domingo, 14 de septiembre de 2014

¿Peronizar el consumo? (I)

por Juan Escobar
soyjuanescobar@gmail.com
Reiteraciones. El Comentarista de la Realidad sigue juntando recortes de la realidad, para tratar de hacerlos coincidir y armar algo parecido a un mapa. Efectos especiales: puestos sobre la mesa, esos fragmentos parecen toda la realidad, aunque más no sea por un instante. Esos instantes de cuya sucesión infinita parece estar hecha la vida.
Una realidad que tiene igualmente infinitas aristas. Por no decir espinas. Como las plantas de berenjenas. Sorpresa de preguntarse a qué viene la referencia vegetariana, y es que en este juego de cartonear recortes de la realidad, el Comentarista más de una vez termina metiéndose en un berenjenal.
Aristas, espinas, astillas para ser comentadas. Siempre y cuando se encuentren en la agenda de la opinión pública, aunque más no sea en algún segmento de ella. Temas. Más o menos permanentes. Muchos de ellos de una existencia errática. Hasta incluso intermitente.
Precio de vivir. El incremento sostenido de los precios de las canastas de consumo (comandado con manu militari por los Generales del Cártel de la Góndola que nuclea a las grandes cadenas de supermercados, en indisoluble asociación con los grandes medios de difusión a cargo de la instalación y naturalización de una expectativa inflacionaria continua), terminaron por desempolvar la figura del “consumidor” como sujeto de derecho.
Cabe destacar que se trata de un sujeto particularmente pasivo este “consumidor”. Una de sus características relevantes es que la ley le reconoce derechos por los cuales no puede, no sabe o no quiere hacer mucho para que se cumplan. Tampoco hay que olvidar que este “consumidor” argentino contemporáneo, fue nacido anómico y heterónomo de una costilla del Primer Ministro de Economía de la Última Dictadura, José Alfredo Martínez de Hoz. Algo de esto puede leerse en el trabajo de Daniel Fridman, “La creación de los consumidores en la última dictadura argentina”. Viene así de fábrica y tampoco se ha hecho demasiado a lo largo de la democracia para cambiarlo. En los 90' tuvo lugar la apoteosis de ese consumidor cada vez más anómico, cada vez más heterónomo, llevado de las narices para hacer lo que le dice el Mercado. Así le fue. Así nos fue. En gran medida de aquellas lluvias provienen estos lodos.
No hay derecho. La reacción programada, la salida fácil es culpar al Estado por el hecho de que esos derechos no se cumplan. Y quedarse indignado, sentado y de brazos cruzados. Pero no por esto deja de ser cierto que esos derechos están plasmados en la ley fundamental del Estado que es la Constitución Nacional. En su Artículo 42 donde refiere a los derechos de los dichosos consumidores y usuarios.
Y más aún, cuando la distancia entre la realidad y lo que se dice allí nunca fue menos que abismal desde que se sancionó hace dos décadas. Es que el mismo Estado que debía hacer cumplir esa Constitución se encontraba a la vez en pleno auge de otro festival de endeudamiento externo para todos, en la fase terminal de su propio desmantelamiento. Un capitalismo cada vez más salvaje avanzaba decididamente hacia el incendio que derivaría en la eclosión del 2001 con el derrumbe completo de la estantería.
Paradojas constitucionales. Eran tiempos en que, a pesar de la flexibilización y la precarización, el trabajador continuaba manteniendo un montón de derechos nominales, aunque una cantidad creciente de los trabajadores no tenían trabajo. Y como el trabajador y el consumidor son dos momentos del mismo bolsillo, sucedía con el consumidor que también tenía un montón de derechos nominales, pero una también creciente proporción de los consumidores empezaban a carecer de ingresos suficientes para consumir en la medida que la atención de sus necesidades básicas se lo requería. La vinculación entre trabajo y consumo queda más clara cuando hay hambre.
Trabajadores sin derecho al trabajo, consumidores sin derecho al consumo. Luego, billetes de Monopoly pasaban a sustituir al dinero real. Pobreza, desocupación, ¡trueque precapitalista!, angustia, estallido. Muertos. Helicóptero. Presidentes evanescentes y finalmente el relevo. Pesificación asimétrica para reducir el poder adquisitivo de la población a la tercera parte. Represión a la protesta social. Más muertos. Elecciones.
