por Juan Escobar
Hoy todos somos gente del pasado
y la alucineta es que nadie quiere volver
a ser como antes, no.
Patricio Rey (Scaramanzia)
y la alucineta es que nadie quiere volver
a ser como antes, no.
Patricio Rey (Scaramanzia)
Política y opinión pública.
En la Argentina se acerca el inicio de una nueva etapa. Una etapa signada por la consolidación de las recuperaciones que tuvieron lugar a lo largo de estos últimos cuatro años. En las elecciones de octubre se juega la continuidad del proyecto nacional en marcha. Se trata por eso de una etapa más identificada por su carácter institucional, donde cobran relevancia nuevos desafíos, que surgen sobre la base de lo realizado hasta ahora, que tienen esa plataforma como campo para su desarrollo.
La formalización de la candidatura de Cristina Fernández de Kirchner estableció un punto de inflexión en el devenir político nacional. Los desafíos son múltiples, aunque el sentido del trabajo por delante sigue siendo el mismo: la continuidad del cambio iniciado, su profundización. Los vestigios del modelo anterior desplegarán en estos tiempos preelectorales todo su arsenal para quebrar esa posibilidad. Invariablemente confinados a un cortoplacismo de miras, a su inagotable internismo doméstico, estos nuevos profetas del odio, sin embargo se miran continuamente en el espejo de su propia imposibilidad, la de articular un espacio coherente que aglutine sus intereses particulares y encontrando en sí mismos al escollo insalvable para trascender más allá de sus propias ilusiones. Desubicados en un contexto que no contribuyeron a generar, sólo atinan a continuar con una letanía sensacionalista sin fundamento ni proyección, plena de contradicciones en una deriva continua de declaraciones que pasan a engrosar diariamente la papelera de reciclaje de la opinión pública. La opinión pública, o la vida reducida a la noticia. Al consenso inmanente, al presente incesante. La opinión pública, que se articula como mercado altamente imperfecto, con sectores definidos que no dudan en ejercer su posición dominante en las decisiones. Opinión pública, qué dientes tan grandes tienes.
Luz, cámara, oposición.
Las condiciones generales han cambiado en el transcurso de los cuatro años más recientes. Algo que es reconocido aún por los más acérrimos opositores, más allá del resentimiento propio de aquellos que vienen profetizando los más variados desastres que nunca llegan a concretarse, más allá de los consensos mediáticos que se tejen en torno de personajes menores abonados permanentes al micrófono siempre que sea para denostar al gobierno, al Estado o a la recuperación misma, siempre ninguneada por ellos, siempre relativizada, siempre atribuida a cualquier otra cosa que no sea la gestión presidencial. Una oposición cuya irrelevancia se sustenta en el magro aporte -siempre potencial, nunca efectivo- que estaría en situación de hacer al bien común.
El cambio que se inició en la Argentina con la actual gestión presidencial, no sólo ha desbaratado a la oposición defensora del antiguo régimen poniendo en evidencia su precariedad constitutiva, sino que presenta nuevas exigencias al conjunto social y a las instituciones democráticas en general. Cambio de contexto, renovación de expectativas y exigencias. Pero a no equivocarse, porque las exigencias del cambio no recaen exclusivamente en la conducción del Estado Nacional que se renueva a fin de año. Hacer sustentable nuestra democracia es una tarea colectiva del conjunto nacional.
Ciudadanía, que le dicen.
Esta primera etapa de la recuperación, se ha caracterizado por el reencuentro del Estado nacional con la ciudadanía, donde los lazos de representación recuperaron sentido al volver a alinearse con los intereses concretos de las mayorías. Se trató de un esfuerzo compartido y de un compromiso fundamentalmente establecido entre el Estado nacional y los ciudadanos comunes. Este protagonismo renovado del Estado nacional y específicamente de la figura presidencial, ha hecho que la reacción se concentre en un ataque sistemático tanto a la figura presidencial como al Estado nacional, so pretexto de ejercer una supuesta actitud crítica que es frecuentemente sobrevalorada atendiendo que no siempre aporta algo útil a la construcción del bien común. Pero el ataque llevado adelante por diversas corporaciones se dirige en realidad a esa relación recuperada entre el Estado nacional y la gente común, relación en la que el modelo anterior había instalado a esas corporaciones como intermediarios, cooptando al Estado y aislándolo de los ciudadanos, poniéndolo del lado de los intereses corporativos en detrimento de los intereses mayoritarios.
