de poder. Sí. Hay quienes le dicen empowerment. Para muchos, aquellos que como el Comentarista lo miran desde una perspectiva poco menos que libertaria pero mucho más que socialdemócrata, entre las tantas posibles, no es muy distinto a lo que hace tiempo se conoce como peronismo.

Buenos Aires, agosto de 2014.

lunes, 30 de junio de 2014

Mercados, pasión y deudas.


por Juan Escobar


El Comentarista ataca de nuevo. El Comentarista de la Realidad siempre va buscando y juntando recortes. Recortes de la realidad que le parecen representativos de un momento del conjunto, de la época. Va ordenando los recortes sobre la mesa, tratando de hacer coincidir alguna arista, a los fines de armar un panorama medianamente coherente, llamar la atención sobre algún detalle al parecer irrelevante pero, desde su punto de vista, revelador de algo. Pero escribir sobre el mundo no es tarea sencilla. Es una mesa que se mueve demasiado.
Planeta fútbol. Si hay algo que se puede definir como un contexto invasivo, eso es el fútbol. Hay momentos en que todo es fútbol. Momentos en que se evidencia hasta la exasperación el nacionalismo deportivo que Oscar Varsavsky asignaba al modelo consumista de sociedad. No hace falta decir que se conoce con el nombre de fútbol a eso que antiguamente era sólo un deporte y que se ha convertido en el gran mercado global de la pasión. Un mercado global que genera negocios globales. Mundiales.
En Brasil, por ejemplo, no se podían vender bebidas alcohólicas en los estadios. Una marca de cerveza había firmado un contrato con la FIFA. Como sponsor del Mundial, pagaría 1.900 millones de dólares a la FIFA, una proporción considerable de los 9.000 millones previstos de recaudación. El resto es básicamente por derechos de televisación. La FIFA presionó durante meses al gobierno del Brasil, que se resistía a cambiar la legislación para permitirlo. “Luego de arduas negociaciones”, el gobierno tuvo finalmente que ceder y el parlamento legisló la excepción. La ley hecha a medida de un interés privado en particular, es la raíz etimológica de la palabra privilegio.
¿Capitalismo extorsivo? En ciertos niveles, las más de las veces, se trata meramente de lo que se conoce como economía de mercado. Eso que globaliza la globalización. Un proceso en el que las deudas soberanas suelen cumplir un rol decisivo en el condicionamiento de las decisiones políticas estratégicas. Vaya como un dato curioso el caso de un funcionario entre otros, John Perkins, encargado de persuadir a gobiernos de países emergentes para que acepten préstamos de organismos internacionales y al mismo tiempo señalarles a qué corporaciones debían contratar para canalizar esos préstamos. Escribió un libro sobre las tareas que desempeñó en esas funciones. Lo tituló: “Confesiones de un gángster económico”. Leerlo permite imaginar el reverso de parte de la historia que nos tocó vivir.
Hablando de deudas. Como a Borges, al Comentarista de la Realidad se le hace cuento que alguna vez tuvo un comienzo la deuda externa argentina, desde la perspectiva de la duración de una vida humana, parece razonable juzgarla “tan eterna como el agua y el aire”. Juzgarla, se la ha juzgado muchas veces, con una idea tan extraña de la Justicia que invariablemente se ha declarado inocentes a los culpables. Y cuando no era posible la absolución, se dejó a las causas dormir el sueño de los justos.
Hasta el límite de la prescripción, como en el caso del Blindaje y el Megacanje de De la Rúa, Cavallo, Redrado Prat Gay, -prescripción apelada por un Fiscal que los considera "una colosal estafa a las finanzas públicas"- festejados en su momento como la vía rápida a una salvación que derivó en una larga temporada en el infierno. Prescripciones que nunca terminan de alcanzar para el olvido deseado. Que la memoria no prescribe, como la traición a la Patria.
La vocación colonial de los endeudadores seriales, sigue manteniéndose intacta aún tras más de una década de desendeudamiento. ¡Una década de síndrome de abstinencia! Una década de letanías, de lamentos, de profecías catastróficas, nostalgias coloniales de cuando “estábamos integrados al mundo”, cuando el endeudamiento que hizo estallar al país no era otra cosa que una muestra de la confiabilidad del país. Pero no era otra cosa que la confiabilidad en los artífices de un despojo planificado, que entregaban un país que entregaban, atado de pies y manos como una ofrenda al dios Mercado.
Colonialismo not dead. Un colonialismo que, como enseñó Hernández Arregui, vuelve ociosa toda división ideológica entre izquierdas y derechas. Y divide concretamente las aguas entre los que defienden intereses nacionales y los representantes de intereses contradictorios con la Nación, con su Historia y su futuro, porque atentan contra una calidad de vida digna para las mayorías populares. La banalidad de la división entre izquierdas y derechas entre nosotros quedó evidenciada hasta el asco en el trosko-ruralismo de triste y corta memoria.
Durante tanto tiempo la Deuda fue determinante para la vida de los argentinos, usada para imponer planes ruinosos, pero posiblemente nunca antes una proporción tan minúscula amenazó con hacer tanto daño. Cuando pasamos de liberarnos de los buitres del fondo a sufrir el acoso de los fondos buitre.
Hoy el depositario de la razón imperial vociferada por los grandes diarios, es un juez en oscuro maridaje con los Fondos Buitre, devenido incuestionable paladín del capitalismo extorsivo. ¡Extorsión! se escandalizaron cuando lo dijo la Presidenta. ¿Extorsión? ehm ningunearon cuando editorializó el Financial Times, ante la duda de tildarlo como kirchnerista: “Las opciones de –pagar a los holdouts, llegar a un acuerdo con ellos, transferir deuda a la ley local y directamente defaultear– parecen costosas, humillantes, difíciles o perjudiciales. Peores son las implicancias a largo plazo para las reestructuraciones de deuda”.
Ya Bill Clinton había dicho en 2005 de los fondos buitre: “Su última apuesta es forzar al gobierno argentino a abonar la deuda en mora. Una vez más pagó diez centavos de dólar de la deuda y quiere que los argentinos le paguen el valor nominal.” Qué decir de ahora que los cuestionamientos al Juez y los apoyos internacionales a la Argentina se suman día a día. Un fallo (del sistema) que ha logrado el extraño mérito de ser visto como abusivo y peligroso por instituciones -que lo que no tienen de piadosas tampoco lo tienen de progresistas- como el FMI y el Council on Foreign Relations (Consejo de Relaciones Exteriores). No faltará el cacerolero espantado que exclame, a la manera de Homero Simpson: ¡El mundo se ha vuelto K!
Se equivocaba. Se equivocó el poeta loco Ezra Pound. Se equivocaba. Cabe destacarlo: se equivocaba bastante seguido. En uno de sus poemas más famosos, el Canto XLV, decía que con usura, no hay hombre que tenga casa de buena piedra, ni un paraíso pintado en la pared de su iglesia; que con usura ningún cuadro se hace para perdurar o vivir sino para venderlo, y venderlo rápido, entre muchos etcéteras. En definitiva, que nada bueno puede surgir de la usura. Se equivocaba. Es por la usura que queda en evidencia descarnadamente la salvaje puja de intereses que es la esencia misma de la economía de mercado. Gracias a la usura, el juez Griesa se atreve a reescribir El mercader de Venecia, la equívoca comedia de Shakespeare, para regalarle -o al menos asegurarle por un módico precio- al prestamista Shylock un final feliz que le reconozca la libra de carne que reclamaba. Por la usura se descorre el velo de la codicia que el fetichismo de los mercados enmascara tras las promesas infinitas que propaga la publicidad y se reproducen por todos los medios imaginables. La publicidad, donde campea el pensamiento mágico, ese que lucra con la credulidad de la gente. Y convierte a los mercados de consumo en un espacio imaginario donde la felicidad es instantánea, con sólo comprar -pongamos por caso- una marca determinada de shampoo. La publicidad, contaminando de intereses corporativos la opinión pública y estructurándola como un mercado más. Y es sabido que en todo mercado la mentira es moneda corriente. Poco puede sorprender entonces que frecuentemente se confunda la libertad de expresión con la libertad de mentir.
Extraño territorio el de la economía. Plagado de cartografías míticas, fabulosas, donde conviven discursos de los más variados. Un territorio que nos contiene a todos, pero sobre el cual sólo están habilitados a hablar los iniciados. ¿Fetichismo de la mercancía? ¿Fetichismo de la información? ¿Fetichismo de la economía? Enmascaramiento de las relaciones sociales de producción, tanto de los objetos como de los discursos. Aunque sería más preciso hablar de encubrimiento que de enmascaramiento. Que la lógica del mercado es la del encubrimiento sistemático. Ocultamiento del que derivan las opacidades en las cadenas de valor, encubriendo las iniquidades en su interior. Encubrimiento de los abusos de posición dominante y de los plenos poderes con que las corporaciones reinan los mercados. Particularmente en los mercados de consumo, donde el encubrimiento alcanza incluso a ocultar la identidad de los formadores de precios. Naturalizando los aumentos cotidianos al punto de que sólo falta que los anuncien con el pronóstico del clima.
Enmascaramiento, encubrimiento, naturalización, en definitiva, del poder económico. Un poder oculto tras el eufemismo de “la mano invisible del mercado”. Un poder fáctico, y como tal, siempre en contradicción flagrante con las instituciones de la democracia. Como escribió el historiador económico R. H. Tawney en 1931: “La democracia es inestable como sistema político, siempre y cuando se mantenga un sistema político y nada más, en vez de ser, como debe ser, no sólo una forma de gobierno, sino un tipo de sociedad, con un modo de vida congruente. (...) Se trata, en primer lugar, de eliminar decididamente todas las formas de privilegio que favorecen a algunos grupos en detrimento de otros, sea por diferencias de medio ambiente, de educación, o de ingresos pecuniarios. Se trata, en segundo lugar, de la conversión del poder económico, ahora a menudo un tirano irresponsable, en un servidor de la sociedad, trabajando dentro de límites claramente definidos y responsable de sus acciones frente a una autoridad pública.”