Cosas del destino. Un hombre es elegido presidente del país, con más desocupados (el país) que votos (el presidente). Pero ese hombre sorprendió al no cambiar. Había que empezar de cero con un país incendiado. Los obreros habían dado la pauta de lo que se trataba el desafío por delante, con la experiencia de las fábricas recuperadas. Recuperar. De eso se trataba. Recuperar el trabajo, para recuperar el consumo. Recuperar la autoestima, para recuperar la dignidad. Recuperar el Estado como ámbito de decisiones soberanas, para recuperar la política como herramienta de transformación. Recuperaciones. Así es que, en cuanto asumió, el hombre se puso a recuperar.
Se abría una etapa marcada por una doble transición entre un modelo de país y otro. Una transición política, lo que se dio en llamar la salida del infierno. Y una transición económica, con el último ministro de economía que se imaginó compartiendo marquesina en cartel francés con el Presidente, algo tan propio del modelo anterior.
Consumocracia. El consumo empezó a cobrar protagonismo en la medida que se transformaba en el (pul)motor de la recuperación económica. Pero lo significativo de esa recuperación económica es que ya no era un fin en sí mismo, sino una herramienta un objetivo político: la inclusión social.
En el mundo real, uno de los factores fundamentales para que esa inclusión social sea efectiva es el acceso a los mercados de consumo, desde el momento que configuran el procedimiento hegemónico para que la gente atienda sus necesidades de cada día. Esa hegemonía del Mercado que se deriva de algo conocido -y no hace un par de días- como Capitalismo. Y el proceso de naturalización del consumo en cuanto manera de atender las necesidades, constituye el mayor éxito de ese Capitalismo y principal motivo de su permanencia.
Así que era cuestión de consumir y consumir. Lo que sea y como sea. Al contado, a crédito, en tres, doce, o sesenta cuotas. La urgencia por tanto consumo ausente hizo privilegiar la cantidad sobre la calidad del consumo. Con esto, la evolución cuantitativa del consumo -factor determinante de la demanda agregada- pasó a ser la variable central en el termómetro que medía la recuperación del país.
Poderes. Para el Comentarista de la Realidad, que opina siempre de los resultados con el diario del lunes, parece lógico lo que vino después. Desde que hay más gente en capacidad de comprar, esto disminuye las posibilidades de aumentar los precios y quedarse sin clientes, porque en el tumulto no va a faltar quien legitime los aumentos comprando. Sólo es cuestión de tirar de la cuerda todo lo que se pueda. Y las grandes cadenas de supermercados hace tiempo son especialistas en eso. Lo que los economistas heterodoxos dan en llamar esotéricamente “la apropiación del excedente”. Esto es, aumentar ya no meramente los precios sino los márgenes de ganancia. Hasta el exceso. Un exceso que ya es marca tribal de quienes ejercen la posición dominante en los mercados.
Es parte de un ejercicio del poder que surge de disponer online de toda la información de los mercados de consumo y el despliegue de su infraestructura cartelizada cubriendo el territorio. Un poder que fue creciendo en correlación con el incremento estructural del consumo. Un poder que se ejerce sobre toda la cadena de valor de los productos y particularmente sobre el bolsillo de los consumidores.
Los supermercados ¿un factor de poder? es la pregunta entre risueña e incrédula que surge de un sentido común siempre condicionado por los medios masivos operando como aparatos ideológicos del Mercado. El camino de las cuatro décadas que van del primer producto en el mundo en ser facturado mediante el código de barras a la entronización de un supermercado (Wal-Mart) como la segunda corporación más importante del mundo, apenas detrás de la petrolera Royal Dutch Shell, podría dar cuenta de ello. Pero es algo que la gran mayoría de la opinión pública sencillamente ignora, y es la misma gente que sencillamente va y compra. Y a otra cosa.
Esta cuestión nos regresa de manera abrupta al presente más estricto.

¿Peronizar el consumo? (II)

por Juan Escobar
soyjuanescobar@gmail.com
Legislandia. El 1° de Marzo del 2014, en la Apertura del período de sesiones ordinarias del Congreso Nacional, la Presidenta de la Nación anunció, entre otras cosas, que este año el Poder Ejecutivo incorporaría a la agenda legislativa la discusión orientada a sancionar instrumentos que defiendan de una buena vez a los usuarios y consumidores frente al abuso de los sectores concentrados, oligopólicos y monopólicos”, dando así “cumplimiento por primera vez al artículo 42 de la Constitución Nacional reformada en 1994, que establece claramente la necesidad de proteger a usuarios y consumidores”.