Porque es en esa relación donde se constituye la figura del ciudadano como sujeto político, de cuyo colectivo social emerge la legitimidad del Estado democrático a través de la representación que está llamado a asumir este último, respecto del conjunto de la sociedad, en tanto conjunto integrado. Así es que cuando se ataca su representación en la figura del Estado, lo que se ataca en realidad es a la sociedad misma, a sus condiciones de posibilidad de concretar un destino en común. Pero este ataque a la sociedad no siempre es tan velado. Como cuando se ataca a la autoestima nacional, en el regodeo masoquista del atroz encanto de ser argentinos, de la Argentina como maldición, de nuestra natural tendencia a la anomia, a la informalidad y otras supuestas variables del ser nacional determinantes de un eterno fracaso que subyace como destino presunto en el negocio del derrotismo llevado al nivel de actividad permanente, con canales siempre dispuestos a brindarle relevancia.
Es que suele centrarse la cuestión en cómo estamos, en cómo somos, más que en lo que hacemos colectivamente. Las raíces de cómo estamos suelen buscarse en atavismos arrastrados desde el fondo de la historia, que funcionarían a la manera de un determinismo histórico que llevaría a pensar que siempre vamos a estar igual y que por lo tanto cualquier esfuerzo resulta vano. Cualquier esfuerzo donde encauzar nuestra voluntad colectiva encuentra así las naturales resistencias de los voceros del regreso a un statu quo al que la realidad dejó en el pasado. No es casual que esos ataques tengan lugar en el ámbito de lo que se conoce como opinión pública. Porque la opinión pública refiere más a lo que se cree que a lo que se sabe. El viejo sofista Mariano diría que pertenece al campo de la doxa y por lo tanto no configura conocimiento verdadero. Pero lo calla, porque de eso trata su propio yeite. ¡Creer! he ahí toda la magia de la vida, escribió Scalabrini Ortiz en El hombre que está solo y espera. Vista la acción de algunos comunicadores esto se puede transformar mas bien en cosa de magia negra…
Un viaje colectivo.
Cómo estamos, cómo somos y qué hacemos. Una democracia se consolida no tanto por lo que hagan los gobiernos –esos pasantes de la historia- sino por lo que hace la sociedad misma con ella para consolidarla. La cuestión central no es lo que hace el gobierno, sino lo que hace la sociedad en su conjunto. Con su democracia, con sus instituciones, con su ciudadanía. Con la democracia, porque su intensidad depende del nivel de participación social, del compromiso manifiesto. Con sus instituciones por el grado de adecuación que alcance en correlación con sus necesidades. Con la ciudadanía, por la manera en que la ejerce, incorporándola a su vida cotidiana trascendiendo la mera participación a través del sufragio que, aisladamente, delimita una versión mínima y esporádica del ejercicio de la ciudadanía. La democracia contemporánea está llamada a ser el ámbito de la responsabilidad colectiva. Pero que se trata de una responsabilidad social con el conjunto que está determinada por el lugar de cada individuo y cada organización en la escala social. Donde todos somos responsables, pero no en la misma medida.
Perón era de la idea que “la política puramente nacional es una cosa casi de provincias”. Agregando que ya desde entonces “todo es política internacional, que se juega adentro y afuera de los países”. De modo que, siguiendo ese razonamiento, podríamos decir que para hablar de la democracia que tenemos, es necesario contextualizarla en el mundo en el que estamos. Para distinguir qué de lo que nos sucede es nuestro de manera excluyente y qué forma parte de las particularidades de los tiempos globalizados por los que transitamos.
Así, globalmente.
Llegados a este punto de la historia -que desde la revolución francesa fue una historia centralmente política-, parece asaltarnos la sensación de encontrarnos en una esquina. Un cruce de caminos donde nuestro presente aparece confuso, caótico. Pero que cobra sentido en la linealidad que nos ofrece el otro camino retrospectivo, al momento de preguntarnos cómo llegamos hasta aquí.
El nuevo siglo nos sitúa en este cruce de caminos entre la historia política -con sus conflictos, que dejan a nuestras espaldas un camino zigzaguente y en apariencia errático- y la historia económica, esa suerte de historia subrepticia, de intereses concretos y creciente incidencia en la vida cotidiana de las poblaciones por parte de un poder material cuyo devenir hace más comprensible nuestra realidad de hoy.