miércoles, 12 de marzo de 2014

Evaluaciones y contextos


por Juan Escobar
Coordinador del Departamento de Responsabilidad Social.
Sociedad Internacional para el Desarrollo, Capítulo Buenos Aires. (SID-Baires).


Si hay algo que define a la Educación es que no se trata de un fin en sí misma, sino de un medio para otro fin. En la mejor tradición argentina, -con raíces en el pensamiento educativo de Manuel Belgrano, en un camino que va de la Ley 1420 a la Reforma Universitaria- el objetivo no es otro que formar individuos autónomos e integrados, comprometidos con la comunidad de la que forman parte y útiles a la sociedad. Esto es, individuos capaces de desarrollar su creatividad, su pensamiento crítico y su inserción activa en la vida social. Un modelo educativo que iluminó distintos momentos de la historia de América Latina. Un modelo inclusivo y de vocación universal. Podría decirse que de estos principios se derivan los criterios con que debemos abordar la evaluación educativa en todos sus niveles.

En tiempos de cambio como los que nos tocan en suerte, ese mandato fundacional, lejos de perder vigencia, se nos presenta como el desafío a concretar en el presente. Un presente continuo, signado por el cambio permanente. Donde el “fin de la Historia” propugnado por Francis Fukuyama parece confirmarse en la soberanía de la noticia. Un presente de cambios que se despliegan sobre el sedimento de transformaciones profundas que han tenido lugar a lo largo del siglo XX.

Es durante el siglo pasado que se acelera el proceso imperial de occidentalización del mundo, para culminar en la etapa actual conocida como Globalización. Una occidentalización que, con las banderas del capitalismo y la democracia, terminó de parcelar el mundo en Estados-nación y consolidando un poder económico dominado por las grandes corporaciones empresarias de alcance global. Corporaciones que ejercen el poder en un nuevo mercado-mundo que, como el “zapallo que se hizo cosmos” de Macedonio Fernández, avanzó hasta casi confundirse con la vida misma.

Este avance del Mercado sobre todas las órbitas de la vida social, característico del capitalismo, fue ganando mayor visibilidad a partir de la consolidación del orden industrial y la progresiva instauración del consumo como procedimiento excluyente para la atención de las necesidades humanas. Se trata del orden industrial que en el siglo XIX incorporó los grandes establecimientos fabriles como modelo organizacional, al punto de proyectarse al formato de escuelas, hospitales y cárceles que pasaron a ser pensadas, diseñadas y construidas como fábricas.

Esos establecimientos fabriles fueron el espacio donde se hizo evidente el abuso de posición dominante de los empresarios sobre los trabajadores, que provocó la formación del movimiento obrero como expresión de la defensa de los trabajadores en cuanto sujetos de derecho. Abuso y reacción que es el primer antecedente de la conceptualización de lo que hoy conocemos como Responsabilidad Social Empresaria.

A fines del siglo XIX comenzarían a surgir las organizaciones de consumidores como reacción a los abusos empresariales en las relaciones de consumo. Y décadas después, surgiría el activismo ambientalista como reacción a las consecuencias de la explotación irresponsable de los recursos naturales y la creciente generación de residuos industriales por parte de las empresas industriales. Quedaría configurado así el espacio de la responsabilidad social empresaria, respecto de los impactos que se generan en las relaciones laborales, las relaciones de consumo y la relación con el medio ambiente.

A partir de la segunda mitad del siglo XX, la proliferación de organizaciones del mercado y organizaciones de la sociedad civil cambió el panorama social donde antes había esencialmente individuos y Estados, para intermediar esta relación con un tejido organizacional que dio lugar a lo que Peter Drucker denominó como “Nuevo Pluralismo”. Una sociedad de organizaciones donde, como reconocería él mismo hacia el final de su vida, “nadie mejor que las organizaciones para ocuparse de la sociedad”. La idea de responsabilidad social nos da la pauta de la manera en que pueden ocuparse de la sociedad en el sentido del bien común y no meramente desde la perspectiva de sus intereses particulares o sectoriales. Esos intereses que suelen conocerse generalmente como “corporativos”.

El avance de las fuerzas del mercado sobre la esfera social fue complementado, y muchas veces facilitado, por una retracción equivalente del Estado. Este avance se aceleró violentamente con el advenimiento de las políticas neoliberales, núcleo ideológico de la globalización, que procedió al desmantelamiento del Estado de bienestar, juzgado y condenado a la luz de criterios mercantiles de rendimiento y eficiencia. El consiguiente proceso privatizador transfirió masivamente funciones asumidas hasta entonces por el Estado, en general: los servicios públicos; en particular, la seguridad social, la salud, medios de transporte y de comunicación masiva, entre otros. América latina fue convertida en un laboratorio de experimentación social de la implementación del capitalismo salvaje a partir de sendas dictaduras en Chile y Argentina que marcaron el rumbo fijado por el dogmatismo de la Escuela de las Américas y la economía de Chicago.

La educación en Argentina no escapó a esta ofensiva, aunque con características distintivas. El vaciamiento de la educación pública, llevada al extremo del abandono estructural y presupuestario que consolidó un deterioro profundo, se movió al compás del impulso de la educación privada, vía la desregulación y una cultura del subsidio sistemático que fomentó el paradigma de la educación como negocio. La temprana implantación del modelo globalizador, hizo que la concentración económica y la exclusión social inherentes a la lógica del libre mercado extremo, pusieran en evidencia sus consecuencias nefastas antes que en otros parajes. Sobre esas ruinas, una nueva oleada democrática se fue articulando en América latina, que con sus luces y sombras, sus logros y cuentas pendientes, no deja de ser la expresión de un aprendizaje colectivo que se orienta a la recuperación de lo público y la reconstrucción del Estado como instrumento de la voluntad y las necesidades de las mayorías.

Una de las enseñanzas que dejaron las consecuencias del neoliberalismo refiere a la necesaria regulación estatal de las actividades mercantiles. Esta regulación debe corresponderse con el nivel de relevancia, con el grado de impacto de cada actividad en el destino de la comunidad y su incidencia, táctica y estratégica, en la calidad de vida de sus públicos objetivos. Especialmente en actividades como la educación o la salud, que no pueden evaluarse exclusivamente de acuerdo a parámetros mercantiles, porque la importancia de los valores en juego los exceden ampliamente.