Y como es una persona que si te lo dice te lo hace, cinco meses después ingresaron al Congreso Nacional tres proyectos destinados a efectivizar esa promesa. En uno de ellos, se plantea la reforma de la Ley de Abastecimiento. En otro, se crea un Observatorio de Precios en la órbita de la Secretaría de Comercio. En el tercero, se sientan las bases para la conformación de una Justicia del Consumo, así como hay una Justicia del Trabajo, pero no tanto. Pero considerados globalmente van en el sentido de regular el ejercicio de la posición dominante en los mercados de consumo del que venimos hablando.
Natural. Los proyectos no se habían terminado de leer cuando ya varias entidades que nuclean a empresarios pusieron el grito en el cielo. Sería extraño que frente a una propuesta legislativa tendiente a beneficiar a los consumidores no tuvieran la respuesta indignada de quienes ejercen efectivamente la posición dominante. También es tradicional que el poder económico plantee reiterativamente la necesidad de dejar libres a los mercados a su propia naturaleza y se los deje funcionar con su dinámica propia.
Naturaleza y dinámica que confluyen en la metáfora clásica de Adam Smith. Esa mano invisible del mercado que, subrepticiamente, genera -invariablemente- concentración económica y la exclusión social. Esa mano invisible que centrifuga a las sociedades volviendo cada vez más ricos a los más ricos y cada vez más pobres a los más pobres. Esa que le pega al consumidor y que por ser invisible el consumidor no la ve. Esa mano invisible que se mete en el bolsillo del consumidor para, sutilmente, apropiarse del excedente, aunque en el barrio le digan de otra forma.
Y es en el realismo mágico del consumo donde el Mercado le hace creer a la gente que una mano invisible es algo natural. El Comentarista de la Realidad se acuerda de León Felipe: “Yo no sé muchas cosas, es verdad; digo tan solo lo que he visto”. Y si bien, como es natural, el Comentarista nunca vio a la mano invisible del Mercado, lo que sí ha visto son las consecuencias de dejarla hacer lo que quiera.
Ahora resulta que lo llaman naturaleza; en otros tiempos a lo humano en estado de naturaleza alguno prefería denominarlo barbarie. Frente a la barbarie natural de los Mercados, la única herramienta civilizatoria es la democracia, con su mandato de igualdad. Un correctivo para esa dinámica “natural”. Un correctivo que puede resultar especialmente molesto para los creyentes del Mercado y su religión natural. Como si el hecho de que -pongamos- se trate de algo natural, como los fenómenos climáticos, nos obligue a aceptarlo incondicionalmente sin tomar ningún recaudo frente a los desastres individuales o colectivos que pueda ocasionar. Es natural, decía, y corría sin ropa por la nieve hasta que naturalmente se lo comió un oso.
Sombras terribles. Pero lo que más le llamó la atención al Comentarista de la Realidad fue otra cosa. Según recuerda, es la primera vez que se habla de defender al consumidor y se lo asocia con el peronismo. Peronismo y consumo en una misma frase y más que eso. Convengamos que no es lo más frecuente. ¿Un abordaje peronista al barco del consumo? Y era algo que no dejaba de hacerle ruido. No le terminaba de cerrar este paralelismo con el peronismo. Es como que había una pata que faltaba.
Viniendo de la Presidenta, no debiera sorprender, ya que al parecer tiene un punto de vista peronista para casi todo. Para el Comentarista de la Realidad se caracteriza en su acción política por ser sistemáticamente coherente con el peronismo que profesa. Un peronismo visceral, identitario, pero también procesado por la experiencia, la reflexión, la conceptualización. Algo así como una pasión racionalizada. Como sea, diría Doofenshmirtz. Ninguna novedad por ese lado.
La mayor insistencia en la cuestión vino de parte de un joven Secretario de Justicia. Atribuirlo al entusiasmo militante propio de esa etapa de la vida sería ningunear una capacidad -o al menos cierto brillo académico- bastante evidente.