Un poder económico que logró globalizar su influencia a partir de la expansión del mercado, que impone sus reglas de juego, reduciendo las relaciones sociales a una mera cuestión transaccional.
Dejemos hablar al viento. Al fantasma que recorre el mundo, en la voz de uno de sus más fervientes defensores, actualmente abocado a la tarea de instalar la idea de que “todo está bien” y vivimos en el mejor de los mundos posibles. Nos referimos al cuestionado presidente del consejo de supervisión del diario Le Monde desde 1994, el intelectual francés Alain Minc, ya abiertamente asumido como un intelectual de la derecha global, del oficialismo económico al servicio del poder reinante no siempre de manera sutil.
“Globalización, mundialización: son conceptos conocidos que arrastran un cortejo de fantasías, de odios y de sueños. Pero, en realidad, sólo designan un fenómeno de una extrema simplicidad: la diseminación, ya alcanzada, del mercado a casi todos los países del mundo y su extensión progresiva a esferas cada vez más numerosas de la actividad humana”. (Alain Minc, en uno de sus últimos libros, que lleva el curioso título de “www.capitalismo.net”).
Entre zapallos y mercados
Algo similar a lo que le sucedió al zapallo de Macedonio Fernández en su cuento “El zapallo que se hizo cosmos”, cuyas viscisitudes bien pueden asimilarse a lo que nos viene sucediendo con el mercado, en un proceso que comenzó a acelerarse sensiblemente a partir de la segunda mitad del siglo veinte, ese que con sus dos grandes guerras imperialistas, sus diversos genocidios, sus bombas atómicas, sus dictaduras, guerras coloniales y totalitarismos multicolores, entre otras lindezas, fue, para algún desprevenido “el siglo de los derechos humanos”. Pero para no seguir hablando de zapallos, volvamos al mercado que se hizo cosmos. Ése del que se puede decir, (para no derivar en Wallerstein ni en su idea de economía-mundo, ni en su más reciente de sistema-mundo, aunque no estemos hablando de cosas tan distintas en definitiva) con palabras de Macedonio en su historia del zapallo “solitario en ricas tierras del Chaco. Favorecido por una zona excepcional que le daba de todo, criado con libertad y sin remedios fue desarrollándose con el agua natural y la luz solar en condiciones óptimas, como una verdadera esperanza de la Vida. Su historia íntima nos cuenta que iba alimentándose a expensas de las plantas más débiles de su contorno, darwinianamente; siento tener que decirlo, haciéndolo antipático.” El zapallo crecía y crecía incorporando a su interior todo lo que lo rodeaba, incesantemente. Hasta que en un momento “comienza a divisarse desde Montevideo, desde donde se divisa pronto lo irregular nuestro, como nosotros desde aquí observamos lo inestable de Europa. Ya se apresta a sorberse el Río de la Plata.” Y continúa creciendo al punto que “llegaba demasiado urgente el momento en que lo que más convenía era mudarse adentro. Bastante ridículo y humillante es el meterse en él con precipitación, aunque se olvide el reloj o el sombrero en alguna parte y apagando previamente el cigarrillo, porque ya no va quedando mundo fuera del zapallo.” Hasta que, finalmente “Parece que en estos últimos momentos, según coincidencia de signos, el Zapallo se alista para conquistar no ya la pobre Tierra, sino la Creación. Al parecer, prepara su desafío contra la Vía Láctea. Días más, y el Zapallo será el ser, la realidad y su Cáscara.” Como nos ha sucedido con el Mercado, en la avanzada del proyecto imperial de occidentalización del mundo, bajo los estandartes corporativos del capitalismo.
Volvamos a Minc en su obra citada: “A tal señor, tal honor: con los mercados de capitales el proceso alcanzó su máxima expresión. (…) Hemos visto cómo funciona este mercado (…) desde el momento en que los países occidentales liberaron los movimientos de capitales, algunos adrede, otros involuntariamente. Se trata de un fenómeno de una potencia infinita. Cuando los mercados han tomado una dirección nada se resiste a su embate: ninguna moneda, por reverenciada que fuera; ninguna acción, por más que haya gozado de prestigio antes del cataclismo; ningún título de Estado, aun cuando éste haya sido en otro tiempo el “mejor de los pagadores”. Es una fuerza de una brutalidad sin límites. (…) El mercado reacciona en exceso, se enerva, se subleva, pero globalmente no se equivoca en absoluto. (…) El mercado del dinero reina, domina, se impone: es el juez el motor, el carburante de la vida económica.” Bueno, bueno, Minc, no se entusiasme tanto y tómese un respiro, que se está pasando de “revoluciones”.