Por caso, no sería descabellado evaluar a la empresa educativa en términos de responsabilidad social. La regulación pública de la educación privada, de esta manera, debiera incluir la evaluación de sus impactos concretos, es decir de los resultados de la práctica educativa, máxime cuando es financiada, en mayor o menor medida, con fondos públicos. En pocas palabras, el rendimiento de alumnos, docentes e instituciones de enseñanza privada bien podría verse sujeta a evaluación por parte de los Estados respectivos, con el fin de velar por el buen uso de los fondos públicos destinados a ese fin. E incluso, la proporción de los subsidios se podría vincular en correspondencia con los resultados.

En el caso de la educación pública, los criterios deben ser distintos, ya que la naturaleza misma de la actividad es otra, al no estar atravesada por la finalidad del lucro. La educación vista como actividad presenta la particularidad de que las condiciones de prestación del servicio y las condiciones de trabajo de quienes prestan el servicio coinciden, se superponen, son las mismas. En concreto y sólo a título de ejemplo: el techo de un aula que se cae, puede caer tanto sobre un alumno como de un docente; el hacinamiento lo sufren unos y otros; las inclemencias climáticas no suelen hacer demasiados distingos. Esto nos lleva a que, tras tantos años de abandono, si afrontamos un proceso de evaluación educativa, lo primero que hay que evaluar son las condiciones físicas, materiales, en las que se presta el servicio educativo, así como los recursos con los que se cuenta en cada institución educativa para ese fin. Porque lo primero es asegurarse que la actividad educativa se realiza en un ambiente adecuado. Además de los motivos evidentes, porque se trata de un factor en gran medida determinante, donde condiciones deficitarias generan distorsiones en la evaluación del proceso.

De todas maneras, la evaluación de las condiciones materiales, no puede quedar en el relevamiento del deterioro edilicio o la provisión de servicios básicos, sino que debería llevarnos a preguntarnos por la adecuación global, integral, de las instalaciones de acuerdo a los requerimientos que plantean las necesidades actuales. Pero sucede que esos requerimientos son los que la educación está llamada a responder. Son los que impone la realidad social en cada comunidad. Requerimientos múltiples y diversos de una realidad siempre compleja. Una realidad actual que, como hemos dicho, está signada por el cambio constante y se asienta sobre capas de sucesivas transformaciones que se fueron superponiendo a lo largo de nuestra historia hasta el presente. Para actualizarse, la educación debe dar cuenta de esas transformaciones y preparar individuos que más allá de adaptarse a los cambios, sean artífices del cambio necesario.

En ese sentido, siempre es tiempo de discutir seriamente las características del sistema educativo que necesitamos. Como siempre es tiempo de discutir la salud pública o el sistema de justicia. Para eso es preciso desacralizar nuestras instituciones, nuestro capital simbólico. Comprendiendo que se trata de herramientas que nos damos como sociedad, a las que debemos evaluar para que los resultados se orienten en el sentido deseado, tras las reformas y adecuaciones que haya que emprender. Pero es necesario que el debate trascienda lo meramente coyuntural, la lógica de urgencias que frecuentemente tienden a obviar lo sustancial, muchas veces en beneficio de la cultura del parche, de lo accesorio y cosmético. Discutir, debatir, consensuar, en un ejercicio de la participación ciudadana que define la intensidad de una democracia. Generando los canales adecuados para canalizarla. Y ese canal bien podría ser un nuevo Congreso Pedagógico Nacional, como aquel primero que sentó las bases del consenso que hizo posible la ley 1420. Un nuevo Congreso Pedagógico que aprendiendo de la Historia, tomando cuenta de nuestros valores fundacionales, permita actualizarlos en el debate respecto de la educación que queremos para el país que queremos ser, que debemos construir. En la medida que avancemos en esos consensos estratégicos, en la medida que podamos acordar el proyecto de país que integre las diferencias, podremos definir la educación necesaria para realizarlo. En ese punto, la evaluación educativa cobrará mayor sentido, nos permitirá saber si nos acercamos o nos alejamos de los objetivos fijados a través del debate franco, de la participación y el diálogo entre los distintos sectores interesados. Hasta tanto, no quedará del todo claro qué y para qué evalúan las evaluaciones, y hasta qué punto son útiles a lo que nos sigue haciendo falta.

(Publicado en Consenso Ciudadano - Fascículo 3. Setiembre de 2013
http://iml.org.ar/wp-content/uploads/2013/09/Consenso-Fasciculo-3.pdf)

martes, 4 de marzo de 2014

Consumo y ciudadanía


por Juan Escobar*




Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. (…) Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

(Julio Cortázar. Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj. 
Historias de cronopios y de famas. 1962).

1. Hacia la complejidad.
En el principio fueron las preguntas. ¿Cómo se relaciona el consumo con la ciudadanía? ¿Qué relación se establece entre la ciudadanía y la noción de responsabilidad social? ¿Hasta qué punto es posible demandar responsabilidad social al consumidor? En la búsqueda, las interrogaciones no cesan de multiplicarse, lo que a su vez puede considerarse como marca epocal, propia de una etapa histórica signada por la incertidubre. 

La pregunta por la ciudadanía, a su vez, implica en alguna medida el reconocimiento de su ausencia parcial o de la necesidad de un replanteo. Preguntarse por la responsabilidad social del consumidor implica a su vez la doble interrogación, al estilo de Raymond Carver: ¿De qué hablamos cuando hablamos de “responsabilidad social”? Y: ¿de qué hablamos cuando hablamos de “consumidor”?

Expresiones cuyo sentido inmanente es consecuencia de condiciones específicas de emergencia y evolución histórica, presentan campos de análisis posibles donde la complejidad aparece como la primera característica. De allí que se trate de nociones relativamente difusas a simple vista, de un complexus de discursos y aún disciplinas que se entrecruzan, se contradicen , se complementan, o simplemente se ignoran entre sí.

No existen en torno de estos conceptos campos teóricos integrados, a la vez suficientemente abarcativos y específicos. Su abordaje desde el paradigma emergente de la complejidad se presenta como una alternativa posible para establecer algunas hipótesis a partir de repasar puntos significativos de su derrotero hasta el presente. Edgar Morin ha escrito que si hay una ciencia de la complejidad, esa ciencia es la historia, porque a través de ella puede comprenderse mejor la configuración del entramado que la va constituyendo, que va cambiando el mapa de la situación en el transcurso del tiempo.


2. Una historia (norte)americana, o casi.
Si la primera revolución industrial fue centralmente europea, a partir de fines del s.xix la segunda revolución industrial llevó la impronta cultural de los Estados Unidos, en cuyo contexto se fue configurando paulatinamente el perfil del consumidor contemporáneo desde donde se proyectó a la etapa más reciente de la llamada globalización.

Fue justamente en los Estados Unidos donde se formó en la última década del s.xix la primera asociación de consumidores, llamada Liga de Consumidores de Nueva York  cuyos objetivos fueron llamativamente congruentes con la perspectiva de lo que tiempo después se daría en llamar responsabilidad social empresaria.

Su acción consistía en la confección de “listas blancas” donde se recomendaba el consumo de productos que se hubieran fabricado en condiciones de respeto de los derechos de los trabajadores y prescindiendo del trabajo infantil. En los hechos, nace como un complemento de la tarea sindical, donde los trabajadores iban tomando conciencia que en su carácter de consumidores podían incidir progresivamente en el mercado, en un contexto donde predominaba la explotación y, para decirlo en términos de responsabilidad social, se ejercía frecuentemente el abuso de posición dominante por parte de los empresarios en perjuicio de los trabajadores, entendidos como stakeholders directos, como grupo social vinculado con la actividad de la empresa. Al tiempo que plantea una alternativa de expresión solidaria de responsabilidad social por parte de los consumidores, la impronta sindical en los inicios de la defensa del consumidor encontrarían su correlación en la huelga de consumidores o boicot como práctica de presión en defensa de sus intereses, como fue el caso de las huelgas de consumo de 1890 en Ferrol, al noroeste de España y de 1900 en Barcelona, ambas por aumentos en el precio del gas.

Pero cabe destacar esta relación en los inicios: trabajadores asumiendo su condición de consumidores para reclamar una mayor responsabilidad social a la empresa, específicamente en el respeto de sus derechos laborales. Y el derecho a tener derechos es la base de la ciudadanía. Lo que implica un reconocimiento como sujeto de derecho por parte del Estado y el respeto efectivo de esos derechos en el ámbito de los mercados.