También es cierto que se puede atisbar un claro sentido peronista en la creación de la Justicia del Consumo y es en cuanto complemento necesario de la Justicia del Trabajo. Es que ha sido típico del peronismo pensar el consumo meramente como en un derivado del trabajo y no como un fenómeno en sí mismo, con sus propias leyes. “Una sola clase de hombres, los que trabajan”; “cada uno debe producir al menos lo que consume”, dicta el catecismo.
Salario con fueros. A grandes trazos, si hay un atributo del peronismo clásico que ha estado presente en la última década de gestión gubernamental, es justamente la defensa del salario. Desde el punto de vista judicial, el ámbito es el llamado fuero del trabajo. De lo que se trata allí es del salario nominal que cobra el trabajador en el mercado de trabajo.
El nuevo fuero del consumo viene a completar el circuito abriendo un espacio judicial específico para la defensa del salario real, (que vincula el salario nominal con el nivel general de precios y expresa su poder adquisitivo) que es el que gasta el consumidor cuando adquiere productos para atender sus necesidades en los mercados de consumo. Ya no sólo se trata de que salga agua de la canilla en cantidades razonables sino ahora también de que el balde tenga la menor cantidad de agujeros posible. Es la defensa del salario por otros medios.
Al Comentarista le parece que el ruido viene por este lado. Le parece encontrar una pequeña diferencia aunque bastante significativa. Es que si bien en la Justicia del Trabajo se dirimen cuestiones de derecho individual, la cosa no queda ahí. Porque en esa Justicia se tratan además cuestiones de derecho colectivo, donde se inscribe la acción de los sindicatos de trabajadores.
Por su parte, en la flamante Justicia del Consumo prevalecería el derecho individual del consumidor individual y la colectivización de los conflictos y de los fallos quedaría en manos de los jueces (con la aplicación del daño punitivo). Esto vendría a suplir  una ausencia de parte, habida cuenta la inexistencia de organizaciones sociales equivalentes a los sindicatos de trabajadores con la legitimidad suficiente para representar fehacientemente a consumidores y usuarios. Pero no sería suficiente para atacar y corregir las malas prácticas estructurales que si se abordan individualmente equivale a matar hormigas a martillazos.
Ausencia de parte, porque no creamos que podemos llamar “organización” a un puñado de ONG’s que ofician de Defensores de pobres, ausentes, menores e incapaces, con una representación difusa, interponiéndose de facto entre el Estado o las empresas y una multitud sin nombre o bien de individuos atomizados. Una representación de baja intensidad con una legitimación limitada, provista “artificialmente” por el Estado, más que por la realidad.
Por otra parte, tampoco alcanza con un Estado que asuma la defensa del más débil en la relación de consumo, porque esto puede desvanecerse con un mero cambio de gobierno y orientación política, como sucedió a partir de 1955 cuando dejó de haber un gobierno dispuesto a hacer respetar los derechos laborales.

¿Peronizar el consumo? (III)

por Juan Escobar
soyjuanescobar@gmail.com
Peronizar el consumo sería organizarlo. Pero como bien podría decirlo Rodolfo Kusch, -o el viejo y querido Perogrullo- organizarlo en el sentido peronista.
Ya lo señalaba el economista canadiense John Kenneth Galbraith en un libro de 1952, hoy prácticamente olvidado. Se trata de “El capitalismo americano” donde desarrolla su concepto de “Poder compensador” sobre el cual volvería en un libro posterior dedicado globalmente a la cuestión del poder: “La anatomía del poder”, de 1983. Lo que planteaba Galbraith es que el poder compensador puede ser ejercido de manera transitoria por la acción del Estado, pero que para lograr efectos más duraderos, el mejor camino era generar organización en la parte más débil, para que defienda sus intereses por sus propios medios sin depender exclusivamente de la buena voluntad del Estado.