O vayamos mejor a una obra anterior de Minc, “La borrachera democrática” en la que, alegremente, da por muerta la democracia política a manos de la opinión pública:
“La democracia de la opinión pública y la economía de mercado se han convertido en una pareja tan indisociable que inducen a asimilar opinión y mercado. En un mundo que yace a los piés de la economía y la moneda, nada parece más natural. (…) Y es que la democracia representativa, vista por un sociólogo americano, se asemeja a un mercado político que confronta las demandas de los electores con las ofertas de los candidatos. Unos y otros se rigen por un mismo postulado: el interés y la racionalidad gobiernan sus comportamientos. (…) A este estilo de política, anclado en la visión anglosajona de la misma, le habíamos opuesto la historia, la tradición, los comportamientos colectivos, la memoria o, incluso, los fantasmas… (…) Hasta el día en que el comportamiento de los consumidores suplantó al de los electores. ¿Qué signfican si no esas ideas, tan de moda, sobre el voto zapping, el consumismo de las opciones frente a los programas electorales, la fluidez de los votos o el aspecto efímero de las preferencias? ¿Qué representa la irrupción, en primer lugar, de la publicidad con sus códigos frustrados y, después, de la comunicación en el juego político, sino es la convicción de que en los votos se influye siguiendo las mismas reglas utilizadas para influir en los mecanismos de compraventa?”
Nosotros y los mercados.
Globalización, o mejor, globalizaciones. Sucesivas, superpuestas, solapadas, convergentes. Globalización de las finanzas. Globalización de las comunicaciones. Globalización, en definitiva, del comercio. Mercados sin fronteras. El siglo XX como campo de batalla entre el Estado y el Mercado, entre la política y la economía por la hegemonía cultural. En su transcurso, el pasaje del orden industrial al orden tecnológico. En la síntesis de Bauman, de una ética del trabajo a una estética del consumo. Ciudadanos que se ven reducidos a la condición de usuarios y consumidores. Que valen por la plata que tienen en la cartera de la dama o el bolsillo del caballero. Hasta los niños pasan a ser vistos como mercados por el márketing: mercados de consumo, mercados de influencia, mercados a futuro. El hombre unidimensional de Marcuse, definido por el dinero que puede gastar.
El mercado estableció el predominio de la dinámica de la obsolescencia incesante en la vida del producto. Dicen que fue Alfred Sloan el que encendió la mecha, poniéndole colores a los autos, rompiendo con la posición dominante de la empresa de Henry Ford, donde se podía comprar autos de cualquier color siempre y cuando fuera negro. El tsunami tecnológico lo llevó al paroxismo. Sino veamos cuánto tiempo tarda en volverse viejo un teléfono celular, de esos que ya tiene la mitad de la población mundial.
La del presente es la encrucijada de la globalización, donde se desdibuja ante nosotros el camino que tenemos por delante. De lo que se trata, justamente, es de hacer ese camino al andar. De proyectar hacia el futuro el camino que nos lleve al lugar donde queremos llegar. Ese camino es el de la reconstrucción del Estado democrático como estado de derecho, que promueva el ejercicio de una ciudanía plena, para incrementar paulatinamente la intensidad de nuestras democracias. La diferencia es la pertenencia que nos ofrece la historia política, mientras que la historia económica ha sido siempre, una historia de otros. Pero no dejarla en manos de esos otros que regulan los mercados desde su interior, acentuando las relaciones asimétricas establecidas a fuerza de concentrar el poder que surge de la organización y la información. Sino asumiendo el ineludible conflicto entre la democracia y el mercado. Entre el bien común y el interés particular. Domesticar entonces a los mercados en los que participamos, asumiendo nuestro carácter de ciudadanos, organizando y ejerciendo nuestro poder de compra.
Porque de cara al futuro deseado, una vez más, lo central es lo que hace la sociedad, en conjunto, frente a esta encrucijada. Porque como dijo Stanislaw Jerzy Lec: “Lo que cuenta de un problema es su peso bruto. Nosotros incluídos.”
(Publicado en la revista Actitud* Nro.19, Setiembre de 2007)