Promediando la década de 1930, se constituyó la Consumers Union, que ya desde su nombre denotaba un aire de familia con la actividad sindical y que en la actualidad cuenta con millones de asociados. En 1967 se integraría a la Junta Directiva de Consumers Union (donde participaría a lo largo de ocho años) un joven abogado llamado Ralph Nader que había hecho estremecer a la industria automotriz con la publicación de un libro titulado Unsafe at any speed, cuya traducción más frecuente es “Peligroso a cualquier velocidad”, para luego protagonizar una etapa que reinventaría la defensa de los consumidores.

Se trataba, en rigor, de la etapa abierta por John Fitzgerald Kennedy, siendo presidente, con su famoso discurso del 15 de Marzo de 1962 –que luego quedaría establecido como el Día mundial del consumidor- al congreso de los Estados Unidos. El “Mensaje Especial al congreso en protección del interés de los Consumidores[1]” comenzaba afirmando que decir “consumidores, por definición, nos incluye a todos. Los consumidores integran el mayor sector de la economía, afectando y siendo afectados por casi todas las decisiones económicas públicas y privadas. Las dos terceras partes de los gastos en la economía corresponden a los consumidores. Pero se trata del único grupo importante de la economía que no se encuentra efectivamente organizado, y cuyas opiniones a menudo no son escuchadas”. También hacía un llamamiento a evitar el derroche en el consumo, “así como no aceptamos la ineficiencia en las cuestiones de gobierno”. Pero más allá de las perspectivas optimistas que esbozaba, también resaltaba algunos de los riesgos más frecuentes en las relaciones de consumo: “Si a los consumidores se les ofrecen productos inferiores, si los precios son exorbitantes, si los medicamentos no son seguras ni efectivas, si el consumidor no está en condiciones de elegir con una base de conocimiento, entonces pierde su dólar, su seguridad y su salud se ven amenazadas y el interés nacional se ve perjudicado” Asimismo planteaba que “incrementar los esfuerzos para hacer el mejor uso de los ingresos, puede ser más útil para mejorar el bienestar de la mayoría que los mismos esfuerzos puestos en el sentido de aumentar sus ingresos.”

Haciendo referencia a la incidencia de la tecnología en “la comida que consumimos, las medicinas que tomamos y muchos de los electrodomésticos que usamos en nuestros hogares” que “ha incrementado las dificultades del consumidor en contraposición con sus oportunidades; y ha tornado obsoletas muchas de las viejas leyes y regulaciones haciendo necesaria una nueva legislación”.

Este incremento en las dificultades puede vincularse tanto con el crecimiento exponencial de la cantidad de productos con las diversas competencias necesarias que esto trae aparejado, tanto como de la información necesaria para la defensa de sus intereses, en un proceso coadyuvante a la acentuación de la asimetría informativa que junto a la asimetría organizacional caracteriza a los mercados de consumo, en perjuicio del consumidor individual.

Seguidamente hacía referencia a la creciente influencia del marketing que se había configurado como disciplina integrada a lo largo de la década anterior, con claras influencias de la escuela psicológica conocida con el nombre de “conductismo” -en la línea de los “reflejos condicionados” de Pavlov. Uno de cuyos exponentes más relevantes y controversiales fue B. F. Skinner quien hacia el final de su vida no dudó en caracterizar crudamente su disciplina en su libro que lleva el nombre de “Más allá de la libertad y la dignidad[2]” donde planteaba como única alternativa el formateo sistemático de los individuos en los términos expresados en el título como única forma de terminar con los problemas sociales, atacando y corrigiendo toda inadaptación, condicionando las conductas a través de la manipulación de las condiciones objetivas de su situación, su entorno, su ambiente circundante. Criterios que mostraban una clara funcionalidad en mercados ávidos de consumidores, necesitados de generar espacios, atmósferas controladas, acondicionadas para un consumo incesante. Esto brindaría un lugar relevante al conductismo entre lo que se podría llamar, partiendo y adecuando de la expresión de Althusser, como “aparatos ideológicos del mercado” orientados a influir sobre la conducta de los consumidores en el sentido deseado.

En palabras de Kennedy: “La elección del consumidor está influenciada por la publicidad masiva, que utiliza medios de persuasión altamente desarrollados. El consumidor típico no puede saber si los preparados de drogas cumplen con los standares mínimos de seguridad, calidad y eficacia. Por lo general no se sabe cuánto paga por el crédito al consumo; si el preparado de un alimento tiene mayor valor nutricional que otro, si el rendimiento de un producto, en los hechos, satisface sus necesidades, o si la gran economía es en realidad un artículo de saldo (“a bargain”).

A continuación detallaría lo que consideraba como los derechos básicos de los consumidores:

“1.- Derecho de seguridad: para estar protegidos cuando la comercialización de bienes atenta contra la salud o contra la vida.
“2.- Derecho a estar informado: para estar protegido contra la información engañosa o fraudulenta en la publicidad, en el etiquetado, u otras prácticas, y de ser provisto de los factores necesarios para realizar una elección informada.
“3.- Derecho a elegir: para que se le asegure, en la medida de lo posible, el acceso a  una variedad de productos y servicios a precios competitivos; y en aquellas industrias en que esto no es posible y se sustituye por una regulación estatal, asegurar una calidad y servicio satisfactorios a precios justos.
“4.- Derecho a ser oído: para asegurar que el interés de los consumidores sea tenido en consideración de manera total y con especial consideración en la formulación de las políticas gubernamentales, y debe recibir especial tratamiento en los tribunales administrativos. También deben tenerse en cuenta para futuras acciones el interés de los consumidores y los programas existentes deben ser fortalecidos”.

Luego se adentraría en el detalles de las acciones a implementar para finalizar diciendo: “Como todos somos consumidores, estas acciones y propuestas a favor de los consumidores, son a favor de todos.”

En la brecha que abrió ese discurso y el reconocimiento de los perjuicios a los consumidores vendría a desarrollarse la actividad de ese funcionario menor de la administración pública que fue Ralph Nader (abogado asesor del subcomité del senado de los Estados Unidos que investigaba los accidentes automovilísticos en alza) y cuya obsesión inicial por la seguridad en las rutas lo llevaría a poner en entredicho a uno de los íconos fundamentales de la sociedad de consumo como es el automóvil, poniendo la lupa sobre el caso del Chevrolet Corvair, producido por la General Motors, en un proceso de difusión en la opinión pública tras el cual finalmente fue retirado del mercado. A partir de esto su actividad se diversificó y puso atención en otras cuestiones que hacen al interés de los consumidores. En 1968 dirigió un Grupo de Estudios con el objeto de realizar un análisis preliminar sobre la política de protección alimentaria desarrollada por el organismo federal a cargo. Lo titularon “The Chemical Feast[3]” y el contenido del informe daba cuenta de ello. Pero lo curioso de leerlo hoy es encontrar después del prólogo realizado por Nader, la siguiente cita:

“El consumo es el único fin y propósito de toda la producción; y el interés del productor debe tenerse en cuenta sólo en la medida en que sea necesario para favorecer el del consumidor. El principio es tan evidente, que sería absurdo intentar demostrarlo. Pero en el sistema mercantil, el interés del consumidor se sacrifica de forma casi constante al interés del productor: y parece considerarse la producción y no el consumo el fin último y el objeto de toda la industria y el comercio…

“No resulta difícil determinar quiénes han sido los deformadores del sistema mercantil; es evidente que no han sido los consumidores, cuyo intereses se han visto totalmente menospreciados: han sido los productores, cuyos intereses se han respetado escrupulosamente; y entre esta última clase, nuestros mercaderes y manufactureros han sido en gran medida los principales arquitectos de todo ello.”

La cita pertenece al Libro IV, Capítulo VII del libro canónico de la economía política, el Ensayo sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, de Adam Smith. Un texto publicado en 1784. Yendo al libro, nos encontramos con que fue sacado de un contexto donde la evaluación crítica estaba orientada a un mercado en particular, en un momento particular y como parte de una argumentación a favor de una mayor libertad en el comercio internacional. Un mercado que, particularmente, había convertido a los ciudadanos en “compradores forzosos” según la expresión del autor. Una definición que ilumina algunas características de la denominación de “consumidor” y delimita brutalmente su siempre declamada soberanía. Con todo, estas palabras de Smith parecen no haber perdido su cuota de actualidad, desvaneciendo en el camino las buenas intenciones manifestadas por Kennedy.