Entre otras cosas, porque resulta imposible institucionalizar esa buena voluntad como política de Estado. Asimismo es también de realización imposible que un Estado presente en cada relación de consumo. Se puede “llevar el Estado a las góndolas” pero no se lo puede instalar allí en forma permanente. La cantidad necesaria de inspectores o agentes estatales destinados a ese fin plantea el riesgo de terminar construyendo un mapa borgeano que termine siendo más grande que el territorio mismo. Tras las experiencias totalitarias del siglo pasado -hayan sido fascistas o stalinistas- no hay márketing que alcance contra las prevenciones que genera la sola idea de un Estado omnipresente. Paralelamente, fue el Mercado el que inundó la realidad, instaurando un Orden Mundial, que como el cínico que definía Oscar Wilde, conoce el precio de todas las cosas y el valor de ninguna. Es esa omnipresencia del Mercado la que configuró una hegemonía que acota severamente cualquier intento del Estado para regularlo o meramente condicionarlo.
Entonces, ¿sindicatos de consumidores para un derecho colectivo del consumo? Al lector de clase media, algo que se parece mucho a la redundancia, se le eriza la piel con la sola idea o mención del “Sindicato”, al asociarlo con la posibilidad de manifestaciones difundidas hasta el hartazgo por los medios masivos de comunicación, que más allá de que expresan la naturaleza de una parcialidad claramente minoritaria en el universo gremial, son suficientes para convocar el estremecimiento. Para el Comentarista de la Realidad, sin embargo, no es otra cosa que una forma de llamar la atención, de explicarlo en pocas palabras, dar una idea.  Lo cierto es que si bien compartiría con el sindicalismo algunas características, como la representación institucionalizada de intereses sectoriales de un actor colectivo en lo económico-social o incluso la posibilidad de convocar huelgas (de consumo), la organización territorial de los consumidores y usuarios implicaría una variedad de tareas y funciones tendientes a configurar culturas organizacionales claramente diferenciadas y mucho menos refractarias al imaginario de la clase media, del que podrían convertirse en subsidiarias.
Por otra parte, la cuestión de la rama de actividad en el sindicalismo puede confundir más que esclarecer. ¿Asociaciones de usuarios de transporte? ¿De clientes en un servicio de cable?. La lista podría ser infinita, aunque no sería descabellado pensar en Asociaciones de usuarios de servicios públicos específicos, creadas por ley y con representantes en los directorios de cada empresa o al menos en los nunca bien ponderados entes reguladores, encargados de regular su actividad.
A territorializar. Si pensamos globalmente en organizaciones representativas del conjunto de los consumidores, lo único que contiene a la totalidad es el territorio. La organización federativa de los sindicatos de trabajadores, a la que han sabido dar vida como ninguna otra organización social, bien puede constituir un ejemplo a tener en cuenta. Y como en la defensa del consumidor la tendencia es hacia la primacía de lo local, el lugar donde vive la gente, la unidad elemental de esa organización, la base, debería cimentarse en el ámbito local. Ya lo había imaginado Julio César Saguier, primer intendente de la Ciudad de Buenos Aires de la etapa democrática, cuando planteó la necesidad de crear asociaciones vecinales de consumidores articuladas en una federación de la ciudad. Nadie lo entendió y nadie se acuerda. Aún hoy, más allá de que esta idea fuera incorporada a la Ley de la Ciudad Nº 757/02 "de procedimiento administrativo para la defensa de los derechos del consumidor y del usuario", por iniciativa del entonces legislador Juan Manuel Olmos. Pero ese punto nunca fue reglamentado por el Jefe de Gobierno. Quién sabe alguna vez le llegue el momento.
Los mercados se regulan de manera más eficiente desde el interior del mercado y en el sentido de la relación efectiva de fuerzas que en él se manifiestan. Entre las múltiples posibilidades en manos del Estado se encuentra la de incidir en esas relaciones objetivas de fuerzas, generando las instituciones que trasciendan la coyuntura y canalicen la participación y la representación de las partes.
La estructura de la organización que falta podría ser de asociaciones locales en la base, nucleadas en federaciones provinciales y confederadas en una organización de alcance nacional, cuyos representantes a nivel de la base local podrían ser elegidos por todos los ciudadanos, por voto directo como parte de las elecciones generales. A nivel de las federaciones provinciales y la confederación nacional, como en las organizaciones de trabajadores, los procedimientos de elección deberían ser necesariamente indirectos, para evitar equivalencias de legitimidad entre esta representación acotada a una función económica y los mecanismos de representación política imprescindiblemente más plena. ¿Una suerte de CGT de los consumidores? El financiamiento se podría pensar por el lado de una proporción del IVA, el impuesto que pagan universalmente los mismos consumidores. De esta forma también podría avanzarse en la solución del problema de la infraestructura necesaria para gestionar el volumen de información que circula en los mercados. Una infraestructura que no puede ser cubierta con burocracia gubernamental.