3. Vuelta a la complejidad.
La complejidad del proceso de globalización pone en entredicho numerosas categorías utilizadas para describir una realidad en transformación continua. El pensamiento de la complejidad que fue tomando forma a partir de contribuciones diversas a lo largo del siglo veinte, sobre la base de avances en los campos de la biología y la física, se presenta como una alternativa para afrontar los problemas y construir sentido en un presente signado por la multiplicidad de factores que interactúan.

En su libro "Marco histórico constructivo para estilos sociales, proyectos nacionales y sus estrategias", el científico argentino Oscar Varsavsky propone un abordaje a la realidad para transformarla que puede resultar convergente con el pensamiento complejo a cuya configuración a lo largo del siglo XX han contribuido los aportes de gente como Edgar Morin, Kevin Kelly o Joël de Rosnay entre otros. Varsavsky plantea un método que define como "de aproximaciones sucesivas de escala" que vayan de la visión del astronauta -que ve lo general del conjunto- a la visión del bombero -fijado en la particularidad de lo emergente. Estas sucesivas aproximaciones y alejamientos pueden servir como medio para aprehender la realidad a partir de lo empíricamente comprobable, en un recorrido propio que siga esta pauta planteada por Varsavsky.

Así, en el espacio del universo físico -la primera dimensión de la realidad reconocible-, nos encontramos con el tercer planeta del sistema solar, que se caracteriza por tener agua y a partir de ella se desarrolla lo que se conoce como biósfera, un megasistema complejo que recubre la superficie de la Tierra y en donde se manifiesta la vida. Esa dimensión de lo viviente se organiza en especies, constituidas por individuos, que son a la vez portadores de vida y de las necesidades que su continuidad implica atender. Necesidades que son a la vez individuales y comunes entre los individuos de cada especie.

Estas necesidades propias de todo individuo viviente abarcan tres dimensiones. La primera refiere a las necesidades físicas, que hacen al hábitat adecuado para la continuidad de la vida. La segunda abarca las necesidades biológicas y finalmente las necesidades de información. Información funcional a la atención de las necesidades precedentes, a través de su comunicación con el entorno físico y viviente.

Entre esas especies, se encuentra la especie humana, que se diferencia del resto por el hecho de codificar la información con símbolos, en representaciones. Usando palabras de Cassirer, esto convierte al humano en el único animal simbólico, lo que incorpora una nueva dimensión que organiza a las anteriores, así como a la dimensión social que incorpora la presencia misma de la especie humana, su carácter gregario, que hoy se concentra en un 80% en formaciones urbanas donde constituyen su comunidad, que se inscribe en una escala de integraciones que comienza en lo individual un camino de incorporación al mundo.

4. Comunidades en un mercado global.
El individuo tiende a integrarse en unidades mayores para atender de manera más eficiente sus necesidades. En la vida cotidiana, el individuo humano forma parte inicialmente de una familia, que se integra en un colectivo social de referencia inmediata, a través del cual se incorpora a la comunidad que surge de habitar y compartir el mismo territorio más o menos delimitado. Esa comunidad se organiza para su continuidad a través de la política, lo que constituye al ámbito local en célula de la organización estatal. En el ámbito local es donde se ejerce la ciudadanía y se padecen sus limitaciones en forma cotidiana, en el lugar donde transcurre la vida de esos ciudadanos. Pero esos ciudadanos sólo son tales en la medida que lo legitima un Estado nacional, esa forma organizativa que se difundió hasta cubrir cuatro de los cinco continentes en la segunda mitad del siglo pasado. Estos Estados representando naciones tienen generalmente mayores oportunidades de insertarse en el orden planetario en la medida que se integran previamente a bloques continentales. Por caso, la Unión Europea o el proyecto siempre postergado de unidad sudamericana.
El orden global de la actualidad es a la vez producto y reproductor de la creciente primacía del poder económico de alcance mundial sobre el poder político de los Estados nacionales, en un proceso de siglos que se precipitó en algunas pocas décadas. Ese poder económico suele expresarse a través de las corporaciones empresarias que protagonizan el comercio internacional, impulsando la conformación del Mercado-mundo que caracteriza al proceso llamado globalización. Generando un contexto donde el mercado en red trasciende las barreras continentales, nacionales y locales para conectar al individuo a un sistema que lo sitúa en un primer peldaño de consumidor. Un peldaño del que no se puede bajar sino hacia la exclusión social, ya que constituye el procedimiento establecido –prácticamente excluyente- para la atención de las necesidades humanas.

Una de las características salientes de la globalización es su carácter compulsivo, que estableció progresivamente un nuevo orden basado en la mercantilización del mundo, cuyo sistema nervioso está animado por el comercio. El individuo común se vincula al mercado-mundo de la globalización a través de la atención de sus necesidades cotidianas. Al hacerlo, se convierte efectivamente en lo que el mercado designa con el nombre de consumidor.

Definida inicialmente por su matriz industrial, la figura del consumidor individual se configura en el pasaje del orden industrial –donde la inserción social se realizaba a través del trabajo- al orden tecnológico, donde la inserción social pasa a realizarse a través del consumo. Una etapa en cuyo transcurso la máquina mecánica va cediendo paulatinamente protagonismo a la máquina electrónica. El consumidor individual se va constituyendo en el relevo del trabajador organizado en cuanto canal de participación establecido para el ciudadano común en la economía.

La globalización se constituye en una atmósfera envolvente a través de los mercados de consumo y de servicios. Para cotejar en qué medida un individuo se encuentra globalizado basta con observar el origen de la ropa que lleva puesta, del teléfono celular que usa, de los electrodomésticos que tiene en la casa, de los alimentos que ingiere, de las computadoras de las que dispone, de las distintas cosas que usa o tiene porque fueron adquiridas a través de la transacción comercial en cuanto procedimiento establecido para la atención de sus necesidades.

5. Neos
Nuevas categorías complejas fueron cobrando centralidad en la etapa más reciente de la globalización, que se desplegó en el transcurso de las dos últimas décadas del siglo veinte en correlación con la efímera hegemonía del neoliberalismo como estrella mediática de la opinión pública.

Animado por un individualismo feroz, que en ultima ratio implicaría la ruptura de todo vínculo comunitario basado en la solidaridad, postulaba la virtud del egoísmo de la que fue abanderada la guionista cinematográfica Ayn Rand, devenida filósofa “objetivista” de manera funcional a quienes llevan las de ganar en este esquema. Verdadera religión de mercado, demonizó al Estado como enemigo de una libertad individual que sólo hallaría su plenitud en transacciones comerciales entre particulares sin otra restricción que la de la ley de la oferta y la demanda.

Los efectos catastróficos de su aplicación sobre las sociedades que ejerció su dominio, fueron poniendo de relieve los costos sociales que, en la medida que se incrementaban, no hacían sino desmentir las siempre incumplidas promesas de bienestar generalizado que pregonaban los defensores del absolutismo de mercado, donde las libertades individuales quedaban subsumidas en la libertad del mercado, en las transacciones comerciales que lo animan. La dinámica de concentración de los beneficios y socialización de los costos a escala global demostró una indudable eficacia en cuanto a incrementar la pobreza y generar sociedades crecientemente desiguales, libradas a la voracidad de un criterio que tiende a sustituir todo valor por un precio.

Así, el Mercado, imponiéndose como el "único asignador eficiente de los recursos disponibles", pasa no sólo a asignar los recursos y los precios, sino que además instala su propia lógica de cuantificación y su propia dinámica como ejes de la vida de las poblaciones, al tiempo que también asigna roles e incluso identidades a quienes se encuentran en su órbita de influencia. De esta manera, los ciudadanos pasan a ser consumidores y el Estado ve reducida paulatinamente su función de regulador de la vida social.

En este contexto, la figura del consumidor tiende a ser paulatinamente la vía de acceso excluyente para la participación del hombre común en la economía, que lo cuantifica proporcionalmente a su concurrencia en el Mercado. Donde, como lo expresó entusiasta el economista Schumpeter en su Teoría del desenvolvimiento económico: "Los individuos tienen solamente influencia en tanto que son consumidores, en tanto que expresan una demanda". O, en pocas palabras, donde se lo tiene en cuenta en la medida de lo que paga para consumir, de los precios que paga o se compromete a pagar, en definitiva donde su existencia depende de lo que gasta.


6. Responsabilidad social.
La responsabilidad social es uno de los paradigmas emergentes de esta etapa histórica signada por la globalización mercantil. La noción de responsabilidad social se instala a partir de la demanda de diferentes grupos sociales frente al abuso de posición dominante ejercido por empresas y las consecuencias negativas derivadas de esas prácticas. De esta manera se fue difundiendo la idea de responsabilidad social empresaria, vinculada a la gestión de los impactos que la actividad de la empresa genera en la sociedad en general tanto como en la calidad de vida de los diversos grupos relacionados directamente.

Con todo, la noción de responsabilidad social puede hacerse extensiva a otros tipos de organización, desde el momento que excede los límites de la actividad específica de las empresas y puede asimilarse a la relación de cualquier tipo de organización y su entorno social. Es decir, a las externalidades que cada organización genera con su actividad, respecto de los distintos stakeholders vinculados con ella, dentro y fuera de la organización. Es más, la noción de responsabilidad social es aplicable a cada individuo que se integra a la comunidad generalmente a través de una organización.

La responsabilidad social emerge de la participación en el mercado y de sus efectos en la calidad de vida de las poblaciones vinculadas con su actividad. La responsabilidad social –individual, organizacional, sectorial- es proporcional a la participación efectiva en las decisiones que la actividad del mercado presupone. Esto es, a la posición que ocupa cada uno en el mercado. Cuando esa posición es dominante en un mercado, la responsabilidad social que le corresponde es mayor, pero el hecho de no ocupar la posición dominante en un mercado no exime de responsabilidad social a la parte en cuestión, como es el caso de los consumidores, ya que constituyen partícipes necesarios para el funcionamiento efectivo del mercado, a su existencia misma.

Así como el abuso de la posición dominante de las empresas fabriles en el mercado laboral generó la necesidad organizacional del sindicalismo moderno ya en el siglo diecinueve, y el abuso de la posición dominante de las empresas en los mercados de consumo provocó la aparición de asociaciones para la defensa de los consumidores, ya desde comienzos del siglo veinte en los países centrales del orden industrial, los perjuicios ambientales causados principalmente por la actividad de las empresas, tanto directamente en lo que hace a los recursos insumidos, al proceso de producción y a la disposición de los residuos industriales, cuanto indirectamente en lo que refiere a los residuos derivados del consumo, dieron lugar a la aparición de la inquietud ecologista que encontraría un espacio fundacional en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano, reunida en Estocolmo del 5 al 16 de junio de 1972 , al establecer la noción de sustentabilidad respecto de la comunidad humana en el espacio y el tiempo. Posiblemente sea la de comunidad, una de las nociones clave para establecer las respectivas responsabilidades de los actores económicos, ya que responsabilidad social y comunidad guardan una estrecha relación que trasciende los límites meramente económicos para encuadrarlo en la realidad de los seres humanos y su vida en común. El paradigma emergente de la responsabilidad social puede aportar una perspectiva para afrontar el principal desafío que presenta el actual proceso de globalización, que es el conflicto muchas veces manifiesto entre capitalismo y democracia, a partir del ejercicio de una ciudadanía más plena.

7. Regulación defensiva.
El mercado-mundo que aparece configurado en los inicios del siglo xxi cuando la más reciente etapa de la globalización que abarcó el último cuarto del siglo pasado. La figura del consumidor, justamente, ha ganado una mayor centralidad en el transcurso de esta etapa. Un desplazamiento sutil que ha llevado a asumirlo en muchos casos acríticamente, con la coartada perfecta de la inevitabilidad. En más de un sentido, podría afirmarse que cuando hablamos del consumidor nos estamos refiriendo a un individuo globalizado. Y el participio pasivo no es casual, porque la figura del consumidor parece estar signada por la marca de la heteronomía y de cierto sometimiento que conlleva ser funcional a los intereses de otros, muchas veces en perjuicio de los propios.

Esta heteronomía propia del consumidor se deriva de las condiciones de acceso al mercado y de la naturaleza misma de los mercados de consumo, de la marcada imperfección que los define, así como de las asimetrías en su desmedro, tanto en lo que se refiere al nivel de organización como lo que respecta a la cantidad y calidad de información de la que dispone. Esa heteronomía inherente al consumidor individual en el mercado se fue poniendo en evidencia en la medida que se iba descascarando la fachada monumental del mito de la soberanía del consumidor, en un proceso que encontraba sus raíces a comienzos del siglo veinte.

El mercado-mundo constituye un entorno artificial para promover el consumo, una atmósfera envolvente que durante el orden industrial fue centralmente de cosas y en el orden tecnológico es centralmente de representaciones. Un mercado-mundo en el que los economistas neoliberales aún dicen que el consumidor es soberano, que reina en el mercado, pero es un mero eco extemporáneo de las admoniciones de hombres como Von Mises, apóstol del neoliberalismo extremo:

“La economía basada en el lucro hace prosperar a quienes supieron satisfacer las necesidades de las gentes de la manera mejor y más barata. Sólo complaciendo a los consumidores es posible enriquecerse. Los capitalistas pierden su dinero en cuanto dejan de invertirlo en aquellas empresas que mejor atienden la demanda del público. En un plebiscito donde cada céntimo confiere derecho a votar, los consumidores a diario deciden quiénes deben poseer y dirigir las factorías, los comercios y las explotaciones agrícolas. El control de los factores de producción constituye una función social sujeta a confirmación o revocación de los consumidores soberanos[4]”.

Lo que nos recuerda la perspectiva democrática es, por el contrario que el consumidor es ciudadano, que su lugar en el mundo es su ciudadanía. La ciudadanía como lugar, como espacio de acción. Viene a recordarnos que el consumidor no es otra cosa que el ciudadano mismo en situación de mercado.

En situación de mercado, el consumidor legitima con su dinero la distribución de costos y beneficios que conllevó la producción de lo que compra. Legitima los costos sociales que pudiera haber implicado la realización de los derechos que adquiere. Cuando esos derechos se desmaterializan, se desvanecen, muestran el costado indeseable de la intangibilidad: se revelan como una mera ilusión. Entonces, cuando el consumidor se siente en alguna medida estafado y le asiste la razón, con todo, se encuentra solo. Salvo que se encuentre en situación de queja con otro consumidor en idéntica situación, generalmente sin otro efecto que aumentar la frustración ante la falta de respuestas satisfactorias. El consumidor se encuentra solo. Con sus problemas. Recibiendo un perjuicio por el que pagó. Un perjuicio que viene a sumarse a todos aquellos producidos previamente a la transacción que los legitimara. El consumidor se encuentra solo en un mundo que en ese momento se le antoja dividido por un mostrador. Todo lo que haga en adelante para que le sea resarcido aquello por lo que pagó, será más que una pérdida de tiempo, una pérdida de dinero: un lucro cesante. Trámites, desplazamientos, llamadas telefónicas, todos costos que se van sumando graciosamente al precio. No tener en cuenta los perjuicios sociales generados en la realización de un producto, puede derivar en la trampa de sufrir los efectos de esa misma lógica.

Porque donde tienen lugar relaciones de mercado al margen de una regulación del Estado democrático, lo que rige efectivamente es la falta de garantías que surge de la aplicación de la ley del más fuerte. El contrato entre las partes puede convertirse con mayor facilidad en un fraude, en desmedro de la parte más débil de la relación. Promesas que no se cumplen, supuestos básicos de buena fe que hacen a la confianza necesaria para concretar las transacciones, que se ven defraudados en la medida de la ausencia de un Estado que provea de justicia.

Pero tanto la destrucción de las capacidades estatales de regulación que le dieron vía libre, como toda la historia de abusos de la posición dominante que caracterizó brutalmente al orden industrial y se incrementó con la transición al actual orden tecnológico de la globalización, hicieron que la opinión pública incrementara sus demandas de una mayor responsabilidad social por parte de las corporaciones que inciden muchas veces en forma determinante en la vida cotidiana de las poblaciones.

La regulación de los mercados debe responder a principios de equidad que no se desprenden de la maximización desconsiderada de los intereses particulares. Es necesaria una regulación defensiva y por lo tanto preventiva de los posibles daños a los que se expone a los ciudadanos, como consecuencia de la primacía del interés particular y la arbitrariedad que encuentran impunidad en relaciones marcadamente asimétricas como las que se dan en el mercado.