El Comentarista de la Realidad toma conciencia de haberse disparado a los anillos de Saturno y trata de volver.
Empoderamientos. Lo que alimentó el viaje del Comentarista es la recurrencia de esa palabra en el discurso gubernamental: empoderamiento. Una traducción bastante poco afortunada, si cabe decirlo, de la palabra empowerment que en la literatura empresaria hizo tanto por difundir Ken Blanchard. Un concepto que a su vez reconoce antecedentes en las luchas por los derechos de la mujer y la pedagogía de Paulo Freire.
La palabra es fea pero se entiende. Se trata de darle poder a la gente. Y hay una manera peronista de darle poder a la gente. Organizándola cuando no está organizada. O reconociendo sus organizaciones cuando las tiene. Así lo hizo el peronismo en su época clásica con los trabajadores. Sin esa encarnadura sindical, sin la organización social autónoma que generó y consolidó, es probable que hubiera sido borrado de un plumazo en 1955 sin dejar demasiada huella.
El sindicalismo fue una valla de contención entre 1955 y 1973 que contribuyó a impedir que la distribución del ingreso se retrotrayera a las proporciones previas a 1943. Para una corrección sistémica de la distribución de ingreso fue necesaria la persecución salvaje de la última dictadura, que diezmó la militancia sindical. Pero aún así no logró borrar completamente las marcas culturales que habían generado esas décadas de organización.
Lo propio del peronismo sería empoderar, entonces, a través de organización social autónoma. El peronismo clásico tuvo la ventaja de que  los sindicatos de trabajadores ya existían. Alcanzaba con legitimarlos como representantes de un colectivo social y permitir que actuaran en su nombre en negociaciones colectivas. Respecto de los consumidores se aplicaría aquello de Simón Rodríguez: O inventamos, o erramos. Porque no hay un sujeto social, un actor colectivo organizado, un grupo de presión consolidado que se encargue de canalizar institucionalmente las demandas sociales para convertirlas en efectividades conducentes, a través de negociaciones colectivas que permitan resolver los conflictos de intereses sectoriales.
Y esto viene a cuento si se tiene en cuenta que siguen vigentes las palabras de uno de los primeros que levantó la perdiz, aquel John F. Kennedy del triste paseo por Dallas, cuando tiempo antes decía que los consumidores “son el único agente económico que no está organizado de manera eficaz y cuyas opiniones a menudo no se tienen en cuenta” a pesar de ser “el grupo más grande del sistema económico que se ve afectado por casi todas las decisiones económicas, tanto públicas como privadas, y que a su vez también influye en la toma de las mismas”. Medio siglo después, en este sentido, seguimos como cuando vinimos de España.
La legislación propuesta es, indudablemente, un avance importante, en especial por la apertura de un debate que mucho tiene que ver con la clase de sociedad que queremos a futuro. Restará el salto cualitativo que va del derecho individual del consumidor al derecho colectivo del consumo.
En el caso de los derechos del consumidor, el empoderamiento ciudadano del que habla la Presidenta sólo se puede hacerse efectivo a través de la organización adecuada que pueda darle encarnadura, continuidad, presencia territorial y permanencia en el tiempo. Las asimetrías reales y concretas que hacen del consumidor la parte más débil de las relaciones de consumo no se corrigen meramente con voluntarismo político, ni legislativo, si no se avanza en el sentido de reformas también estructurales que cambien las relaciones de fuerza y por lo tanto las relaciones de poder en los mercados. No es improbable que falte algo de imaginación arquitectónica en los legisladores para generar tejido organizacional que contribuya a consolidar tejido social. Posiblemente se trate de no limitarse meramente a defender la parte más débil. Una alternativa posible y más sustentable sería convertirla en un factor de poder. Sí. Hay quienes le dicen empowerment. Para muchos, aquellos que como el Comentarista lo miran desde una perspectiva poco menos que libertaria pero mucho más que socialdemócrata, entre las tantas posibles, no es muy distinto a lo que hace tiempo se conoce como peronismo.

Buenos Aires, agosto de 2014.