Las consecuencias de la aplicación del neoliberalismo en América Latina demostraron la necesidad de un Estado regulador que sepa expresar el bien común frente a los intereses particulares. La experiencia latinoamericana con las dictaduras que fueron funcionales a una globalización compulsiva, puede aportar argumentos suficientes confirmando que ese Estado no puede ser otro que el Estado democrático. Es decir un Estado con legitimidad suficiente para recuperar de manera satisfactoria la regulación de las relaciones sociales y, entre ellas, especialmente las relaciones económicas. La participación del Estado en la etapa de euforia neoliberal desmontando las barreras que obstruían el avance de un capitalismo salvaje frente al que ofició de facilitador en contra de los intereses mayoritarios de sus ciudadanos, hizo que se instalara una demanda creciente de que la participación del Estado democrático en la economía se orientara en el sentido de una creciente equidad, expresada en una distribución del ingreso que evolucione de manera congruente.


8. El Mercado, sus residuos y las acciones de la Sociedad
El consumo, entonces, opera como un procedimiento que legitima prima facie el proceso de producción de la mercancía adquirida o las condiciones de prestación de los  servicios contratados, de manera que las decisiones tomadas por los consumidores, a través de la formalización de la transacción se convierte solidariamente responsable de las decisiones del resto de los actores económicos que intervienen en la relación, ya que de hecho se constituye en el eslabón que da sentido al conjunto de la cadena de valor, ya que legitima asimismo la distribución de costos y beneficios que se materializan en el producto adquirido.

El hecho de encontrarse generalmente en el extremo opuesto de la posición dominante no releva al consumidor de su correspondiente responsabilidad social. Particularmente cuando la función de consumo que le da un lugar en el mercado, constituye la condición de posibilidad misma de la existencia del mercado. De esta manera se articulan las responsabilidades de los consumidores en lo individual con las responsabilidades colectivas de los consumidores en conjunto, en el marco de las comunidades que integran, en cuanto co-responsables de las externalidades negativas que esos mercados generan. Entre las cuales la sistemática producción de residuos no es menor, atendiendo el pasivo ambiental que contribuyen de continuo a incrementar.

La contaminación ambiental se fue consolidando como problema en el transcurso del proceso que se inició con lo que se conoce como primera Revolución Industrial, particularmente a partir de la disposición continuada de los residuos industriales en el medio ambiental. Esa Revolución Industrial marcó el comienzo de una nueva etapa, signada por una creciente brecha entre la producción y el consumo, que estableció una división de aguas entre los actores económicos, separándolos en productores y consumidores.

Al ingresar en la etapa de la producción masiva, desde mediados del siglo XX en los países más desarrollados, fue creciendo la incidencia de los residuos resultantes de un consumo (por reflejo) también masivo, hasta cobrar entidad propia en cuanto problema.

Ese consumo, con sus variaciones, determinará una consiguiente generación de desperdicios; porque la basura que generamos es un reflejo de nuestra participación (lo que la doctrina económica denomina concurrencia) en el mercado, tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo en su diversidad y otras características de target, hecho que lo convierte en un indicador de nuestro status social en el orden establecido por el mercado.

Una mirada global de esta situación, pone en evidencia que el expansionismo del Mercado sobre las poblaciones humanas tuvo su reflejo en una acumulación exponencial de los residuos provenientes del consumo. Hoy, el problema de la basura, se eleva -literalmente- en las afueras de los centros urbanos, ocupando territorio y amenazando con cambiar el paisaje, conformando verdaderas cordilleras de desperdicios en escala.

Hay una particularidad de esos residuos, mayoritariamente domiciliarios, que por obvia y cotidiana, pasa generalmente inadvertida. Esos residuos, en una gran proporción, fueron parte de productos que fueron comercializados, es decir que alguien compró (pagando un precio) para satisfacer alguna necesidad. Esa satisfacción de las necesidades a través de transacciones comerciales, es lo que la economía define con el nombre de consumo.

De esta manera, esos residuos –sólo relevantes en cuanto los perjuicios que causan– aparecen como un derivado inherente al funcionamiento de una clase específica de mercado, el que agrupa los llamados mercados de consumo, que constituyen la base de la estructura económica, por tratarse del canal a través del cual fluyen los recursos de los individuos hacia las empresas, que son a su vez quienes impulsan y direccionan la dinámica de estos mercados.

Podríamos decir entonces que esa basura que desechamos diariamente, se trata, en realidad de desperdicios del mercado, ya que han sido en algún momento parte de un intercambio comercial, han recorrido el aparato circulatorio de la economía integrados en productos hasta que alguno de nosotros pagó un precio para adquirirlo, para sacarlo del mercado. Pero, si hay que darle al César lo que es del César, ¿por qué no le devolver estos desperdicios al Mercado? ¿Por qué no vemos en ellos valor alguno? Posiblemente una respuesta sea que los vemos desde el lugar que el Mercado nos asignó. Los vemos en nuestro carácter de consumidores. Lo vemos como un efecto del gasto –como una pérdida aceptada desde el comienzo–, de un consumo del que formaron parte.

Mientras está en el aparato circulatorio del mercado (fabricación, distribución y comercialización) el producto conserva un valor simbólico (que lo hace deseable) un valor de cambio (que lo hace pasible de intercambio) y un valor de uso (que lo hace satisfactor temporario de una necesidad). A partir de que un individuo lo adquiere para atender una necesidad, el producto pierde (totalmente si es consumible o parcialmente si es utilizable) su valor de cambio expresado en el precio, desde el momento que es retirado de la circulación comercial, es decir desde que se lo compra sin la intención manifiesta de volver a venderlo.

En el ámbito social de la economía doméstica a la que pertenece el consumidor cobra relevancia el valor de uso del producto. Un valor de uso que, por su parte, se agotará en la medida que sea consumible, o decrecerá si es utilizable por efecto de lo que se conoce como obsolescencia planificada. De una manera o de otra, la tendencia natural del producto en estas aguas cuyas mareas son movilizadas por el mercado, –en un trayecto que va del instante al mediano plazo–, es a convertirse (parcial o totalmente) en residuo, o al menos generarlos en alguna medida apreciable. En el ámbito de la economía doméstica, estos residuos pueden dividirse básicamente en materia orgánica e inorgánica. En términos generales ambos tipos de residuo sólido, pueden responder a una clasificación básica que los divide en residuos de consumo (orgánicos) y residuos de presentación o uso (inorgánicos).

Pero lo que caracteriza a ambos en el contexto de la economía doméstica –actuando integrada y complementariamente a la dinámica del mercado– es esa pérdida tanto del valor de uso como del valor de cambio. Por lo cual se procede a desecharlo mediante los mecanismos habituales, lo que es decir generalmente para su disposición en una parte determinada del medio ambiente. Se lo transfiere así de la esfera de lo particular a la esfera de lo colectivo. La economía doméstica se encuentra en la periferia del mercado de consumo, por lo cual sirve de puente entre el mercado y la sociedad, adquiriendo productos del mercado para luego incorporarlos al ámbito de la sociedad (de la que la economía doméstica forma parte) y finalmente al medio ambiente donde se desarrolla su vida común, en forma de desperdicios.

Puede decirse que son considerados como desperdicios por encontrarse fuera del mercado y no es que se los considere fuera del mercado porque sean desperdicios: porque la pérdida del valor de cambio es la consecuencia de su salida del mercado para ingresar a la economía doméstica de la que es parte el consumidor.

Pero esto es así porque vemos al residuo desde un punto de vista que, no es el punto de vista de las fuerzas que conducen la vida del mercado, sino una perspectiva complementaria y funcional a ellas. Y por eso no pensamos en ellos como insumos útiles, como recursos de los que se puede sacar provecho. Si en cuanto consumidores no adquirimos el producto con ánimo de lucro, es completamente improbable que miremos con esa perspectiva a sus despojos. Porque el consumidor como tal no puede ser consciente de que también produce algo como consecuencia del hecho de consumir: es un productor de basura.

Los desperdicios no tienen valor de cambio, ni valor de uso, ni valor simbólico, porque el mercado no se los asigna explícitamente (en un marco donde el Mercado tiende a hegemonizar la asignación de los valores y los precios) porque ya cumplieron con su finalidad en ese contexto. Por esa causa el Mercado se desentiende de ellos para externalizarlos hacia la sociedad (en cuanto a su costo, en el precio que se pagó también por ellos) y su ambiente (en cuanto a la disposición final).

Si nuestra voluntad de ciudadanos, miembros de una comunidad humana que comparte un territorio en común, antes que individuos partícipes de una mera sociedad de mercado, se orienta a revertir estos costos sociales, el cambio cultural ha de ser de carácter social en cuanto colectivo (y no meramente de tipo individual) para lograr alguna eficacia.

Posiblemente debamos volver a poner al Estado y al Mercado en el lugar de las herramientas, definiendo socialmente los objetivos que deben cumplir y la manera de hacerlo. Sólo las comunidades actuando de manera integrada pueden emprender las acciones necesaria para la reincorporación de los residuos orgánicos al ciclo del ecosistema, separándolos de aquellos que no son biodegradables y generando alternativas de disposición racionales y productivas, especialmente para los residuos peligrosos de todo tipo. Sólo un sujeto colectivo organizado puede conducir la clasificación y reincorporación creativa al circuito económico del mercado.

9. Nosotros y los mercados.
Llegados a este punto de la historia -que desde la revolución francesa fue una historia centralmente política-, parece asaltarnos la sensación de encontrarnos en una esquina. Un cruce de caminos donde nuestro presente aparece confuso, caótico. Pero que cobra sentido en la linealidad que nos ofrece el otro camino retrospectivo, al momento de preguntarnos cómo llegamos hasta aquí.

El nuevo siglo nos sitúa en este cruce de caminos entre la historia política -con sus conflictos, que dejan a nuestras espaldas un camino zigzaguente y en apariencia errático- y la historia económica, esa suerte de historia subrepticia, de intereses concretos y creciente incidencia en la vida cotidiana de las poblaciones por parte de un poder material cuyo devenir hace más comprensible nuestra realidad de hoy.

Un poder económico que logró globalizar su influencia a partir de la expansión del mercado, que impone sus reglas de juego, reduciendo las relaciones sociales a una mera cuestión transaccional. Globalización, o mejor, globalizaciones. Sucesivas, superpuestas, solapadas, convergentes. Globalización de las finanzas. Globalización de las comunicaciones. Globalización, en definitiva, del comercio. Mercados sin fronteras. El siglo XX como campo de batalla entre el Estado y el Mercado, entre la política y la economía por la hegemonía cultural. En su transcurso, el pasaje del orden industrial al orden tecnológico. En la síntesis de Bauman, de una ética del trabajo a una estética del consumo. Ciudadanos que se ven reducidos a la condición de usuarios y consumidores. Que valen por la plata que tienen en la cartera de la dama o el bolsillo del caballero. Hasta los niños pasan a ser vistos como mercados por el marketing: mercados de consumo, mercados de influencia, mercados a futuro. El hombre unidimensional de Marcuse, definido por el dinero que puede gastar.

La del presente es la encrucijada de la globalización, donde se desdibuja ante nosotros el camino que tenemos por delante. De lo que se trata, justamente, es de hacer ese camino al andar. De proyectar hacia el futuro el camino que nos lleve al lugar donde queremos llegar. Ese camino es el de la reconstrucción del Estado democrático como estado de derecho, que promueva el ejercicio de una ciudadanía plena, para incrementar paulatinamente la intensidad de nuestras democracias.

Hay algunas enseñanzas, sin embargo, que nos dejaron aquellos años oscuros. Lester Turrow dice en su libro El futuro del capitalismo, que la diferencia básica entre el capitalismo y la democracia, consiste en que la democracia no es compatible con la esclavitud. Hoy sabemos por experiencia que los derechos, tanto individuales como sociales, sólo pueden resguardarse en democracia. Que la democracia sólo es posible sobre la base del estado de derecho y por lo tanto de la existencia de un Estado nacional que pueda garantizarlo.

Pero la democracia se realiza en el ámbito local, se corporiza en la vida cotidiana de las poblaciones y se legitima por la atención de sus necesidades. Porque los acuciantes problemas sociales sólo pueden encontrar solución efectiva a partir del ámbito local, que es el lugar donde vive la gente, donde demandan atención sus necesidades. Por eso es en el ámbito local donde se ejerce efectivamente la ciudadanía, aunque se halle garantizada por la existencia y la acción de un Estado nacional. La base de la unidad nacional es la universalización de la ciudadanía en un modelo de inclusión universal que implica la igualdad ante la ley como pauta de convivencia social.

La diferencia es la pertenencia que nos ofrece la historia política desde la perspectiva democrática, mientras que la historia económica ha sido siempre, una historia de otros. Pero no dejarla en manos de esos otros que regulan los mercados desde su interior, acentuando las relaciones asimétricas establecidas a fuerza de concentrar el poder que surge de la organización y la información. Sino asumiendo el ineludible conflicto entre la democracia y el mercado. Entre el bien común y el interés particular. Domesticar entonces a los mercados en los que participamos, hacerlos más amigables, asumiendo nuestro carácter de ciudadanos, organizando y ejerciendo como ciudadanos el poder de compra que tenemos como consumidores.

Es fundamental avanzar en una adecuación organizacional que posibilite el cumplimiento efectivo del contrato social para recuperar terreno a la anomia producida por el individualismo cerrado de la atmósfera mercantil y la inadecuación normativa a las transformaciones profundas que experimentó el cuerpo social en el doble movimiento de avance del Mercado y retracción del Estado. Esto implica asimismo fortalecer la estructura institucional del Estado en el ámbito municipal para una articulación reticular efectiva de las economías locales. La intensidad de las democracias se recupera en una doble construcción donde el Estado nacional articula el marco adecuado para su desarrollo y el ámbito local brinda el soporte para una interacción proactiva con las organizaciones sociales a fin de hacer posible un desarrollo integral de las comunidades.

El “consumidor” está llamado a convertirse en ciudadano responsable, para contribuir a la regulación efectiva de los mercados desde su interior, instrumentando su poder de compra para promover una mayor competencia y contribuir a una distribución más equitativa de la información entre quienes concurren en su dinámica, desde una apertura ideológica que permita la articulación de las alianzas estratégicas necesarias entre sectores diversos.

Una democracia se consolida no tanto por lo que hagan los gobiernos sino por lo que hace la sociedad misma con ella para consolidarla. La cuestión central no es lo que hace el gobierno, sino lo que hace la sociedad en su conjunto. Con su democracia, con sus instituciones, con su ciudadanía. Con la democracia, porque su intensidad depende del nivel de participación social, del compromiso manifiesto. Con sus instituciones por el grado de adecuación que alcance en correlación con sus necesidades. Con la ciudadanía, por la manera en que la ejerce, incorporándola a su vida cotidiana trascendiendo la mera participación a través del sufragio que, aisladamente, delimita una versión mínima y esporádica del ejercicio de la ciudadanía. La democracia contemporánea está llamada a ser el ámbito de la responsabilidad colectiva. Pero que se trata de una responsabilidad social con el conjunto que está determinada por el lugar de cada individuo y cada organización en la escala social. Donde todos somos responsables, pero no en la misma medida.

Porque de cara al futuro deseado, una vez más, lo central es lo que hace la sociedad, en conjunto, frente a esta encrucijada. Porque como dijo Stanislaw Jerzy Lec: “Lo que cuenta de un problema es su peso bruto. Nosotros incluidos.”


Publicado en STOLAR, Ezequiel – STOLAR Daniel, (2009), Responsabilidad Social Empresaria, Valletta Ediciones, Buenos Aires, Argentina.


* Director de promoción de la Responsabilidad Social – SBE - FCE-UBA. Coordinador del Departamento de Responsabilidad Social de SID-Baires. E-mail: soyjuanescobar@gmail.com

[1] http://www.jfklink.com/speeches/jfk/publicpapers/1962/jfk93_62.html
[2] Beyond freedom & dignity, publicado originalmente por Alfred A Knopf, publisher, New York, 1971. Hay traducción al español: Editorial Fontanella, Barcelona, 1972.
[3] El festín químico, redactado por James S. Turner. Dopesa, Barcelona, 1973.
[4] Ludwig von Mises. La mentalidad anticapitalista. I Las características sociales del capitalismo y las causas psicológicas de su vilipendio. 1) El consumidor soberano. Ediciones de la Bolsa de Comercio, Buenos Aires, 1979.